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Su ensimismamiento se vio turbado por la tonada del teléfono móvil. Una llamada oculta, según indicaba la pantalla luminosa.

—¿Sí? —respondió sin detener el paso.

—¿Señor Álvaro? —preguntó una voz de sobra conocida.

—Sí, sí, Sofía, dime. ¿Qué ocurre?

La que fuera en su día canguro de Javier, y que solo tenía cinco años más que el hijo de los Alsina, habló en tono entrecortado, como si acabara de llorar y el sollozo le impidiera articular con claridad.

—Quiero hablar con usted —afirmó en voz baja, dando la sensación de que temía que alguien la pudiera escuchar.

—¿Dónde estás? —preguntó Álvaro, que se había detenido en un semáforo peatonal en rojo en la avenida Princesa, a mitad del trayecto del hotel.

—En casa de una amiga, en Roquesas de Mar.

Sofía se detuvo para tragar saliva.

Álvaro no entendía qué sucedía. Pero los problemas de una chiquilla extravagante no podían interferir en sus preocupaciones.

—Tranquila, no será tan grave, ¿qué ocurre? —preguntó intrigado.

La chica no respondió.

—¿Es algo de Javier?

Álvaro sabía que su hijo no era un muchacho modélico, quizá la chica estaba un poco harta de su comportamiento, pero no creía que eso supusiera tanto problema para ella.

—Pues tiene que ver con él y conmigo —dijo llorando.

Álvaro tenía demasiadas cosas en la cabeza como para enredarse con chiquilladas.

—Vamos —le dijo—, sea lo que sea tampoco será tan grave.

Y oyó el chasquido de una uña al ser cortada con los dientes.

—Estoy embarazada de Javier —anunció la chica, y colgó.

Álvaro tenía serios problemas para recomponer en su cabeza todo lo que le estaba ocurriendo últimamente. Le picaban los ojos y notaba un zumbido estremecedor en su cerebro, como si de un momento a otro se le fueran a salir los sesos por la boca. Así que eso era lo que preocupaba a su hijo, recapacitó. Por eso estaba tan apagado cuando lo llamó por teléfono.

«No me quiso decir por qué era, no confiaba en su padre», reflexionó mientras caminaba en dirección al hotel.

Lo cierto es que Álvaro no podía acometer todos los problemas que le sobrevenían, aglutinándolos en uno solo. Debía, como no podía ser de otra forma, enfrentarse a ellos de uno en uno.

«Lo mejor que puedo hacer —planeó— es llamar a Ramón Berenguer, el mejor amigo de Javier, él me contará la verdad de lo que ocurre».

Buscó en la agenda de su móvil el teléfono de Ramón. La boca se le había secado y le costaba despegar los labios a causa del nerviosismo por las situaciones que lo cercaban.

—¿Sí? ¿Quién es? —preguntó Ramón.

Álvaro había dado media vuelta al final de los porches de la calle Princesa y los volvía a recorrer hacia arriba.

—Hola, soy el padre de Javier —saludó al adolescente—. ¿Te pillo en mal momento? —preguntó mientras se detenía bajo los arcos de la calle San Cosme, que cruzaban los porches de Princesa.

—No, qué va —replicó el muchacho—. ¿Ocurre algo?

Álvaro nunca lo había llamado a su móvil, a pesar de que tenía el número por si algún día le era necesario contactar con él.

—Pues quisiera hablar contigo si tienes un momento —dijo mientras caminaba de un lado para otro debajo de los porches de San Cosme—. Es sobre Javier. ¿Sabes si le pasa algo? Últimamente está muy extraño.

—¿Ha hablado usted con él? —preguntó Ramón, revelando que realmente le pasaba algo a su amigo.

—Sí, hablé con él por teléfono no hace mucho. —Sacó con dificultad un cigarrillo del bolsillo de la camisa—. Le pregunté si pasaba alguna cosa o necesitaba algo, pero me respondió que todo iba bien.

—Es por culpa de Sofía. Yo le dije que pasara del tema, ¿me explico?

—Oye, Ramón —repuso Álvaro, encendiendo el pitillo—. Sé más claro, explícate como si yo no supiera nada.

—¿No se ha enterado? ¿Javier no le ha dicho nada sobre el embarazo de la Cíngara?

