Después de tres días de no verlo, casi se sintió dichosa. Pero el hecho de que su raptor no viniese tampoco era buena noticia, al contrario, podía significar su muerte por inanición. Había perdido varios quilos y la suciedad campaba por el minúsculo sótano sin que ella pudiera hacer nada para remediarlo. Tenía sangre en las muñecas de los intentos inútiles de cortar las cuerdas con un saliente del ladrillo y las piernas apenas las sentía por la inmovilidad de los días de cautiverio. Sin más esperanza que alguien la sacase de allí, optó por gritar como mejor pudiera. De su garganta solo salió un gutural sonido que se escapaba por la comisura de la mordaza, pero de haber alguien cerca bastaría para que la oyera. Mientras bramaba empezó a saltar sobre el cimentado suelo. No sabía si era el sótano o debajo podía haber alguien. Luego se dio cuenta de las tonterías que le pasaban por la cabeza: estaba segura de que bajo sus pies no había nada más que cemento y más cemento. Dio varios golpes con el hombro derecho y luego con el izquierdo contra la puerta. Esta era de hierro o acero, ella no lo podía saber, y el armazón apenas se inmutaba con los leves empujones de la chiquilla. Uno de los hombros se le dislocó, pero era un mal menor comparado con lo que le esperaba: la muerte más horrenda. La chiquilla, ya de por sí delgada, empezaba a entrar en una anorexia sin retorno, pero a ella le daba igual: su único anhelo era salir a la calle y respirar el aire de Roquesas de Mar, encontrarse con sus amigas, abrazar a sus padres…
Oyó unos pasos sigilosos. Se imaginó a varios policías derribando la puerta y sacándola en brazos de aquel agujero, pero su mirada se tiñó de rojo cuando vio que quien entraba en la estancia era su captor. El criminal que la había enterrado viva.
—¡Ah! ¿Estás aquí? —le dijo nada más verla—. No sabes lo que he echado en falta tu culo.