A las cinco de la tarde del sábado 12 de junio, Irene Alsina Pérez bajó del tren en la estación de Santa Susana. En el andén la esperaba Natalia Robles Carvajal, la chica que hizo tándem con ella y con Sandra López. En tiempos fueron excelentes amigas. Natalia estaba sentada en el oxidado banco de hierro que había debajo del reloj de la estación. Sobre sus rodillas sostenía un libro de Gabriel García Márquez: Cien años de soledad. La chica vestía un vaquero ajustado, mocasines blancos y una camiseta de tirantes beis con el dibujo de una mano abierta plasmado en el peto. Pelo muy corto, ausencia de pendientes y poco pecho la conformaban como un chiquillo que esperara a su novia para ir al cine.
—Hola —dijo Irene agachándose para dar un beso en la mejilla a su amiga—. ¿Hace mucho que esperas? —preguntó mirando el libro.
—¡Qué va! —respondió Natalia mientras le devolvía dos sonoros besos en los sonrosados mofletes de Irene—. Justo me acabo de sentar. ¿Cómo estás tú?
Natalia era una chica muy cariñosa y así lo demostraba con todos sus amigos. Mientras hablaba solía toquetear la ropa de su interlocutor de una forma maquinal, sin darse cuenta. Eso le gustaba a Irene, es más, la hacía sentirse cómoda.
—Estoy bien —respondió mientras caminaba hacia el exterior de la estación—, aunque no consigo olvidar el tema de Sandra. ¡Qué palo, tía! —exclamó cogiendo la muñeca de su amiga, que casi no había terminado de guardar el libro de García Márquez en su mochila tejana.
—Yo no pienso en otra cosa —replicó Natalia posando la mano sobre la de Irene—, desde que me dijiste que la encontraron muerta no he vuelto a Roquesas —afirmó cogiendo por la cintura a su amiga.
—Muerta —lamentó Irene—, nunca pensé que pudiera oír esa palabra para referirnos a nuestra querida Sandra.
Las dos chicas se abrazaron y volvieron a besuquearse la cara.
—¿Has contado a tus padres lo que pasó la noche del viernes cuatro de junio? —preguntó Natalia—. Fue la última vez que la vimos con vida.
—No, no he contado nada, ni siquiera al jefe de policía. Lo único que conseguiría sería complicar más las cosas —explicó mirando hacia atrás y cerciorándose de que nadie las escuchaba.
—¿Ni a tu madre?
—Ni a ella.
—De todas formas —dijo Natalia—, ¿qué importa eso ahora?
—Pues no sé cómo están las cosas estos días por el pueblo —aseveró sacando de la mochila, que aún no se había descolgado de la espalda, un paquete de tabaco rubio—, pero quizá tengas razón en lo que dices. De hecho, y bien mirado, no creo que aquello tenga importancia ya.
Irene hizo una mueca de conformidad.
—¿Se sabe quién es el asesino? —preguntó Natalia poniéndose un cigarrillo en la boca.
—No se sabe nada —respondió la hija de los Alsina—, o por lo menos a mí no me han dicho nada. Me interrogó el jefe de policía… bueno, eso ya lo sabes. Le conté lo que habíamos convenido la última vez que hablamos.
—¿El qué?
—Pues eso, que Sandra me acompañó hasta la puerta de mi casa. Que una vez allí, y tras intercambiar cuatro palabras, nos despedimos y ella volvió sola al pueblo, donde estaban celebrando las fiestas. Es eso lo que pasó, ¿verdad?
—Ya sabes que yo nunca te ocultaría nada —dijo Natalia—. Es todo tal y como te dije. Después de dejarte para que te fueras a tu casa, estuvimos las dos besándonos en el bosque de pinos.
A Irene le molestó oír eso de nuevo.
—No sé el rato que pasó —continuó Natalia—, pero Sandra acabó con los pantalones bajados y yo desnuda al lado de ella. Sabes que las dos estábamos muy enamoradas. Me encantaban sus caricias, sus mimos, sus besuqueos. Mientras nos tocábamos oíamos la música proveniente de la fiesta del pueblo.
—Eso ya me lo habías dicho —la cortó Irene visiblemente conmocionada.
