55

Los dos agentes de la policía judicial de Madrid llegaron en tren a Santa Susana. Eran especialistas del grupo tercero de la Brigada de Homicidios. A partir de entonces, el inspector Eugenio Montoro Valverde y el oficial Santos Escobar Garrido se hacían cargo del asesinato de la menor Sandra López. Habían venido desde la capital del estado a requerimiento del jefe de la policía local de Roquesas de Mar, César Salamanca, y del alcalde, Bruno Marín Escarmeta. La policía municipal no tenía competencias en los delitos de asesinato y los de índole nacional, como podía ser el tráfico de drogas a gran escala, las mafias o el terrorismo. Así que la legislación vigente obligaba a las autoridades de Roquesas a dejar el caso en manos de los expertos de Madrid.

Eugenio Montoro Valverde tenía cincuenta años. Bien conservado para su edad, era alto, delgado, moreno y muy fuerte. Llevaba en la Brigada de Homicidios doce años y era conocido como el Detergente, por su limpieza a la hora de reunir indicios. Incorrupto, perseguía a los malhechores de forma contundente, reuniendo las pruebas necesarias para su inculpación. Un juez titular de la Audiencia Nacional lo escogía siempre como encargado de los casos difíciles. A César Salamanca le enorgullecía que Madrid se hubiese dignado enviar un policía tan notable como Eugenio Montoro para resolver un sencillo caso de violación y homicidio de una menor que, según él, estaba prácticamente cerrado. Para Salamanca, Álvaro Alsina era el asesino de la chica.

Santos Escobar Garrido era el fiel escudero del inspector Montoro, siempre le acompañaba en sus salidas fuera de la capital. Tenía treinta y tres años, estatura mediana y un metro setenta. Rubio, pero de tez morena y ojos verdes. Recogía los datos de las indagaciones en una pequeña libreta, hecha por él mismo con un puñado de folios recortados y grapados; eran esas pequeñas manías que se cogían en la profesión. Único en su labor, no se le escapaba ningún detalle por nimio que pareciera.

La compenetración entre ambos oficiales era absoluta, lo que facilitaba su tarea investigadora a la hora de resolver los casos.

Nada más llegar a la estación, un taxi los recogió y los llevó hasta el hotel Albatros, donde se alojarían durante todo el tiempo que durara su tarea en la ciudad. Ignoraron las recomendaciones del jefe de la policía de Roquesas, que les aconsejó que se hospedaran en un hotel del pueblo. Incluso hizo gestiones para reservarles una habitación. En la conversación telefónica que mantuvieron el inspector Eugenio Montoro y César Salamanca, este último le indicó que el principal sospechoso del asesinato había alquilado una habitación en el hotel Albatros, extremo que precisamente hizo que los dos policías decidieran alojarse allí.

«Ningún sheriff de pueblo me va a decir a mí lo que tengo que hacer», comentó Eugenio a su compañero de fatigas, el oficial Santos.

Así que, contraviniendo las indicaciones de César, se establecieron en el mismo hotel que el presidente de Safertine, en la habitación 315. Desde allí iniciarían la investigación del crimen más atroz cometido en Roquesas de Mar de que se tuviera noticia.

—No tenemos que dejar que el jefe de la policía municipal influya en nuestra investigación —comentó el inspector Eugenio al oficial Santos, mientras se asomaba a la ventana de la habitación, ojeando la calle y disfrutando de la fabulosa vista que había desde allí.

—No te fías de él, ¿verdad? —preguntó Santos—. Vi la desconfianza en tu rostro cuando te dijo que tenía un sospechoso.

El oficial Santos parecía más un paje que un policía, sobre todo cuando viajaban a algún pueblo del territorio nacional a resolver casos complicados. Mientras Eugenio observaba la calle o hablaba por teléfono o inspeccionaba escrupulosamente la habitación en busca de micrófonos ocultos, Santos deshacía las maletas de forma cuidadosa y colocaba la ropa ordenadamente en los armarios.

—Sabes muy bien que no hay que fiarse de nadie en este tipo de investigaciones —argumentó Eugenio mientras ponía su móvil a cargar y cogía el mando a distancia del televisor—. Nosotros somos forasteros aquí y los lugareños desconfían, y por ese mismo motivo no nos van a facilitar información fácilmente. Lo que no debemos permitir es que dirija la investigación la policía local, ¿entiendes? —le dijo a su compañero mientras echaba un vistazo a la programación televisiva.

—Ya lo sé —aseveró Santos acabando de colocar unas camisas en el armario empotrado de la enorme habitación—. Tenemos que hacer una lista de tareas para ir trabajando estos días. ¿Por dónde empezamos? —preguntó al inspector, que estaba visualizando un canal donde anunciaban productos de cosmética.

—Por el principio —replicó Eugenio, tajante—. Cuando acabes de colocar la ropa iremos a Roquesas de Mar, quiero pasear por el pueblo y visitar el lugar donde apareció el cuerpo de la víctima.

Se quedó un rato pensativo y luego dijo:

—Llama al jefe de la policía local y queda con él en algún bar de Santa Susana, dile que queremos hablar del crimen, que necesitamos información.

