El inspector de la policía judicial Eugenio Montoro Valverde y el oficial Santos Escobar Garrido llegaron por fin a la casa de los Alsina, en la calle Reverendo Lewis Sinise número 15. El aspecto de la urbanización distaba mucho del que ofrecía el domingo por la mañana. Se encontraron con un panorama distinto. La soledad del día anterior había dejado paso al bullicio de la gente circulando por las calles y el ronroneo de los motores surgiendo de los garajes. Los niños andaban soñolientos con las mochilas a la espalda, ya habían terminado los exámenes de fin de curso, pero aún les quedaban unos días de clase. El pueblo había despertado. Los agentes buscaban entrevistarse con Álvaro Alsina Clavero, en principio como sospechoso del asesinato de Sandra López Ramírez, el único fiable que tenían hasta entonces y al que apuntaban todas las pruebas circunstanciales de la violación y el asesinato. Como buen policía, el inspector veía demasiado sencilla y cómoda la acusación contra Álvaro Alsina, al cual aún no conocía personalmente. Le parecía extraño que una persona de su posición económica, empresario reconocido de Roquesas y con una familia a la que cuidar, se involucrara en el asesinato de una joven del pueblo, de la misma edad que su hija. Y más, si el núcleo de la acusación pasaba por el jefe de la policía local, un personaje al que Eugenio evitaba repetidas veces y que ya no le había gustado cuando habló con él por teléfono.
—Buenos días —saludaron a la chica que les abrió la puerta.
La chica contestó educadamente con la puerta abierta de par en par.
—¿Está el señor Álvaro Alsina en casa? —preguntó el inspector.
Viendo que la chica no contestaba, añadió:
—Queremos hablar con él. —Y miró por encima de la cabeza de la sirvienta colombiana.
Los policías de Madrid ofrecían unos modales muy alejados de las toscas maneras de los agentes municipales, lo cual los hacía distintos y fácilmente reconocibles. La sirvienta enseguida se dio cuenta de que aquellos hombres no eran de por allí, ni siquiera de Santa Susana. No pudo evitar mirar con coquetería al oficial Santos Escobar, que, percatándose de ello, apartó la mirada de los ojos negros de María en una situación más incómoda para él que para ella.
—Un momento, por favor —respondió la chica mientras dejaba la puerta entreabierta y se dirigía a un teléfono antiguo y de color negro que había en una mesita de la entrada.
Los agentes se fijaron en el espejo adornado con motivos barrocos y vieron el reflejo de la criada mucho más estilizado. Increíblemente delgada. Ellos no podían saber la historia de ese espejo. Lo había comprado Rosa en una tienda de antigüedades de Segovia en la época que engordó unos cuantos kilos a causa del embarazo de Javier. La figura que le mostró aquel espejo el día que entraron en la tienda para curiosear los artículos, dejó a Rosa impactada de tal forma que Álvaro no tuvo más remedio que encargar uno y hacerlo enviar por transporte urgente a su casa. Era de vital importancia que el espejo recargado y barroco estuviera en la entrada de la casa cuando ellos volvieran de vacaciones.
—Señor Álvaro —dijo la sirvienta al teléfono interno que conectaba directamente con el despacho de la planta de arriba—, hay unos señores que quieren verle. —Mientras, limpiaba la mesita del teléfono con un trapo de cocina que sostenía en su mano, en un gesto automático—. No me lo han dicho… Sí, sí, de acuerdo, entonces les hago pasar a la salita —dijo finalmente mientras los agentes entornaban los ojos.
María colgó y regresó a la puerta, volviendo a mirar al oficial Santos, esta vez de forma más descarada y arrancando una sonrisa del ajado rostro del inspector.
—Pueden ustedes pasar, el señor Alsina les atenderá enseguida —dijo la chica, y los precedió hasta una sala pequeña que había justo en la entrada de la casa, circunstancia que aprovechó el joven oficial para mirar el redondo culo de la criada y así descansar sus ojos, que ya le estaban empezando a doler de aguantar la mirada alta y evitar bajarla hacia las preciosas y morenas piernas de la chica.
