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Le quitó las ligaduras de las manos a la espalda y desató con cuidado la mordaza de la boca. Ella estaba en el suelo sin apenas poder moverse. Barrió con una escoba un trozo del sótano y extendió una sábana blanca en la parte limpia. Arrastró a la chica por los hombros hasta ponerla en el centro. Con un cubo de plástico y una esponja la limpió con esmero. Ella no dijo nada, ni siquiera lo miró.

—Siéntate —le ordenó.

Ella no recordaba el puf, así que supo que cuando él no estaba lo dejaba fuera. Oteó el espacio que iluminaba la linterna, buscando la pistola. Esa noche no la había traído consigo, ya que por la debilidad de la chica debía de sentirse más seguro. Aunque una joven de dieciséis años poco podía hacer contra un experimentado policía de más de cuarenta.

«Espero que lo primero que me pida sea que se la chupe», pensó.

Estaba decidida a arrancársela de cuajo de un mordisco. Ahora ya tanto le daba, apenas tenía fuerzas para sostenerse en pie y cualquier alimento que le diera sería estéril para su organismo, su cuerpo ya no reaccionaría.

—Bebe un poco —le dijo él acercándole una botella de agua a los labios.

Ella la rechazó con un giro brusco de su cabeza. Pensó que en su estado él no sentiría deseo y la dejaría en paz. Lo vio nervioso, algo no marchaba bien. Ignoraba qué estaba ocurriendo ahí fuera, pero sabía que no podía estar escondida indefinidamente, algún día la encontrarían. Y si la mataba, ¿dónde escondería el cuerpo? Luego se lamentó de haber pensado eso, ya que una vez que la volvió a atar y ponerle la mordaza en la boca, regresó con un pico y una pala.

—Al lado de aquella pared —dijo él, como pensando en voz alta—, allí será más blando.

Y se puso a cavar un agujero en el suelo.