—¿Qué bar? —preguntó el oficial.

—Cualquiera, si es necesario invéntate un nombre.

—No entiendo —dijo Santos—. ¿Qué haremos primero?

—Las dos cosas —respondió Eugenio.

El otro lo miró incrédulo.

—Mientras el jefe de la policía municipal está en el bar esperándonos, nosotros podremos husmear solos por el lugar del crimen, sin que interfiera en lo que hagamos.

Santos entendió entonces que lo que Eugenio Montoro quería hacer era poder ir a Roquesas de Mar sin la presencia del jefe de la policía local. Y es que al veterano inspector le bastó una breve charla telefónica con César Salamanca para saber de qué pie cojeaba. No le gustó un pelo la forma con que quiso dirigir la investigación del caso y lo concluyente que estuvo a la hora de señalar como culpable al tal Álvaro Alsina, al que todavía no conocía.

—Se enfadará con nosotros —objetó Santos— y pensará que lo hemos dejado plantado.

Eugenio sonrió.

—Supongo que sabes que no es bueno tener como enemigo a nuestro principal enlace en el pueblo —añadió entonces Santos.

—Ya lo tengo en cuenta —manifestó el inspector a su compañero y amigo—. Cuando hayamos visto el bosque donde encontraron a la chica, llamaré a Salamanca y le diré que sintiéndolo mucho no nos ha sido posible acudir a la cita y que ya le telefonearé en otra ocasión para vernos y hablar del asunto.

—Sonará a excusa.

—Puede, pero no me conoce aún para saber si miento o digo la verdad —alegó Eugenio comprobando que tenía su móvil cargado completamente.

—¿Sospechas de ese policía?

—Sospecho de todo y de todos —dijo mientras se guardaba el móvil en el bolsillo.

Salieron de la habitación una vez que hubieron colgado sus ropas en el armario. Bajaron por las escaleras y en el vestíbulo le preguntaron al recepcionista el nombre de algún bar típico de Santa Susana.

El chico los miró sonriente, pensó que eran dos policías como los demás, como los que conocía de Santa Susana. No habían terminado de aterrizar y ya buscaban un bar, se dijo.

—El Chef Adolfo —respondió casi sin pensar—. Es uno de los restaurantes más típicos de la ciudad. Buena cocina —agregó el adolescente encargado de la recepción del hotel.

Santos miró a Eugenio buscando la aprobación del veterano inspector.

—¿Y si tuvieras que quedar con una chica que no fuera tu novia? —preguntó entonces el inspector al muchacho, que por un momento pensó que había oído mal.

Carraspeó un poco y dijo, al darse cuenta de qué era lo que el agente quería con sus preguntas:

—Entiendo. Entonces me citaría en el bar Catia, en la calle Rosadas. Les diría que tuvieran cuidado por ese barrio, pero me consta que ustedes llevan pistola —puntualizó el chico mirando a los dos policías.

—Eres un chaval muy espabilado para tu edad —comentó Eugenio—. Ya hablaremos largo y tendido en otro momento.

—¿Les ha servido mi indicación?

—Mucho —dijo Santos mientras Eugenio Montoro salía por la puerta.

El chico del hotel se llamaba Vicente Ramos. Diecisiete años. Muy delgado y menudo, no pasaba del metro sesenta, pero era más listo que el hambre. Tenía una mirada viva que encandilaba a todos los que le conocían.

Una vez los dos en la puerta del hotel, Eugenio le dijo al oficial:

—Llama a Salamanca y dile que nos vemos dentro de media hora en el bar Catia de la calle Rosadas de Santa Susana.

—Vale —respondió Santos y sacó su móvil.

Mientras el oficial hablaba con César y le mentía acerca de quedar en Santa Susana, Eugenio aprovechó para requerir los servicios de un taxi que estaba, casualmente, aparcado en la puerta del hotel.

Los dos agentes de Madrid subieron y le indicaron al chófer que les llevara a Roquesas de Mar.

—Y nos deja en el Camino de los Ingleses —añadió Santos.

—¿Son ustedes policías? —preguntó el taxista al mirar por el retrovisor a sus pasajeros. Sus ojos se cruzaron.

—Se nota mucho, ¿verdad? —respondió Eugenio.

—Sí —replicó el típico taxista de ciudad—. Si no han estado nunca en Roquesas de Mar les va a encantar —apostilló—, es una ciudad preciosa, tiene todo lo que hay que tener: campo, montaña, mar, tranquilidad…

El taxista continuó hablando mientras los agentes de Madrid miraban el paisaje por la ventanilla. Santa Susana era una ciudad encantadora, tenía poco más de cien mil habitantes y era la capital de la provincia. El taxi estaba girando por la rotonda de las seis calles: una zona comercial muy céntrica donde se enlazaba con la autovía en dirección a la costa.

—Están ustedes en pleno centro —remarcó el taxista—, esta es la parte más comercial de la ciudad. Mi mujer abrió una tienda de ropa hace ya algunos años, pensaba que nos íbamos a montar en el dólar, la muy ingenua.

Los dos agentes se miraron y sonrieron.

—¡Gastos! —dijo el taxista—, eso es lo que tuvimos…

—Perdone —interrumpió Eugenio—, ¿conoce el barrio donde está situado el Camino de los Ingleses?