—Gracias, señorita… —Eugenio hizo una pausa esperando que la sirvienta acabara la frase y dijera su nombre, pero ella no se dio por aludida.
Al volverse hacia ellos, los dos agentes observaron, al mismo tiempo, el tatuaje de una mariposa coloreada en su hombro izquierdo. Ella se percató y les sonrió.
—¿Quieren tomar algo? —les preguntó María justo antes de salir de la pequeña estancia.
La chica hizo un gesto característico de las criadas de finales del siglo XIX, cuando se volvían justo en la doble puerta de las habitaciones, posando una mano en cada tirador y reclinándose en gesto de subordinación.
A los policías les hizo gracia esa especie de pirueta escénica.
—Café —respondió Eugenio, menos vergonzoso que su compañero—. Con bastante azúcar, si es posible —puntualizó al tiempo que admiraba una imitación de un Dalí que había en la pared de la derecha, nada más entrar en la sala.
—¿Y usted? —preguntó María mirando al incómodo oficial—. ¿Quiere tomar algo? —preguntó sin soltar los pomos dorados de ambas puertas y mostrando una imagen erótica en esa posición, haciendo que los doloridos ojos del joven policía le crujieran al tener que sujetarlos para no mirar hacia las rodillas de la guapa colombiana y sonrojarse por ello.
—Café, gracias. Me tomaré un café también —respondió por fin, ruborizándose levemente.
Nada más salir la chica, Álvaro Alsina entró en la salita. Prácticamente debieron de cruzarse en la puerta. Vestía impecable, con un traje azul marino precioso y una corbata amarilla a rayas negras. Muy conjuntado. Ofrecía un aspecto enérgico y una mirada viva y escrutadora. Justo antes de entrar se pasó su mano izquierda por la rasurada barbilla para comprobar, con satisfacción, que estaba perfectamente afeitada.
—Buenos días, agentes —saludó mientras se dirigía hacia la única silla vacía de la habitación, con intención de sentarse.
Los policías tomaron asiento en dos sillones de cuero rojo que rodeaban la imitación del cuadro de Dalí. Eugenio, más cortés que el joven oficial, que aún permanecía trastocado por el recuerdo de la estampa que le ofreció María, apoyada en los pomos de las puertas de entrada a la sala, se levantó de su asiento para estrechar la mano al presidente de Safertine y demostrar que los toscos agentes de la capital también tenían modales. Santos, más reacio a ese tipo de manifestaciones protocolarias, hizo lo mismo, para evitar un rapapolvo por parte del veterano detective.
—Buenos días, señor Alsina —respondió Eugenio mientras ofrecía su mano al sospechoso número uno de la violación y asesinato de Sandra López—. Espero que no le distraigamos de sus numerosas actividades.
—Hola —dijo Santos haciendo el mismo gesto que su compañero.
Viendo que los dos agentes habían posado, en algún momento de la corta presentación, sus ojos sobre el cuadro de Dalí, Álvaro precisó:
—Es auténtico.
Eugenio lo miró a él y luego al cuadro.
—El cuadro es auténtico —aclaró Álvaro—. ¿Entienden de pintura? —preguntó observando el gesto de incredulidad de los policías.
—Un poco —respondió Montoro, admirado por la sagacidad de Alsina—. Pero supongo que este cuadro es una réplica —objetó—, una obra de Dalí debería estar en un museo y no en un domicilio particular.
—No, no es una réplica —respondió Álvaro sin dejar de mirar el lienzo—. Perteneció a la galería privada de uno de los más ilustres arquitectos que ha dado Roquesas de Mar y posiblemente de todo el estado: Rodolfo Lázaro Fábregas.