—A fuer de ser sincero, me lo ha dicho la propia Sofía, justo antes de llamarte a ti. —Álvaro carraspeó unas cuantas veces—. Javier no me ha comentado nada. Ella me ha dicho que está embarazada de mi hijo y yo quiero que tú me lo confirmes o lo desmientas. —Se hizo un momento de silencio—. Necesito tu ayuda —dijo finalmente Álvaro.

—Mire, yo aprecio mucho a su hijo. —Ramón hablaba ahora como si fuera una persona más mayor de lo que en realidad era, como si tuviera por lo menos treinta años—. Le puedo asegurar que él no le ha tocado un pelo a esa chica, que el niño que ella espera es mío, ¿me explico? —le dijo a Álvaro, que justo apagaba el cigarrillo y se disponía a encender otro al ver que la boquilla estaba marrón—. Mi padre me mataría si yo asumiera ese embarazo. La culpa es de ella que me dijo que tomaba la píldora. Me engañó. Así que he renunciado a hacerme cargo y mi padre le ha ofrecido la posibilidad de abortar, corriendo todos los gastos de su cuenta. Sería en una clínica de Londres, allí no hacen preguntas y solo se tarda un fin de semana. Pero la chica ha buscado una salida a su embarazo y le ha ofrecido a su hijo Javier asumir la paternidad y casarse con ella. Él está enamorado de la Cíngara, por lo que ha accedido gustoso, ¿me explico?

Mientras Ramón Berenguer hablaba, Álvaro no paraba de fumar de forma angustiada, pensando que eso lo tranquilizaría. El bueno de su hijo quería responsabilizarse del embarazo de Sofía, seguramente por amor —eso pensaba Javier—, pero Álvaro sabía, por algo era mayor, que se trataba de un simple enchochamiento que se le pasaría con el tiempo. Sin embargo, no podía hablar con su hijo para hacerle entender que su actitud era un error. Intentar que cambiara de parecer provocaría un rechazo hacia la imposición paterna, al mismo tiempo que le haría reafirmarse en su decisión. Pagando San Pedro canta, dice un refrán popular. Así que Álvaro meditó sobre cómo ayudar a su hijo sin que este se enterara. Para eso necesitaría la colaboración de Ramón Berenguer, al que consideraba mejor amigo de su hijo.

«Tengo que empezar a usar mi agenda azul para anotar todos estos problemas», pensó el angustiado presidente de Safertine mientras se le hacía un nudo en la garganta y le comprimía de tal manera que casi no le dejaba respirar.

—Oye, Ramón, se me ocurre una idea que os ayudará a Javier y a ti —ofreció Álvaro, que ya iba por su tercer cigarrillo.

—¿Ayudarme a mí? —preguntó confuso el chico.

—Sí, es un plan para que mi hijo se olvide de esa muchacha —propuso Álvaro, aunque sin haber meditado muy bien el proyecto que le rondaba la mente.

En su empresa le había ido muy bien así. Muchas veces ideaba un bosquejo de maquinación incluso antes de saberlo él mismo. En este caso había empezado a hablar sin tener muy claro lo que iba a decir. El caso es que siempre le había dado buen resultado esa forma de obrar.

—Me está usted asustando —replicó Ramón ante el tono conspirativo de Álvaro—, no pretenderá decir que me ofrece eliminar a Sofía —sugirió el chico medio en broma, medio en serio.

Álvaro Alsina no había previsto esa opción; no era, desde luego, su forma de actuar. No creía que hubiera justificación suficiente para matar a alguien, «salvo si era en defensa propia», pensó acordándose del viejo Hermann Baier y las historias que le contaba su padre don Enrique Alsina sobre él. Un día de confidencias, el alemán le relató al padre de Álvaro algunos hechos ocurridos en el campo de exterminio de Majdanek. «O cumplía lo que me ordenaban o moría —se justificaba Hermann mientras paseaban por el bosque de pinos de la urbanización Lewis Sinise—. No me podía negar». El presidente de Safertine rememoraba en su atolondrada cabeza el día en que su padre le dijo que el nazi era una buena persona. «Hizo lo que tenía que hacer —afirmó tajante—, no se podía negar, hubiera muerto». Álvaro pensaba, entonces, que mejor morir que vivir matando. La madurez le había hecho recapacitar y darse cuenta de que las cosas no son así. En la selva hay que adaptarse a las normas para poder sobrevivir.