—Solo quiero que te quede claro que nunca te mentiría. Aquella fue la mejor noche de mi vida. La mejor noche de nuestras vidas —precisó, refiriéndose a Sandra y a ella misma—. Si me ofrecieran la oportunidad de parar el tiempo en un momento determinado y repetir ese momento para siempre, elegiría sin duda aquel viernes.
—Yo, por mi parte, no he dicho nada a nadie de aquello. Creo en lo que me cuentas —aseveró mientras caminaban por la plaza principal de Santa Susana.
Se sonrieron.
—¿Cuando te fuiste no viste a nadie? —preguntó Irene.
—A nadie —afirmó Natalia—. Habíamos bebido bastante, ¿te acuerdas? Me vestí, le di un beso en la boca a Sandra y me marché de allí en dirección a la estación.
—¿Cómo es que no fue contigo?
—Se lo pedí, le rogué que me acompañara. Le dije que a las cinco de la mañana salía el primer tren hacia Santa Susana.
—¿Por qué no quiso ir contigo?
—Ya te lo dije —replicó Natalia—, prefirió quedarse en el bosque.
—Qué extraño.
—Ella era así, ya la conocías. Estaba semidesnuda encima de la hierba. No pensé que en Roquesas pudiera pasar nada. Me dolía la cabeza, la borrachera empezaba a remitir y no tenía ganas de discutir, así que me levanté…
—¡Vale! Ya sé la historia —la interrumpió Irene encendiendo otro cigarrillo—. No hace falta que lo vuelvas a contar. ¿Quién coño pasaría por allí a esas horas? ¿Quién pudo hacerle eso?
—Lamento haber tenido que pedirte que no dijeras nada de mí —se sinceró Natalia—, y agradezco mucho que me creas. No te puedes imaginar las complicaciones que tendría si la policía supiera que fui la última persona que vio a Sandra con vida…
Irene se paró en seco y la miró a los ojos.
—Bueno —aclaró—, yo y el hijo de puta que la mató. Es mejor que nadie sepa nada de las relaciones entre Sandra y yo —afirmó cogiendo las muñecas de su amiga.
—¿Quién crees que fue? —preguntó la hija de los Alsina bajando la voz y cerciorándose de que nadie las escuchase—. A Roquesas viene mucha gente en verano, pero yo estoy convencida de que fue alguien del entorno del pueblo, algún vecino, posiblemente —aseveró cuando se acercaban a una pastelería que había en la calle Galicia—. La violaron, la mataron, la golpearon, le deformaron el rostro…
—¡Quieres callarte, por favor! —chilló Natalia—. Estamos hablando de la persona que más he querido en mi vida, ¿entiendes?
—Perdona, a mí me afecta tanto como a ti.
—Mira —replicó Natalia sacando el monedero de su mochila—, yo creo que fue Hermann Baier, ese nazi alemán —afirmó mientras señalaba una ensaimada del aparador—. Esa —le dijo a la dependienta que justo salía del interior del obrador.
—¿Hermann?
—Estoy convencida.
—Pues yo me inclino más por Bartolo Alameda —argumentó la hija de los Alsina mordisqueando un cruasán.
—¿Por qué?
—Es un salido. ¿Te has fijado cómo nos mira cuando nos ve por el paseo marítimo de Roquesas?
—¿El tonto del pueblo? —preguntó Natalia—. Ese se follará a las cabras, pero no creo que sea capaz de haber asesinado a Sandra.
—Pues el viejo Hermann no creo que tenga fuerza como para violar y matar a pedradas a una chica —replicó Irene—. No creo que con noventa y un años sea capaz de forzar a nadie.
—¿Y si no ha sido una sola persona? —planteó Natalia mientras comía la azucarada ensaimada—. Igual fueron Bartolo y el alemán, los dos juntos. El primero la violó y el segundo la mató —expuso la chica, chupándose los dedos llenos de azúcar.
—Es posible que haya sido un asesinato cometido entre varias personas. Pues entonces será más fácil atrapar al asesino.
—¿Por qué?
—Porque cuanta más gente haya implicada, más posibilidades de que alguien se vaya de la lengua.
Las dos se guiñaron el ojo a la vez.