50

Ya era la una del mediodía cuando Álvaro Alsina Clavero se encontró aparcando su Opel Omega en la calle Reverendo Lewis Sinise. Lo dejó delante de su casa, en el número 15, como siempre.

«Qué piensen lo que quieran los vecinos», se dijo mientras bajaba del vehículo y lo cerraba con el mando a distancia.

Había quedado para comer con su mujer, los dos tenían mucho de que hablar y mucho que escuchar. Había llegado la hora de la transparencia total, de sincerarse, de confiar uno en el otro. No había más alternativa, el ocaso se avecinaba sobre la familia Alsina y la única salvación de Álvaro era encomendarse a su esposa, creer en ella y conseguir que ella creyera en él.

Entró por el garaje, como siempre. Desde allí se llegaba antes al comedor. El Renault Twingo aparcado en su interior confirmó la presencia de Rosa. La puerta del trastero se encontraba abierta y la luz encendida. En la destruida libreta de anillas donde anotaba sus problemas, en el punto 7 había puesto a Rosa como posible sospechosa del asesinato de Sandra. Pero ahora pensaba que ella no había podido ser. Que ella era su mujer, con la que se casó enamorado, a la que quiso y a la que quería. Nunca pensó que pudieran tener dificultades.

Álvaro subió la escalinata que separaba el garaje de la primera planta, donde estaba el comedor. Al llegar arriba se encontró de bruces con Rosa.

—Hola —dijo ella, ataviada con un chándal azul y unos guantes de látex enfundados en las manos—. ¿Cómo estás?

Se acercó a Álvaro como si no pasara nada, como si nunca hubiera pasado nada entre ellos y ofreció sus sonrojados labios para besarle en la boca.

Álvaro aceptó y se dieron un callado beso de bienvenida.

—Estoy bien, un poco cansado —dijo después—. Esta semana se me está haciendo muy larga. ¿Estás limpiando el trastero? —preguntó al ver el atuendo de su mujer.

A Rosa le pareció una pregunta tonta, pero puesto que de alguna forma se tenía que iniciar la conversación, respondió:

—Sí. —Y se sacó el guante de la mano izquierda—. ¿Tienes hambre? En un momento acabo lo que estoy haciendo y comemos.

—Huele bien —comentó Álvaro mirando hacia la cocina.

—Es tu plato preferido.

—¿Y los niños?

—Están en sus cosas, no te preocupes —repuso Rosa; Álvaro seguía en la entrada del comedor, con la puerta abierta de la escalera del garaje a su espalda—. Ahora solo importamos tú y yo.

Álvaro se quedó ensimismado. Sonrió.

—Vuelvo enseguida —dijo Rosa—. En cuanto cierre el trastero.

Rosa ya bajaba por la escalera cuando Álvaro le preguntó:

—¿Crees que maté a Sandra?

Su mujer se detuvo en el segundo escalón y volvió la cara para mirarle a la altura del pecho. Sus ojos evitaron cruzarse con los de él.

—¿De verdad lo crees? —insistió.

—Estoy segura de que no —afirmó.

Álvaro suspiró.

—Las cosas que no nos sirven se guardan en los desvanes —dijo ella mientras seguía bajando las escaleras—. De vez en cuando es bueno hacer limpieza, es un ejercicio sano de higiene y pulcritud —elevó la voz para que Álvaro pudiera oírla desde el comedor—. Deberíamos hacer lo mismo con nuestra conciencia —añadió.

—Limpiarla —musitó Álvaro.

Desde el comedor olió el magnífico estofado que humeaba en la cocina. Se acercó hasta allí. Su hogar le parecía un lugar desconocido, la luz era diferente y, aunque los muebles eran los de siempre y estaban en el mismo sitio, se notó extraño. Levantó la tapa de la cazuela de barro. Solomillo con setas, su plato preferido. Miró alrededor y clavó los ojos en un botellero de madera regalo de su suegra. Sacó un tinto de 1986.

—¡Qué buen año! —dijo en voz alta, y reflexionó sobre eso.

«Deberían dejarnos escoger la época de nuestra vida donde pudiésemos detenernos para siempre», pensó abriendo el primer cajón de la mesa de la cocina en busca de un sacacorchos.

La cocina tenía un extraño olor a soledad. Del armario de madera que había encima del fregadero sacó un par de copas de cristal de Bohemia, regalo también de doña Petra, la madre de Rosa. Los pasos de su mujer, que regresaba del trastero, lo conmocionaron.

—Ya puedes servir el vino —dijo ella mientras entraba en la cocina—. ¿Te quieres duchar?

—No es necesario —respondió Álvaro, extrañado.

—Ya he terminado. Había pocas cosas que bajar al trastero —indicó señalando la puerta del garaje.