—¡Pues claro! Es de lo mejorcito de Roquesas de Mar. Allí viven los ricos de Santa Susana, buenas casas… y caras —concretó moviendo la mano derecha en el aire mientras hablaba.

A los agentes no les gustó que soltara el volante para hablar, por el riesgo de accidente que ello implicaba.

—¿Conoce al jefe de policía? —preguntó Eugenio, más serio.

—¿A César? Claro que le conozco, a César le conoce todo el mundo —contestó observando a su interlocutor por el retrovisor—. Es un buen hombre y un gran policía, el mejor —puntualizó—, no hay caso que se le resista. Además ayuda a la gente del pueblo en todo lo que puede.

—¿Está casado? —intervino Santos.

—¿Quién, yo? —se asombró el taxista soltando otra vez la mano derecha del volante para señalarse el pecho, ante el susto de los agentes.

—¡Por favor! —abucheó Eugenio—, no suelte las manos del volante, no vayamos a tener un accidente.

—¡Tranquilo, tranquilo! Llevo más de treinta años en la profesión y estas calles las he cruzado miles de veces, ¡qué digo!, millones de veces. Cuando empecé con esto casi no había coches, solo unos cuantos Seat Mil quinientos, ¿se acuerdan? Usted puede que sí —indicó señalando a Eugenio—. ¡Qué gran coche! Ya no los hacen así ahora.

Eugenio no pudo evitar una mueca de conformidad.

—Le preguntaba si está casado el jefe de la policía local de Roquesas, el tal César Salamanca —insistió el oficial ante la atónita mirada del inspector Eugenio, que no se esperaba esa pregunta por parte de su colaborador.

—Lo estuvo —respondió el taxista—. Hace unos años que murió su mujer.

—Sería joven —murmuró el oficial. El taxista no lo escuchó—. ¿Vive con alguna chica o se le conoce algún tipo de relación? —prosiguió Santos.

—Pues que yo sepa no —replicó el taxista, mirándolos otra vez por el retrovisor—. César solo se debe a su trabajo y a los amigos.

—¿Amigos cómo Álvaro Alsina? —preguntó el inspector Montoro.

—Sí, así es. ¿También conocen a Álvaro? Desde luego es el mejor amigo de César. Los dos se criaron juntos, ¿sabe?, pese a que son de diferente condición social: uno rico y otro pobre. ¿Se acuerdan de aquella serie? —preguntó el taxista, levantando la cabeza para ver a Eugenio por el retrovisor, cosa que le volvió a incomodar—. Usted seguro que sí —afirmó mirando al maduro inspector—. Qué buenas películas hacían antes, no como ahora que solamente echan basura en la televisión.

Se encontraban saliendo de Santa Susana, por la variante norte de la ciudad, y al pasar por debajo de la vía del ferrocarril se dieron cuenta de que iniciaban el recorrido por la autovía de la costa. A la derecha se observaba lo que seguramente eran las últimas casas adosadas de la ciudad. A la izquierda, unos cuantos solares vacíos esperando que alguien los comprara para edificar. El taxista continuó con su cháchara, ajeno a todo, explicando a los agentes historias de Roquesas de Mar. Les contó que durante muchos años el pueblo se llenaba de turistas de todas partes del territorio nacional a causa de los baños termales milagrosos, ya que parecía ser que curaban todo tipo de enfermedades con solo bañarse en ellos.

—Al final se secaron —comentó—, no saben aún cómo ni por qué, pero dejó de manar el agua y eso produjo un perjuicio económico importante para los comercios del pueblo. La mitad de ellos cerró. Fue el descalabro económico.

Al entrar en Roquesas, lo que más llamó la atención de Eugenio fue la ausencia de letrero con el nombre del pueblo.

—¿Esto es Roquesas de Mar? —preguntó al taxista.

—Acaban ustedes de llegar.

Hubo un momento de silencio y luego el conductor dijo:

—Ya se ha dado cuenta de que no hay letrero en la entrada, ¿verdad? Lo arrancó un vendaval y desde entonces no lo han repuesto. El ayuntamiento está en ello.

Los dos agentes se encogieron de hombros.

Ya eran las nueve de la mañana cuando llegaron al bosque de pinos donde había aparecido el cadáver de Sandra López. El taxista aparcó en el paseo marítimo y, tras cobrar, hizo el gesto de bajarse del coche y acompañar a los agentes.

—Esto es todo —dijo Eugenio viendo la intención del hombre—. Gracias por traernos hasta aquí, de verdad, si necesitáramos algo ya le llamaríamos.

El taxista puso una mueca de disconformidad.

—No me importa —comentó, deseoso de acompañarlos hasta el lugar de los hechos—. No tengo nada que hacer en toda la mañana —insistió.

Una mirada dura del inspector fue suficiente para que el taxista se diera cuenta de que estaba molestando. Subió al coche y arrancó, alejándose casi de inmediato.

—¡Qué pesado! —exclamó Santos, haciendo una mueca con la boca—. Menuda cotorra, pensaba que no se iba a callar nunca.

