Aprovechando que Silvia Corral Díaz, la guapa secretaria de Safertine y eficiente agente secreto, tenía fiesta los viernes por la tarde, se reunió con sus jefes en la sede principal del Centro de Inteligencia Nacional. La habían citado a las cuatro, pero sobre las tres y media ya estaba sentada en el cómodo tresillo que presidía la sala de espera del director Segundo Lasheras.
Vestía ropa informal: pantalón vaquero ajustado; lo que resaltaba su espléndida figura, camisa de seda beis y zapatillas de tenis blancas. La acompañaba su sempiterno bolso de piel marrón, donde portaba los documentos fruto de su investigación en la empresa de Álvaro Alsina.
—Puede pasar —dijo el serio director al asomarse por la puerta de su despacho—. ¿Hace mucho que aguarda? —preguntó dándose la vuelta sin esperar a que Silvia entrara en el despacho—. Cierre la puerta, por favor —indicó mientras caminaba hacia su mesa sin mirar atrás.
Segundo Lasheras era la mejor persona que podrían haber escogido para el cargo de director. Hombre serio donde los hubiere, no tenía ningún vicio conocido: no fumaba ni bebía, ni frecuentaba locales de alterne. Excelente padre de familia: mujer y dos hijos, niño y niña de quince y veinte años; su mujer, guapa, a pesar de tener ya cincuenta y cinco años; los hijos, unos excelentes estudiantes. Segundo tenía ahora sesenta años y aunque su rostro los aparentaba, su forma de moverse y su esbelta agilidad le daban el aspecto de un hombre veinte años más joven. Doce años en las fuerzas especiales, donde había alcanzado el rango de capitán. Una década en la Guardia Civil y quince años al servicio del espionaje nacional e internacional, conformaban el mejor jefe que había tenido nunca el CIN Regional.
—Tome asiento —le indicó a Silvia, que acababa de entrar en el despacho y había cerrado la puerta tras de sí—. ¿Cómo marcha todo? —preguntó mientras apretaba uno de los botones del complicado teléfono de sobremesa—. No quiero que nos moleste nadie —dijo al ver que Silvia se percataba de ello.
—¡Bien! —respondió ella mientras apoyaba el bolso sobre su regazo para extraer el sobre con los documentos birlados a Safertine.
—¿Cree que el señor Alsina está al corriente de la manipulación de las tarjetas de red? —preguntó el director sin mirar los papeles que Silvia puso encima de su mesa.
—Pues no lo sé —respondió después de pensar un poco—. Hay mucha gente trabajando en la empresa —afirmó—, no podría aseverar al cien por cien que Alsina sea culpable.
—Una cosa son empleados y otra bien distinta ejecutivos —puntualizó Segundo Lasheras y por fin miró la carpeta que había traído Silvia.
—No puedo asegurar que Alsina sea el único implicado. Piense usted que tiene un director y un jefe de producción por debajo de él, y que…
—Disculpe —la interrumpió el director del CIN—, ¿ha simpatizado usted con alguien de esa empresa? —formuló una pregunta elemental que Silvia Corral sabía que era de academia de policía.
—No, señor. Sé adónde quiere ir a parar con esta pregunta —aseveró intentando evitar que el director del CIN la llevara a su terreno—. Pero… ¿puede usted garantizar que todos sus agentes son honrados? —añadió la guapa espía.
Segundo Lasheras cogió aire para disimular una sonrisa.
—Touché! —dijo—. Mi querida secretaria —agregó, tranquilizando a Silvia después de su atrevimiento—. Entiendo lo que quiere decir. En ese caso habrá que investigar al director de Expert Consulting, el tal Juan, y también al jefe de producción de Safertine… Diego, ¿verdad?
—Así es —confirmó Silvia, asombrada ante la capacidad de memorizar nombres que tenía el director del servicio secreto, ya que aún no había leído los documentos que ella había dejado sobre la mesa—. Lo que ocurre es que tenemos poco tiempo —lamentó.
—Es cierto, el lunes catorce se cierra el contrato con la Administración —ratificó Segundo Lasheras—, y en un fin de semana poco se puede hacer. En caso de que le condenen por el asesinato de la niña, el contrato con el gitano José Soriano le inhabilitará como presidente de la empresa.
—¿Y la manipulación de las tarjetas? —preguntó Silvia, sorprendida de que el director supiera lo del contrato de Álvaro y el gitano sin haber abierto la carpeta que descansaba sobre la mesa.
Lo que Silvia ignoraba era que precisamente el servicio secreto había enviado a Juan Hidalgo una copia de los documentos que inhabilitaban a Álvaro Alsina como presidente de Safertine en el caso de que fuera condenado en algún proceso judicial, poniéndolo así al corriente de la relación que había mantenido con José Soriano Salazar, el traficante que «heredaría» la empresa y todos sus bienes.
—Eso no nos preocupa, señorita —Segundo Lasheras apretó otro botón del enrevesado teléfono, señal de que quedaba poco tiempo de reunión—. El acuerdo con el gobierno no existe, es un señuelo para obligar a la presa y hacerla salir de su escondite.
Silvia esbozó una mueca de incomprensión intentando que el director fuera más explícito. Pasados unos segundos incómodos y viendo que este no se decidía a ponerla al corriente, optó por seguir callada y esperar a que se explicara.
—Su trabajo en Safertine ha concluido —afirmó él sin más—. El lunes por la mañana será dada de baja en la Oficina de Empleo y permanecerá en la sede central hasta que le sea asignado otro destino.
—Pero… —Silvia se quedó sin palabras— yo pensaba que…
—A usted le pagan para trabajar, no para pensar —interrumpió el director con la típica frase de jefe grosero y pedante—. La investigación sobre Álvaro Alsina respecto al asesinato de la chica es un tema que compete a la policía judicial. El servicio secreto no tiene nada que hacer ahí, ¿entiende? Con los datos que han recabado nuestros agentes —pluralizó, por lo que Silvia supuso que había más de un infiltrado en Safertine y Expert Consulting—, tenemos suficiente para cerrar la empresa objeto del seguimiento. —Era la forma de denominar a las labores de investigación continuada sobre una compañía—. La semana que viene cambiará la dirección de Safertine y de Expert Consulting —concluyó—. El gobierno de la nación no puede permitir que se trabaje para el terrorismo internacional. La Administración nombrará, mediante un laudo, a un presidente provisional que se hará cargo de la dirección de Safertine.
—¿Y el gitano? —preguntó Silvia, que no sabía qué decir ante el discurso de su jefe.
—Eso ya no es de su incumbencia —respondió Segundo mientras le indicaba, con un gesto de la mano, que la reunión había terminado.
La hasta ahora eficaz secretaria de Álvaro Alsina salió del despacho del director regional del Centro de Inteligencia. Tenía muchas cosas que pensar, muchas que decir, pero la habían entrenado para eso. Un fin de semana de reposo, unos cuantos días de reciclaje en la sede central y muy pronto estaría infiltrada en otra empresa de alguna ciudad donde nadie la conociera. Ella fue quien había encontrado los papeles que imposibilitaban al actual presidente de Safertine en el caso de estar inmerso en algún proceso penal, como estaba ocurriendo esa semana.
Lo que Silvia Corral ignoraba es que la propia dirección del CIN había ordenado que esos documentos llegaran a manos de Juan Hidalgo Santamaría, en una tarea investigadora que intentaba dirimir la responsabilidad del director de Expert Consulting. De todas formas, qué más daba, se dijo mientras trataba de vaciar su mente de los datos de la misión que acababa de concluir.