Todo eso le parecía a Álvaro Alsina una parábola insulsa. Sentíase como si Rosa quisiera decirle algo a base de metáforas: bajar al trastero, desechar lo que no sirve, olvidar el pasado. Parecía que su mujer fuese a hacer una limpieza de conciencia acerca de todo lo que disturbaba la decaída moral familiar.

—¿Comemos en la cocina? —preguntó ella levantando la tapa de la cazuela y removiendo su contenido con una cuchara de madera.

—Me parece bien —respondió él mientras sacaba un cigarrillo del bolsillo de la camisa.

La tensión entre los dos se fue rebajando lentamente.

—¿Sabes que me voy a quedar sin la empresa de mi padre? —preguntó a su mujer en lo que más bien parecía una afirmación.

Álvaro no pudo evitar observar la fabulosa figura que ofrecía Rosa, incluso con aquel chándal tan antiestético.

Ella terminó de remover el estofado y dijo:

—Si es por el asesinato de Sandra —replicó—, no te preocupes.

Álvaro la miró confundido.

—No tienen pruebas para inculparte —afirmó—. Además, y respondiendo a la pregunta que tanto te inquieta, estoy segura de que tú no has sido. Y los niños —añadió— piensan lo mismo que yo.

—No es por eso, Rosa. —Álvaro encendió el cigarrillo—. Ese no es el motivo de la posible pérdida de la empresa.

Rosa le preguntó con los ojos.

—Hay muchas cosas de las que no hablamos, aspectos de mi vida que no te he contado.

Hubo un silencio.

—Yo tampoco, Álvaro —manifestó ella mientras se disponía a servir la comida en dos platos llanos de stoneware, un material hecho de una arcilla más gruesa que la porcelana china y también regalo de doña Petra—. Pero tenemos tiempo.

—Cuando era más joven… —Hizo una pausa—. Bueno, quiero decir, hace tiempo cometí un error muy grave. Era la época en que estaba enganchado al juego, ¿recuerdas el tratamiento para los nervios de Madrid? —Rosa asintió con la cabeza—. Pues no era eso exactamente, fue para desengancharme del vicio ludópata que me consumía las entrañas. Durante años tuve una necesidad imperiosa de jugar. No te quiero agobiar contando cómo empezó todo, pero de las máquinas pasé al bingo y luego a las timbas de cartas. La pérdida constante de dinero me llevó a intentar recuperarlo jugando más y más y más. No sé qué me pasó, pero siempre tenía que estar apostando.

Álvaro buscó en los ojos de Rosa algún atisbo de repulsa. Su silencio le alentó a proseguir.

—No quiero buscar excusas acerca de por qué jugaba, el caso es que antes de decidirme a tratar mi adicción como una enfermedad, pasó algo que me hizo replantearme mi vida, algo que fue el cenit de mi descalabro como persona. Una noche…

—¿Más o así está bien? —interrumpió Rosa, que estaba sirviendo el solomillo en el plato de Álvaro.

—Está bien —respondió—. Una noche, como te digo, jugamos una timba en el local donde trabajaba César Salamanca de camarero, el garito de Hermann Baier, el bar Oasis. Bueno, ya sabes dónde quiero decir.

Rosa asintió con la cabeza.

—Entre los participantes de la timba estaba José Soriano…

—¿El gitano?

—Sí, sí —replicó él, molesto por la interrupción—, no conozco a otro José Soriano Salazar. Él siempre fue un habitual a las timbas del Oasis. Como todos nosotros. Casi todas las noches de los sábados coincidíamos allí un grupito de asiduos al juego. Cenábamos unos bocadillos y después nos sentábamos alrededor de una mesa entre vasos de ron y whisky. Aquella noche yo tenía una buena mano, ya sabes que siempre suelen decir eso los jugadores, ¿no?

Rosa sonrió.

—El caso es que no disponía de dinero en efectivo para hacer frente a la apuesta. Ya no me quedaban ahorros que gastar ni amigos a los que pedir, pero estaba tan seguro de las cartas que sostenía entre mis temblorosas manos que opté por jugármelo todo… incluyendo mi futuro, que fue lo único que se me ocurrió en ese momento. Si hubiera apostado mi pasado también lo habría perdido… «¿Tu apuesta?», me preguntó José Soriano viendo que dudaba.

«La empresa de mi padre», le dije.

—Los demás abrieron unos ojos como platos. Se rieron pensando que bromeaba, pero la mirada del gitano no dejaba resquicios para la burla.

»“Poco es —dijo entonces el gitano—, habrás de jugarte también los terrenos de la empresa”.

»Yo creí que no me tomaba en serio, así que le concreté más mi apuesta: “Vamos a ver —le dije— en esta mano me juego la empresa Safertine con todo lo que en ella hay incluida, quiero decir trabajadores, terrenos, maquinaria, clientes…”.

—Álvaro, ya está bien —dijo Rosa, conminándolo a que no continuara hablando.