—Allí es donde apareció el cuerpo de la chica —señaló Eugenio una zona marcada con cinta policial, ignorando el comentario del oficial—. Vamos, no tenemos mucho tiempo.

Santos asintió con la cabeza.

—Tienes que acordarte de llamar luego al jefe de policía, cuando hayamos terminado aquí, y decirle que por motivos ajenos a nosotros debemos cancelar la cita que teníamos en ese bar…

—El Catia —dijo el oficial.

Los dos agentes entraron en el bosque de pinos que había justo al lado de la casa de los Alsina. Enfrente se observaba una construcción a medio hacer, en el número 16.

—¿Qué buscamos? —preguntó el oficial al experto inspector—. Los locales han debido de peinar toda la zona —dijo refiriéndose a la policía municipal.

—Restos, buscamos restos —respondió tajante Eugenio—, cosas que les hayan pasado por alto a la policía local. Por eso estamos aquí, amigo Santos. —Y escudriñó toda la zona, incluso más allá de donde se encontraban ellos—. Aquí es donde apareció el cuerpo de la chica —señaló en una circunscripción acotada por unas cintas con la inscripción: POLICÍA – NO PASAR.

—El que la encontraran aquí no significa que la hayan matado en este sitio —apostilló Santos—, alguien la hubiera oído gritar o pedir ayuda.

Miró alrededor y comprobó que, aunque había muchas casas, no se veía mucha gente pululando por la calle. Eugenio se dio cuenta y le dijo:

—A estas horas todo el mundo está trabajando.

—¿En domingo? —objetó Santos.

El inspector se había olvidado en qué día estaban.

—Pues entonces estarán durmiendo.

Los dos sonrieron.

—¡Bien! —añadió Eugenio—, vamos a dividirnos, yo iré hacia el Camino de los Ingleses —indicó con la barbilla—, y tú, entra un poco en el bosque. Ya sabes el procedimiento, coge todo lo que encuentres que te parezca sospechoso: cigarrillos, pañuelos de papel, cajetillas de tabaco, caramelos y envoltorios, condones… Aún no se han hecho todas las pruebas al cadáver, pero en principio la violación se produjo con preservativo, ya que no hay restos de semen en el interior de la víctima.

Los dos agentes sabían, por la experiencia de otros casos similares, que las policías locales no reparaban en esas pequeñas pruebas que luego, casi siempre, eran cruciales para desenmascarar a los asesinos.

—Lo malo —observó Santos— es que en esta zona habrá miles de condones esparcidos por todas partes. Es un bosque de una zona costera —dijo, y no pudo ocultar una mueca de hilaridad.

—Hay que buscar los más recientes —aconsejó Eugenio con un asomo de sonrisa en su ajado rostro—. Escoge los que aún están húmedos. Bueno… tú, mira por el bosque y yo voy a inspeccionar los alrededores y las casas habitadas —dijo finalmente.

Eugenio Montoro se dirigió hacia la zona de viviendas del Camino de los Ingleses. Pasó por delante de la casa de los Alsina, sin saberlo, y siguió andando hasta la rotonda inacabada del final de la urbanización, donde se detuvo unos instantes debajo de un viejo olivo. Examinó cuidadosamente el suelo en busca de algún vestigio que le permitiera seguir una línea de investigación diferente a la marcada por el jefe de la policial local. «Demasiado fácil lo de ese tal Álvaro Alsina», se dijo.

Y es que el experimentado inspector sabía de sobra que había que mirar siempre en la dirección donde se apuntaba y desde donde venían las flechas. Por su mente calculadora rondaba todo el tiempo la misma pregunta: ¿por qué el jefe de la policía municipal acusaba a un vecino del pueblo? Su olfato le decía que la resolución del crimen pasaba por conocer más a los habitantes del lugar. Una adolescente no suele cruzar sola un bosque oscuro, en el transcurso de una fiesta veraniega, sin que nadie la acompañe. Sin que nadie, siquiera, se entere. Algo había pasado aquella noche en ese bosque que los ojos de Eugenio Montoro escudriñaban con penetrante e inquisidora mirada. Debajo del viejo olivo observó el envoltorio de un chicle. Era de fresa ácida y con azúcar, según leyó en el arrugado papel. Le llamó la atención especialmente ya que era raro, en una época donde todos esos productos se hacían a base de sacarinas, que hubiera alguien que aún masticara chicles azucarados. Cerca del papel localizó un chicle recubierto de tierra y hierba seca. Estaba seco y bien se podría haber confundido con una canica. Eugenio lo cogió con los dedos y lo guardó en un estuche metálico donde antes había un reloj. Hacía tiempo que lo utilizaba para recoger pequeñas pruebas de los casos que investigaba; pertenecía a un viejo Omega que le había regalado su esposa, y a él le gustó tanto que desde entonces lo utilizaba para almacenar «trozos de testimonios», como le gustaba llamarlos. Siguió andando en dirección a la casa de los Alsina, y justo delante de esta, se fijó en la obra que estaban haciendo enfrente. La única de toda la urbanización, algo en lo que ya había reparado nada más llegar. Prácticamente estaba edificada toda la carcasa y solo faltaban los rellenos, el rebozado de la fachada y el interior. A través de los huecos de las ventanas se observaba que la parte de dentro aún estaba por rellenar. Se asomó al jardín y allí vio una cajetilla de tabaco. Le llamó la atención por ser la única que se distinguía entre un desorden de ladrillos, herramientas y baldosas. Estaba vacía y era de paquete blando. Aunque Eugenio no fumaba, sí que sabía de marcas de cigarrillos, y esta no le sonaba de nada. Era un paquete extraño que no pudo contrastar con ninguno de los sobradamente conocidos. Gracias a su espléndida forma física consiguió saltar el muro que rodeaba la casa y recogió del suelo el paquete de tabaco. Una vez en sus manos lo leyó: Pehgta, rezaba por todos los lados. Lo colocó dentro del estuche de metal, encima del chicle y su envoltorio. Pensó que después de tanto tiempo no se podría sacar ni una sola muestra de ADN. El silencio era total en toda la urbanización y sintió como si cientos de ojos ocultos lo espiaran. Le conmocionó pensar en la cantidad de vecinos que estarían ahora en su casa mirando a través de las ventanas y preguntándose qué hacían esos dos forasteros recorriendo la calle y el bosque. En el fragor de sus meditaciones le pareció oír, por un momento, ruidos provenientes del sótano de la casa. Esperó unos segundos conteniendo la respiración. No oyó nada más.