—¡Por favor! ¿Por quién me has tomado? —se escandalizó Álvaro encendiendo su cuarto cigarrillo en lo que iba de conversación—. Sé que debes una cantidad de dinero a gente mala de Santa Susana —dijo—, que te gusta fumar marihuana y que no has podido pagar tu vicio en los últimos tres meses —afirmó utilizando una técnica de ataque frontal—. Esas personas con las que tratas no son de fiar. Pero si les adeudas pasta no tardarán en cobrarse a su manera, ¿me explico? —remachó, imitando la muletilla del chaval.

—¿Y? —dijo Ramón, sin acabar de comprender qué pretendía el padre de Javier.

—Pues que yo podría hacerme cargo de tu deuda con ellos —replicó Álvaro tirando el cigarrillo sin haberlo fumado del todo—. Me dices cuánto debes, yo te doy el dinero, tu padre no se entera, de hecho no se entera nadie, y tú solo tienes…

—¿Solo tengo qué? —lo interrumpió, viendo venir que le iba a pedir algo a cambio.

—Atiende, es sencillo, no tendrás ninguna complicación. Asume la paternidad de Sofía, dile a la chica que quieres hacerte cargo del niño que lleva dentro. No le digas nada de esto a Javier, no lo soportaría. Ella estará dispuesta a casarse contigo, me consta que te quiere, eres un chico guapo e inteligente. Habla con Sofía, sabrás cómo hacerlo, lo sé.

—¿Y Javier? —preguntó Ramón viendo lagunas en el plan.

—Ya se le pasará —respondió casi sin pensar—, le conozco bien, por algo es mi hijo.

—¿Y Sofía? Se supone que debo ofrecerle casarme con ella, pero que al final no lo voy a llevar a cabo, ¿no?, que solo es un plan para desengancharla de Javier.

—Tú solucionarás tu problema, de eso no te has de preocupar. Sofía rehará su vida, tiene mucho tiempo por delante, tendrá el hijo que tanto desea y encontrará un padre digno de él y de ella —argumentó Álvaro, encendiendo el quinto cigarrillo sin darse cuenta, de forma mecánica—. Lo que realmente me interesa ahora es mi hijo, que sea feliz. ¿Harás lo que hemos hablado?

—Usted sabe que necesito ese dinero, por eso me lo ofrece. Estaré con Sofía durante todo su embarazo, la haré creer que asumiré la paternidad de nuestro hijo… y cuando esté a punto de parir ya veré qué hago. Necesito tiempo para aclararme las ideas —concluyó.

—Entonces, ¿cerramos el trato? Dime la cantidad de dinero que quieres y el lugar de entrega —preguntó mientras se encaminaba hacia el hotel.

—Sesenta mil euros —anunció Ramón, para asombro de Álvaro, que acababa de detenerse justo delante del Albatros.

—Pero…, ¿qué dices? ¿Eso debes por un puñado de marihuana? Estás de broma, ¿verdad?

—Usted me ha hecho una oferta y yo pongo el precio —replicó el chico—. Sesenta mil euros o no hay trato, ¿me explico? Dentro de una hora, mediante trasferencia bancaria a una cuenta de…

—Espera que tomo nota. —Álvaro se apoyó en un banco de la plaza que había frente al hotel y extrajo una pequeña libreta para anotar el número de cuenta—. Dime.

—Es del banco Santa Susana. —Ramón le indicó los diecisiete números de la cuenta—. ¿Qué ocurrirá si no cumplo mi parte del trato? —se interesó de pronto.

—Está bien que lo preguntes —afirmó el presidente de Safertine mientras meditaba la respuesta—. Utilizaré el justificante del ingreso en tu cuenta como si me estuvieras haciendo chantaje y luego… —Hizo una pausa para darle más intensidad a su amenaza—. El clan Soriano, a los que debes dinero, son buenos amigos míos, los conozco desde hace tiempo, José Soriano Salazar me debe muchos favores y no le importaría empezar a pagármelos, ¿me explico? —pronunció la muletilla lentamente y subiendo el tono.

—Perfectamente, me ha quedado muy claro —declaró Ramón Berenguer—. Usted ingrese el dinero en esa cuenta y yo cumpliré mi parte.

—Ok, dentro de un rato lo haré —dijo Álvaro Alsina antes de cortar la comunicación.

El presidente de Safertine entró en el hotel. Saludó al chico de recepción y sin perder tiempo se dirigió al cibercafé que había en la planta baja. Desde allí, y utilizando sus claves de acceso a su cuenta bancaria, realizó la transferencia de dinero. En apenas unos segundos, los sesenta mil euros estaban en la cuenta de Ramón.