—El gitano quiso seguir jugando y para ello se aprovechó del abogado Nacho Heredia Montes, que también estaba presente aquella noche. Como la cosa iba en serio, José Soriano puso todo el dinero de su apuesta sobre la mesa y Nacho, actuando como mediador, confeccionó un documento, que firmamos los tres, donde se especificaban claramente los detalles de la apuesta. En caso de que yo perdiese, decía, la empresa heredada de mi padre pasaría a manos del gitano. Pero el bueno de Nacho quiso echarme una mano, en tan osado desafío, e incluyó una cláusula que rezaba que para que la transmisión de la empresa se llevara a cabo, en caso de perder, yo debía ser condenado por algún delito grave.

—¿Y eso? —preguntó Rosa.

—Mira, pues no lo sé. Pero el caso es que eso es lo que ofreció como garantía el abogado y los dos aceptamos. Yo nunca creí que fuese a ser condenado por un delito grave. Es más, incluso José Soriano preguntó qué tipo de delitos y Nacho le respondió que cualquiera tipificado en el Código Penal.

—¡Dios mío, Álvaro! —exclamó Rosa con el rostro desencajado—. Ahora se ha producido la condición —dijo—. Esto parece una trampa tejida maliciosamente para quitarte tu empresa.

—Sí, ya he pensado que todo esto es demasiado enrevesado como para que sea fruto del azar. Pero de no remediarlo, todo lo que tengo… todo lo que tenemos pasará a manos del gitano.

—Pero Álvaro, ¿qué valor puede tener un documento escrito en una timba de mala muerte, en un tugurio como el bar Oasis, que era casi como el infierno?

—Está firmado y refrendado por un abogado —explicó Álvaro.

—Pero ¡qué tonterías son esas! Por favor, Álvaro, reacciona, no tienes por qué entregarle tu empresa a ese gitano, de ninguna de las maneras. En todo caso, y si fueses condenado por el asesinato de la niña, cumplirías tu condena y…

—¿No habías dicho que me creías inocente? —la interrumpió.

—Sí, creo en tu inocencia, pero eso no tiene nada que ver con que seas o no condenado. Lo que te estoy diciendo —argumentó viendo que su marido recelaba— es que yo creo que no mataste a la niña, pero que en caso de que te condenaran por eso, de ninguna manera debes consentir en ceder tu empresa a ese gitano.

Se miraron a los ojos.

—Se está enfriando la comida —añadió Rosa.

Una mueca de Álvaro le indicó que había perdido el apetito.

—Sé que estás enfadada conmigo por lo de Elvira y Sonia…

Su mujer le agarró las muñecas.

—Elvira, Sonia, Sandra, Pedro Montero… ¿Qué más da, Álvaro? Lo hemos dejado todo en el trastero y allí es donde permanecerá para siempre.

Álvaro la miró con sorpresa.

—Sí, todo está allí encerrado y desterrado, y la próxima vez que lo abramos será para arrojarlo a la basura. Es de vital importancia que sepamos arrinconar las cosas que nos hacen daño, que nos atormentan. No abras esas cajas ahora, ya las hemos enterrado para siempre.

—La casa de enfrente… —insistió Álvaro, yendo a su principal problema.

—La casa de enfrente está ahí —replicó Rosa señalando hacia la ventana donde se podía ver la fachada de la obra—. Es una casa, Álvaro, nada más. Solo eso, ¿entiendes? Si te molestan los nuevos vecinos, únicamente tienes que bajar las persianas.

Álvaro quiso decirle que la casa de enfrente la habían construido para espiar al alcalde, lo cual le parecía una memez, o para espiarlo a él, lo que no tenía sentido. Harto de tanto pensar y visiblemente cansado, prefirió zanjar aquella conversación estéril. No dijo nada más.

Rosa le dio un beso en la frente.

—Todo se arreglará —le dijo—, confía en mí.

Se colocó tras él, que seguía sentado en la silla, y se dispuso a darle un masaje en los hombros. Eso siempre le tranquilizaba. Él miró a través de la ventana y vio las obras de la casa de enfrente. Los rayos del sol vespertino aporreaban con descaro su fachada, resaltaban el brillo de la valla que la cercaba. Álvaro se sintió tranquilo pero al mismo tiempo continuaba albergando un recelo insidioso por las últimas palabras de su mujer que, al mismo tiempo que lo apaciguaban, le hacían creer que ella sabía más de lo que decía. Pero el acosado presidente de Safertine no estaba en disposición de elegir, y su salvación pasaba por confiar totalmente en alguien si quería salir del atolladero. En ese caso, Rosa, su mujer, era la mejor opción.

—No hemos comido nada al final —dijo ella.

—Se me ha empequeñecido el estómago con los problemas.

Y ella volvió a besarlo en la frente.