«Habrá sido el aire —pensó—. O un gato».

No quiso acceder al interior de la vivienda, porque en caso de encontrar alguna prueba, esta no valdría para nada al haber entrado de forma ilegal. Para hacerlo necesitaba una orden judicial, era el procedimiento. Siguió mirando el suelo del futuro jardín. «Demasiado limpio», se dijo. Lo normal en ese tipo de obras es que estuviera el suelo lleno de porquería: bolsas de plástico y envoltorios de bocadillos, cajetillas de tabaco, colillas… Nada. Únicamente había losas relacionadas con la propia obra. Eugenio solo se fijó en aquellos objetos inusuales en el lugar que pisaba. Recogió, envolviéndolo con un pañuelo, un inhalador.

«Un obrero asmático», especuló mirando el chisme.

Lo guardó dentro del estuche. Metió el chicle dentro de la cajetilla de tabaco y encajó el inhalador al lado para que no se golpeara. Y luego chasqueó los labios un par de veces…

En lo más profundo del bosque se encontraba el oficial Santos Escobar. Peinaba la zona que había escogido con gran diligencia y perseverancia. Cualquier vestigio era importante para las pesquisas. No era una arboleda muy limpia, había infinidad de bolsas de patatas, latas de bebida, paquetes de tabaco, bolsas de plástico de supermercado y muchos, pero que muchos preservativos. «Los jóvenes del pueblo vienen aquí a disfrutar», consideró mientras inspeccionaba el suelo del boscaje. Le llamó la atención un atacador de pipa. Un pequeño utensilio compuesto por tres partes: un prensador para apretar el tabaco, una aguja para remover brasas y una cucharilla muy útil para vaciar la ceniza. Santos había sido fumador de pipa durante cinco años y conocía muy bien los útiles necesarios. El eficiente oficial lo cogió del suelo; no tuvo cuidado ya que sabía que era prácticamente imposible que pudiera haber huellas en un objeto metálico tan pequeño. Lo introdujo en un apartado de su riñonera de piel.

Durante un buen rato siguió caminando agachado entre la basura que poblaba el bosque de pinos. Destacó para sí el hecho de que la calle donde les dejó el taxista estaba perfectamente limpia y sin embargo el bosque parecía más un vertedero que un lugar donde ir a almorzar los fines de semana o soltar los críos para que jugaran a la pelota. La suciedad era la tónica general. Pasados unos minutos y viendo que no encontraba nada más interesante para la investigación, optó por telefonear a Eugenio.

—Oye, ya estoy —le dijo—. ¿Cómo te ha ido a ti? —preguntó mientras cerraba la cremallera de la riñonera.

—Algo he encontrado —respondió el inspector sin dejar de mirar hacia el sótano de la vivienda—. Poca cosa, pero tenemos por dónde empezar. ¿Y tú?

—También poca cosa, pero servirá. ¿Dónde estás?

—En el interior de una casa a medio construir que hay en la misma calle Reverendo Lewis Sinise —contestó el inspector mientras escrutaba el entorno en busca de algún vestigio que pudiera llevarse a su estuche.

—¿Una casa? ¿Y qué haces ahí?

—Oye —dijo ignorando su pregunta—, busca envoltorios de chicles de la marca Chelfire.

—¿Qué marca?

—Chel-fi-re. Son de esos que llevan azúcar. Bueno, recoge cualquier envoltorio de chicle que encuentres.

—Chelfire —repitió el oficial para no olvidarse.

—Eso —dijo Eugenio—, y también paquetes de tabaco o cigarrillos de la marca Pehgta.

—¿Peta?

—El paquete es lila con letras amarillas. —Y se lo deletreó.

—De acuerdo —replicó Santos—. Tú busca indicios de un fumador de pipa, es difícil encontrar un paquete de tabaco ya que los fumadores de pipa no suelen arrojarlos, pero puedes rastrear para ver restos de hebras quemadas.