Los dos negaron con la cabeza y Álvaro, viendo que el arte no era del interés de los agentes y seguro de que no habían venido a su casa para admirar el Dalí, dijo:
—El jefe de la policía local me dijo que vendrían. Llevo toda la semana esperando su visita. Pues bien, aquí me tienen para colaborar en todo lo que necesiten.
—Perdone —lamentó Eugenio—, somos unos descorteses. No nos hemos presentado debidamente. Soy Eugenio Montoro, inspector de policía de la Brigada Judicial de Madrid —dijo mientras volvía a estrecharle la mano en una situación un tanto ridícula—, y el oficial Santos Escobar —el cual saludó con la cabeza en un gesto de asentimiento—. Con el asunto de tan formidable cuadro —se excusó el veterano policía—, hemos olvidado las normas de educación y no nos hemos presentado debidamente.
El aire se podía cortar con un cuchillo, como se suele decir. Era la primera vez que los policías estaban ante el principal sospechoso del caso. La situación era absurda y un tanto extravagante, pero la posición económica de Alsina y el hecho de que los policías estuvieran lejos de la capital, obligaba a guardar ciertas normas de cortesía. No se podía citar a Álvaro Alsina para declarar en las dependencias policiales de Santa Susana sin contar antes con suficientes pruebas de peso. Él se personaría con un caro y bien pagado abogado y en unas horas desmontaría cualquier argumento mal confeccionado acerca de su culpabilidad.
—Ustedes dirán —dijo Álvaro sin dar la impresión de tener mucha prisa, aunque como buen hombre de negocios no le gustaba entretenerse en conversaciones que no tuvieran ninguna finalidad. Eugenio, que era un gran observador, se dio cuenta de ese detalle—. No habrán venido desde Madrid solo para admirar mi galería de arte —opinó en una frase que arrebató una pequeña sonrisa al rostro de los agentes.
—Supongo que ya sabe que es usted el principal acusado del asesinato y violación de la joven Sandra López —anunció el inspector con voz sobria y evitando andarse por las ramas.
—No formalmente. El jefe Salamanca me ha dicho que las pocas pruebas que tienen me apuntan a mí directamente, pero… como habrán podido comprobar, no es mucho lo que hay en mi contra.
Eugenio no pudo rebatirle y se sintió como si el primer asalto lo hubiese ganado Álvaro Alsina.
—¿Fuman ustedes? —preguntó mientras extraía una cajetilla de tabaco del bolsillo de su pantalón.
Era de la marca Pehgta y Álvaro lo conservaba encima desde que se lo había dado César Salamanca en su último encuentro.
—No —respondieron al unísono los policías.
El inspector observó la cajetilla que Álvaro sostenía en su mano izquierda. La siguió con la vista. El presidente de Safertine encendió un cigarrillo de boquilla lila utilizando unas cerillas de madera de fósforo azul. Álvaro se sintió analizado y supo entonces que debía andarse con sumo cuidado en cualquier gesto o palabra, puesto que los dos agentes, y en concreto el más veterano, habían venido hasta Roquesas de Mar con la firme decisión de encontrar al culpable de la muerte de Sandra.
María entró en la estancia con una bandeja en la que traía tres tazas de café bien caliente. El humo que surgía de ellas así lo demostraba. En medio, una jarra con leche y un azucarero de cristal finamente tallado. Tres cucharillas de plata terminaban de configurar un servicio digno de un lord.
—Gracias, María —dijo Álvaro cuando ella dejó la bandeja sobre la pequeña mesa de cristal que presidía la estancia—. Nos falta un cenicero —advirtió—, no me gustaría tirar la ceniza en el suelo —añadió, y seguidamente sonrió.
La chica salió de la sala sin decir nada y Eugenio aprovechó para observar el suelo y darse cuenta de que era parqué del bueno. Y no es que entendiera mucho, pero a pesar de que parecía llevar mucho tiempo puesto, estaba impoluto.
