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Eran las once de la noche cuando Elisenda Nieto Manrique, la mujer del alcalde de Roquesas de Mar, Bruno Marín Escarmeta, se encontraba en el despacho de su casa. Su esposo hacía quince minutos que se había echado a dormir. Desde su escritorio podía escuchar los ronquidos que surgían de la habitación de matrimonio. Elisenda cogió el teléfono móvil y envió un mensaje a Juanito, el director de Expert Consulting:

«ESTOY SOLA EN CASA. ¿QUEDAMOS

La desconsolada mujer del alcalde de Roquesas hacía tiempo que no se entendía con su caduco marido. El decrépito Bruno Marín ya no la miraba como cuando se habían casado. Elisenda sentía cómo se le escapaba su juventud por la rendija maltrecha de la vida al lado de un hombre despiadado y celoso. Anhelaba las noches que había pasado con Juan Hidalgo, aquel joven guapo y apuesto que la hacía vibrar de placer cuando la estrechaba entre sus brazos seguros y firmes.

«Veinte años no son tanto», meditó la señora del alcalde mientras rememoraba los encuentros con su amante.

Elisenda Nieto Manrique, una mujer bella, era la menor de cuatro hermanos. Vivían en un barrio marginal de Madrid y sus padres solamente disponían de ahorros para pagar los estudios del hijo mayor. Las tres hermanas tuvieron que trabajar. Ella se colocó en una tienda pequeña de comestibles. La vida pasaba sin demasiado encanto para la joven Elisenda. Sus piernas se hinchaban de estar de pie detrás del mostrador. Sus manos se agrietaban de tocar el pescado, la carne, la sal. Los días se marchitaban rápidamente. Una mañana de verano, cuando la ciudad estaba vacía y todo el mundo se había marchado a la playa, entró en la tienda Bruno Marín, alcalde de Roquesas de Mar. Enseguida se fijó en la guapa dependienta. El brillo de su mirada le atrajo.

«¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?», preguntó a la angelical Elisenda, que sonrió como si hubiera visto al príncipe azul de los cuentos de Andersen.

Era lo más bonito que le habían dicho en su vida. Esa semana estuvo Bruno Marín en Madrid. Cada día pasaba por la tienda donde trabajaba Elisenda con la excusa de comprar cualquier cosa: pan, chucherías, tabaco, embutido. Cualquier pretexto era suficiente para cruzarse con ella.

Se enamoraron.

El alcalde de Roquesas de Mar vio una joven guapa y llena de ganas de vivir. Ella avizoró una forma de salir de aquel pestilente establecimiento y ser la mujer de un alcalde, mucho más de lo que hubieran podido soñar cualquiera de sus hermanas.

«El amor vendrá después», le dijo su madre a Elisenda el día que le confesó que no quería a Bruno Marín.

Ya era tarde para eso. El amor no había venido por parte de su esposo, sino a través de un chico joven, tan joven como cuando ella se había casado con aquel viejo calvo que chasqueaba los labios cada vez que hablaba.

Habían pasado cinco minutos desde que enviara el mensaje de texto a Juanito y este aún no se había dignado contestar. Justo estaba escribiendo otro cuando sonó el pitido de su móvil: «A las doce en punto en el bosque de pinos».

Era donde solían quedar. En la arboleda que había en la calle Reverendo Lewis Sinise no les podía ver nadie. Juan llegaba siempre con su flamante deportivo, un impecable Mercedes rojo con ruedas enormes. Aparcaba al lado de un pino con el tronco maltrecho de cortes a navaja donde los enamorados de Roquesas grababan su nombre en el interior de corazones atravesados por flechas. Elisenda recordaba el día en que Juanito había tallado de forma magistral dos círculos con sus iniciales.

La mujer del alcalde salió de su casa a toda prisa. Cerró la puerta del garaje con cuidado de no hacer ruido. Aunque su marido tenía el sueño muy pesado, era mejor evitar que se despertara y tener que dar explicaciones innecesarias. Una amiga de la señora Marín estaba advertida y en caso de que el alcalde descubriera el pastel, esta siempre afirmaría que su esposa había pasado toda la noche con ella hablando de cosas de mujeres.

Juan Hidalgo Santamaría aparcó el deportivo en el sitio habitual. Estaba cansado porque había jugado al squash con un amigo en el gimnasio municipal de Santa Susana. Lo hacía todos los jueves y el partido de ese día había sido realmente duro. Sacó un paquete de preservativos de la guantera del coche y preparó uno. Elisenda Nieto no tardaría en llegar, puntual como siempre. Juan encendió un cigarrillo con el Zippo de plata esterlina que le había regalado ella el día de su cumpleaños.

—Si se entera mi marido nos mata —afirmó la mujer del alcalde nada más subir al coche de Juan.

—¿Crees que Bruno sería capaz de matar por celos? —preguntó el director de Expert Consulting mientras Elisenda se quitaba la blusa y mostraba sus firmes senos.

—¡Qué más da eso! Yo a quien quiero es a ti.

—Ya hemos hablado mucho sobre esto, Eli —repuso Juan desabrochándose la camisa—, y sabes que nuestra relación no tiene sentido.

—¡Ya sé, ya sé! —respondió acalorada mientras besuqueaba con ansia el torso de su amante—. Pero… estoy loca por ti, loca de amor.

Ella le bajó la cremallera del pantalón y se dispuso a realizarle una ardorosa felación. El miembro de Juan estaba a punto de estallar. La mujer del alcalde escupió varias veces para facilitarle la tarea. Después se recogió la falda y se puso encima.

—Espera —dijo él—. Tengo que reponerme.

Ella no lo oyó. En menos de un minuto su miembro estaba erguido de nuevo. Mientras la mujer del alcalde cabalgaba encima de él, le besaba lascivamente el cuello y le agarraba el pelo con furia.

Cuando hubieron terminado, Juan Hidalgo encendió un cigarrillo con su flamante Zippo.

—Me gustaría que se detuviera el tiempo en este preciso instante y quedarme aquí para siempre —dijo Elisenda dando una calada al pitillo que sostenía el director de Expert Consulting entre sus dedos—. Ya sé que tú no opinas lo mismo —afirmó mientras se ponía la arrugada blusa, que recogió del suelo del asiento de atrás del coche.

—Ya hemos hablado mucho de eso, Eli —insistió Juan—, y no quiero darle más vueltas al asunto.

—Te basta con un polvo rápido, ¿verdad? —se burló amargamente la mujer del alcalde—. Se trata de eso: es todo lo que significo para ti.

—¿Matarías por amor? —preguntó Juan mientras bajaba un poco la ventanilla del coche para arrojar la colilla—. ¿Lo harías? —insistió.

Elisenda Nieto salió del coche a toda prisa. Se alejó de allí sin mirar atrás y se dirigió a casa llorando por el camino. Tuvo cuidado de secarse las lágrimas antes de entrar.

Ya pasaban unos minutos de la una de la madrugada.