—Es difícil.

—Lo sé, pero en caso de hallarlas, guárdalas. Se puede saber la composición a través de un análisis. Los fumadores de pipa no abundan.

—Vale —respondió el inspector mientras miraba el reloj: eran las diez menos cuarto de la mañana del domingo—. Quedamos a las diez y cuarto donde nos dejó el taxi —indicó—. Ten en cuenta que todavía no hemos encontrado el arma homicida, la que utilizó el asesino para aporrear la cabeza de la chica.

—Ya.

—Por el agujero del cráneo y según el informe preliminar del forense, podría tratarse de un martillo, aunque no hay que descartar otro tipo de objeto.

—Bien. Seguiré buscando por la zona de los pinares y en caso de retraso ya te llamaría.

Santos cerró el móvil y continuó mirando el suelo mientras andaba dirección a la calle Reverendo Lewis Sinise.

Montoro salió del futuro jardín de la casa justo cuando pasaba un flamante Audi negro, que frenó bruscamente delante de él.

—¿Puedo ayudarle, señor? —preguntó el alcalde de Roquesas a Eugenio, que aún se estaba limpiando las manos del polvo del muro que acababa de sortear.

—Gracias. Se me ha caído esto dentro y lo acabo de recoger —comentó con el estuche metálico en la mano.

Los dos se miraron fríamente.

—No necesita engañarme, inspector —replicó el alcalde—. Ya sé quién es usted y también lo que ha venido a hacer aquí.

Eugenio se terminó de limpiar las manos dando palmadas y exclamó:

—Vaya… No tengo el gusto…

—Bruno, Bruno Marín —se presentó sacando la mano por la ventanilla—. Soy el alcalde de Roquesas de Mar y servidor suyo para lo que necesite.

Eugenio se sintió halagado, aunque no fue de su agrado que el alcalde se presentara sin bajar del coche, lo encontró burdo y de mal gusto. No obstante, dijo:

—Encantado. —Y estrechó la sudorosa mano del alcalde—. Acabo de saltar dentro de esta propiedad privada, espero que no me denuncien —ironizó—. Estoy buscando algún resto que me ayude en la investigación del asesinato de Sandra López. ¿La conocía?

Bruno se sintió molesto por la pregunta.

—Claro; soy el alcalde del pueblo y conozco a todos los vecinos.

—Lo siento —se excusó Eugenio—, se lo he preguntado sin pensar.

—Y usted…, ¿la conocía? —preguntó Bruno apagando el motor del Audi para apearse con torpeza.

—No. ¿Por qué? —replicó el inspector mirando el impresionante coche.

—Por la manera de llamarla, lo ha hecho por su nombre, como si la conociera.

—Es deformación profesional, los policías tenemos la extraña manía de identificarnos con las personas que buscamos… estén vivas o muertas.

El alcalde no se dio por aludido a pesar de que el inspector puso especial énfasis en la última frase.

—Era una chica preciosa —comentó secándose la frente con el reverso de la mano—. Es una lástima que ocurran cosas así, ¿verdad?

—Pues sí, pero no se quejen, que en los pueblos pequeños la muerte de alguien es todo un acontecimiento, mientras que en las capitales grandes está llegando a ser algo normal.

—Morir siempre ha sido algo normal —sonrió el alcalde.

—Ya me ha entendido, me refería a que en las ciudades la muerte es anónima y en los pueblos es algo de lo que participan todos los vecinos.

—Entiendo que se está refiriendo a las muertes por asesinato, ¿no?

Eugenio se dio cuenta del sarcasmo.

—Por supuesto —respondió.

—¿Tiene ya algún sospechoso? —preguntó el alcalde.

—Tenemos uno —respondió Eugenio toqueteando el estuche que sostenía en la mano—. Pero solo es eso… un sospechoso. Acabo de llegar al pueblo y aún no he tenido tiempo de situarme.

—Si le puedo ser de ayuda…

—Pues hay cosas que no encajan y tengo que entrevistarme con mucha gente todavía, pero agradezco su colaboración. Usted, desde luego, conoce muy bien a los vecinos.

—Ciertamente, pero cabe la posibilidad de que el asesino no sea de aquí.

Eugenio dudó con la mirada.

—Aproveche que me tiene delante para hacerme las preguntas que crea convenientes —se ofreció Bruno apoyándose en el capó del coche—. El alcalde del pueblo y el jefe de policía son los que más saben de todo. ¿Ha leído algo de Simenon? —preguntó en un intento fallido de hacerse el entendido en asuntos de investigación policial.

—Pues sí —repuso el inspector—, y una de las cosas que me ha enseñado el bueno de Maigret es que no hay que fiarse de nadie, el que parece más inocente puede ser el asesino. —Agudizó sus frases previendo una clara intromisión del alcalde en las pesquisas por la muerte de la chica.

—Tiene usted razón, inspector —coincidió Bruno con un chasquido de sus labios—, nadie está libre de culpa, ¿verdad? —añadió encaminándose hacia el maletero de su flamante Audi.