—¿Y bien? —preguntó Álvaro mientras indicaba, con un gesto de su mano, a los agentes que se sirvieran el café—. Ustedes dirán en qué les puedo ayudar…
—Le quería preguntar por la chica asesinada —aclaró Eugenio echándose tres azucarillos en su taza.
Álvaro asintió con la cabeza.
—¿Cuánto tiempo hace que la conoce? —El inspector preguntó como si la chiquilla todavía estuviera viva. Era una estrategia de buen policía, de esa forma el testigo respondía a las preguntas sin sentirse incriminado.
—A Sandra la conocí hace diez años —explicó Álvaro con el cigarrillo consumiéndose entre sus dedos—. Llegó a Roquesas con sus padres, Marcos López y Lucía Ramírez. Tiene… —Hizo una pausa para aclararse la garganta, la voz se le estaba apagando— tiene la misma edad que mi hija Irene, de hecho las dos son amigas. Es por eso que la conozco.
Eugenio y Santos callaron unos instantes, buscando la incomodidad de Álvaro. Pero este no se dio por aludido y el silencio embarazoso no le alcanzó.
—El jefe de la policía local —intervino el oficial Santos, que había permanecido callado hasta entonces— sostiene que usted estuvo con la muchacha el día que la mataron. Y va más allá: dice que tiene pruebas de que se entendía con ella.
Álvaro arrugó la frente.
—¿Es eso cierto? —terminó la pregunta Santos.
—¡No! —replicó contundente ante el acoso tan descarado de aquel policía—. Veo que no se andan por las ramas —les dijo—. Yo también quiero preguntarles algo.
Eugenio movió la mano asintiendo.
—¿Estoy detenido, estoy acusado? —quiso saber, visiblemente nervioso.
—Entiendo su situación —dijo Eugenio—. De momento no —contestó, y sorbió el delicioso café preparado por la sirvienta—. Creo recordar que ya le dijimos al entrar que se trataba de una charla, que no está usted obligado a contestar —mencionó, soplando sobre la taza para enfriar el café—. Estamos aquí para ayudarle. No somos sus enemigos.
—¿Para ayudarme a mí o para ayudarse ustedes?
Eugenio esbozó una mueca de contrariedad.
—Yo les ayudaré en todo lo que esté en mi mano. —Álvaro cogió el arrugado paquete de tabaco turco, del que solo quedaban un par de cigarrillos, y se dispuso a encender otro ante la atenta mirada de los policías.
Por sus palabras, diríase que no se sentía culpable y que se ofrecía a colaborar para encontrar al verdadero asesino de Sandra.
—Es lo mejor que puede hacer —recomendó Santos.
Álvaro aceptó con la mirada.
—¿Estuvo usted con Sandra la noche de su muerte? —volvió a preguntar el oficial, esta vez más inquisidor.
Álvaro sabía que de responder negativamente, la siguiente pregunta sería: «¿Dónde estuvo esa noche?».
—Hace que no veo a Sandra dos semanas —respondió mientras giraba la muñeca para mirar la hora en su reloj—. No la vi ni la noche que desapareció, ni siquiera seis o siete días antes del suceso —aclaró con cierto nerviosismo del que se percató el inspector.
—¿Tiene prisa? —preguntó Eugenio—. No es nuestra intención entretenerle.
—A las doce tengo una reunión importante. He de firmar un acuerdo vital para mi empresa y como presidente de Safertine no puedo faltar.
Álvaro sacó su móvil y se dispuso a realizar una llamada.
—¿Me permiten? —preguntó enseñando el teléfono.
—Por supuesto —dijo Eugenio.
—Nacho, estoy en casa —afirmó el presidente de Safertine mirando de reojo a los policías de Madrid—. ¿Te queda mucho? Vale, aquí te espero. No tardes que tengo que salir antes de las once y media. Sí, hacia Santa Susana.
—Señor Alsina —insistió Santos una vez que Álvaro hubo colgado—, aún no ha contestado a la pregunta de dónde estuvo la noche que desapareció Sandra López.