—Tanto mi inestimable colaborador como yo —argumentó Eugenio señalando hacia el bosque donde se suponía estaba el oficial Santos— acabamos de llegar a su pueblo y, como es lógico, no sabemos nada de las relaciones entre sus vecinos. Así que no estamos del lado de nadie.

—Yo, por mi parte y en prueba de confianza hacia usted —dijo Bruno abriendo el maletero—, le conmino a que registre mi vehículo y también, si quiere, me puede cachear a mí, para que vea que no tengo nada que ocultar.

La actitud del alcalde le pareció un poco infantil al inspector, o por lo menos ingenua. Le recordó a los chiquillos que demostraban su inocencia levantando las manos cuando se acercaba la patrulla de policía. Su semblante se tornó serio.

—Señor Marín —dijo—, por favor, no es necesaria tanta comedia. —Y echó un breve vistazo al interior del casi vacío maletero—. En la policía judicial tenemos otros métodos de trabajo que distan mucho de las toscas maneras de la policía local.

Le llamó la atención un martillo de carpintero que había en medio del enorme compartimento.

Bruno se sintió incómodo. Sus mofletes se sonrojaron ligeramente.

—¿Y ese martillo? Podría ser una prueba para incriminarle —aseguró Eugenio observando el rostro de Bruno, que, al parecer, no esperaba encontrar esa herramienta en su coche.

—¡Vaya! No me acordaba de él —exclamó en una reacción espontánea—. Lo encontré el lunes por la tarde en esta misma calle —dijo señalando—, y lo metí en el maletero sin darle más importancia. Pensé en dejarlo en el ayuntamiento, tenemos una oficina de objetos perdidos, ¿sabe? —La verborrea del alcalde estaba acrecentando las sospechas del inspector. Le pareció que le daba demasiadas explicaciones, hecho del que se dio cuenta Bruno—. ¡Vaya! Ahora me siento culpable con tanta explicación, ¿verdad? Pero lo que le he dicho es cierto —afirmó cogiendo el martillo y sacándolo del maletero.

Bruno se secó de nuevo el sudor con la palma de la mano.

—¿Sabe que a la niña la mataron de un martillazo en la cabeza? —preguntó Eugenio jugando todo a una carta.

La respuesta del alcalde era vital.

—Puede examinar este martillo las veces que quiera —respondió exaltado, soltando saliva por la comisura de los labios—. ¿Quién se cree que es usted, me está acusando, inspector?

Eugenio no se esperaba esa reacción. No lo estaba acusando, solo había establecido una relación simple entre el asesinato de la chica y la posible arma del crimen. Aún no estaba el informe forense y el establecimiento de las causas de la muerte no se habían concretado, pero tomaba cuerpo lo de la fractura cráneo-encefálica producida por un objeto contundente.

—Me ha decepcionado —añadió el alcalde—. Maigret hubiera llevado la investigación de otra forma.

Eugenio recapacitó unos instantes.

—Le pido disculpas, señor Marín. —El veterano inspector sabía que era mejor tener de su parte al alcalde de Roquesas y no ganarse enemigos innecesarios—. No era mi intención acusarle, de hecho, no lo estoy haciendo. Para ser sincero, creo en su versión sobre cómo llegó el martillo hasta el maletero de su coche, no me lo hubiera enseñado de haber sido el arma homicida y haberla puesto usted ahí.

Bruno se tranquilizó.

El inspector sabía que, a causa de esa pequeña discusión, se había cerrado una vía de investigación bastante importante. No podría volver a nombrar el asunto del martillo, ni vincular este con el alcalde en ningún otro momento. Posiblemente se trataba de una estrategia del sudoroso alcalde de Roquesas de Mar para desechar cualquier sospecha sobre él.

—Hola —dijo el oficial Santos, que acababa de salir del bosque de pinos.

—Es mi colaborador Santos Escobar —lo presentó Eugenio—. Este es el señor Bruno Marín, alcalde de Roquesas de Mar.

Santos se dio cuenta del disimulado guiño que le hizo el inspector.

—Encantado —tendió la mano el alcalde no sin antes haberse secado el sudor en la pernera del pantalón.

Santos no hizo ningún comentario sobre las posibles pruebas encontradas en el bosque, prefirió callar después de haberse percatado de la señal de Eugenio.

—Me ha decepcionado, inspector —repitió Bruno.

Eugenio no lo entendió, y mucho menos Santos.

—Perdón —articuló el ajado policía—. ¿A qué se refiere?

—Maigret siempre trabajaba solo, y veo que usted tiene un ayudante.

Los dos agentes se miraron.

—Tiene razón —recapacitó Eugenio siguiendo la broma del alcalde—, pero yo no soy tan listo como el comisario Maigret y necesito la impagable ayuda del oficial Santos —explicó mientras guiñaba un ojo a su ayudante, que no entendía nada.

—¿Sabe usted quién fuma en pipa aquí en Roquesas de Mar? —preguntó Santos para asombro del inspector, que no esperaba esa pregunta por parte de su ayudante, y desconcierto del alcalde.

—Ya entiendo —dijo este—, lo dice por Simenon, él siempre fumaba en pipa —aseveró, pensando que la pregunta era en relación al escritor de novelas policiacas.

—No, no es por eso, es simple curiosidad. Los fumadores de pipa están en clara recesión respecto a los consumidores de cigarrillos —argumentó Santos—. En un pueblo tan pequeño la cantidad de personas que aspiren de una buena cachimba serán muy pocos y reconocibles, ¿no?

—Pues tienes razón —el alcalde tuteó al oficial al percatarse de su juventud—, el más famoso fumador de pipa que hay por aquí es el doctor Montero, Pedro Montero, es cirujano del hospital San Ignacio de Santa Susana. Un hombre muy respetable.

—¿Qué marca de tabaco fuma ese señor? —quiso saber el oficial, volviendo a sorprender a sus dos interlocutores.

Eugenio prefirió no interrumpir.

—Solo hay un estanco en Roquesas, está en el pueblo —indicó Bruno señalando hacia la población—. Allí contestarán mejor a su pregunta. —El alcalde denotó incomodidad por las preguntas del oficial y por la permisividad del inspector.

—Hoy está cerrado —observó Montoro al acordarse de que era domingo—. Mañana preguntaremos. ¿Conoce a Aquilino Matavacas Repaso? —preguntó.

—No se preocupe por el estanco, los dueños viven dentro —respondió Bruno Marín—, seguro que si llama al timbre le abrirán la puerta, esto es un pueblo —argumentó por si le quedaba alguna duda a los agentes de la capital—. Respecto a su pregunta, la respuesta es sí, conozco a Aquilino, es el médico de Roquesas, el único —especificó abriendo la puerta del coche para subirse—, y su segundo apellido es Raposo, y no Repaso —puntualizó.

El interés que tenían los agentes era por un informe de la Brigada Central de Delitos Tecnológicos, en el cual se ponía de manifiesto las inclinaciones pedófilas del maduro médico de Roquesas de Mar. Dentro de las diferentes vías de investigación del caso de Sandra López no había que descartar ninguna opción posible. Los sospechosos que barajaban los expertos policías eran, por este orden: Álvaro Alsina Clavero, presidente de Safertine y principal inculpado por el jefe de la policía municipal. Aquilino Matavacas Raposo, médico de Roquesas y pedófilo, por lo que la Brigada Central de Policía Judicial sostenía que era susceptible de haber violado a la niña y el asesinato se podía haber producido como consecuencia de un intento del doctor por escapar o por temor a ser reconocido. Hermann Baier, el alemán refugiado de la Segunda Guerra Mundial y que, según un magnífico dosier facilitado por la Central de Información Exterior del Departamento de Defensa, Tod, que era su nombre en clave cuando estaba en Berlín, encajaba en el perfil de asesino y violador de jovencitas. Los policías de Madrid habían venido a Roquesas de Mar dispuestos a encontrar al culpable del horrible crimen, y el hecho de que fueran ellos los encargados y solo ellos y no llevara el asunto la propia policía de Santa Susana, que también tendría competencias para ello, era simplemente porque uno de los sospechosos era el propio jefe de la policía local: César Salamanca Trellez, que según un informe del CIN había estado en el bosque de pinos la noche en que mataron a la niña. Pero esos hechos no eran conocidos por el alcalde, evidentemente.

—¿Dónde vive el doctor Matavacas? —preguntó Eugenio a Bruno Marín, que acababa de arrancar el coche y se disponía a irse.

—En la calle Replaceta —respondió—, en el número ocho. No tiene pérdida, está al principio del casco antiguo del pueblo.

—Gracias —contestaron los dos agentes al unísono.

Bruno Marín se marchó de la calle Reverendo Lewis Sinise. Lo hizo lentamente, cómo si no quisiera llamar la atención. Los dos agentes vieron como su coche se perdía por la esquina de la calle y desaparecía tras la última casa de la urbanización.

—¿Qué opinas? —preguntó Santos a su superior, que sostenía el estuche metálico con las pruebas encontradas en el número 16 de la calle.

Hubo un silencio y luego Montoro dijo:

—Que debemos añadir un nombre más a la lista de sospechosos.

Los agentes de Madrid, que no querían perder tiempo, se acercaron a la casa de Aquilino Matavacas Raposo, en el casco antiguo de Roquesas. Fueron con la intención de preguntarle por la niña asesinada y su relación con ella. No querían andarse con rodeos y sabían que, tras formular esa pregunta y acosar un rato al médico, este, en caso de ser culpable, se vendría abajo y les diría lo que querían saber. Pero al llegar delante de la casa cambiaron de opinión y se dirigieron a la rotonda, donde les esperaba el taxi, y regresaron a Santa Susana. El motivo de semejante cambio de rumbo fue que se encontraban cansados y un enfrentamiento verbal con el médico, el cual estaba en la lista de sospechosos, requería la máxima viveza mental.

—Ya es suficiente por hoy —dijo el inspector—, tenemos tiempo hasta el miércoles y conviene descansar. Mañana empezaremos la investigación en serio. —Y el oficial sacó el teléfono móvil para llamar a Salamanca y decirle que lamentaba no poder acudir a la cita que tenían con él.

—Nos ha surgido un imprevisto y, si le parece bien, nos podríamos ver mañana lunes —le dijo al jefe de la policía local.