—No me la ha hecho.
—Es cierto, iba implícita en si estuvo usted con la chica —dijo—. Si no estuvo con ella, ¿dónde estuvo entonces?
—Esa noche estuve en casa —afirmó guardando el móvil en el bolsillo de su chaqueta—. No tenía relaciones con esa chica. No la violé ni la maté. Y no estuve con ella la noche en que la asesinaron. ¿Contesta eso a todas las preguntas que quieren hacerme? —profirió muy molesto.
—Nos pagan para desconfiar —replicó el inspector—. Es nuestro trabajo, ¿sabe?
Álvaro apagó el cigarrillo en el cenicero.
—Nos vamos a proseguir con nuestra investigación —dijo el inspector—. Hemos venido a Roquesas de Mar a buscar un asesino y no nos iremos sin él. Oficialmente no está acusado —manifestó—, las pruebas del jefe de la policía local tienen poco peso como para movilizar a la fiscalía de Santa Susana, pero le recomiendo que no se aleje de la provincia y esté siempre localizable por si necesitamos de su colaboración. Y de momento no es necesaria la presencia de su abogado —añadió para terminar.
Álvaro los acompañó hasta la puerta y los siguió con la vista hasta que desaparecieron por la esquina de la última casa de la calle.
Poco era para la investigación, pero la segunda visita a Roquesas de Mar no dejó con las manos vacías a los investigadores, ya que aprovecharon para ver de cerca los ojos del presunto asesino. De la conversación con Álvaro Alsina extrajeron la sensación de que tanta normalidad no era natural. Una persona que era acosada de tal forma, no podía comportarse así ante unos policías que buscaban incriminarle.
Nada más entrar en la casa de nuevo, lo primero que hizo Álvaro fue llamar a su abogado para decirle que de momento no era necesaria su presencia en el pueblo, ya que, por lo que parecía, aún no se había formalizado la acusación por parte de la fiscalía de Santa Susana, que era quien entendía de la inculpación por el asesinato de Sandra López. El presidente de Safertine se tranquilizó cuando los agentes se marcharon de su casa sin una orden formal de detención, aunque albergó la inquietante desazón de que algo le ocultaban y que posiblemente debían su visita precisamente a eso: a inquietarle. Se vio entonces como un hombre vulnerable cuya inocencia pendía de un hilo y que era observado de cerca por unos sabuesos que no esperaban otra cosa que verlo errar para abalanzarse como alimañas en busca de alimento. Álvaro reconstruyó en su mente la conversación mantenida con los agentes y pensó que de haber tenido pruebas concluyentes contra él, lo hubieran detenido sin más dilaciones. De esa forma aplazó la llegada del abogado Nacho Montero, esperando poder centrarse en lo que realmente importaba en ese momento: la firma del contrato con el gobierno. Libre ya como estaba de las acusaciones y al no estar inmerso en un proceso judicial, como requería el documento que había firmado al gitano José Soriano Salazar, Álvaro tenía las riendas de Safertine bajo su mando… al menos de momento.
Lo cierto es que la firma del contrato con el gobierno, y de eso no sabían nada Álvaro Alsina y Juan Hidalgo, no era más que una patraña para desenmascarar los negocios turbios de la empresa Safertine y su filial Expert Consulting. Un plan concebido por los servicios secretos para seguir de cerca las actividades de la empresa. Para ello habían montado todo el numerito de la compra de las tarjetas y hecho creer a los dos socios que se encontraban en los albores del negocio del siglo. Así que los negociadores llamaron, como así se había convenido previamente, cinco minutos antes de las doce, a Juan y Álvaro para decirles que no se iba a cerrar el trato. El CIN ya había reunido todos los datos necesarios para realizar su informe respecto a los delitos de terrorismo por parte de las empresas investigadas, documentos que remitieron a la Brigada Central de Información para que obrara en consecuencia.