«Tal vez lo que pretenden es inhabilitarme para la firma del contrato con el gobierno», meditó Álvaro Alsina.
Culparlo a él del asesinato de la niña podía ser una estrategia para frustrar el acuerdo de su empresa con la Administración.
«Demasiado complicado para ser cierto —recapacitó—, aunque cosas peores y más rebuscadas se ven en las películas», consciente de que el cine no es más que un reflejo de la realidad.
Mientras estaba sentado en la cama del hotel Albatros de Santa Susana, fumando un cigarrillo rubio, tomando un café frío y viendo la televisión sin volumen, reflexionó en todo lo que le estaba ocurriendo. Caviló sobre la forma tan acelerada en que se derrumbaba su vida: la empresa heredada de su padre don Enrique, la casa construida al lado del bosque de pinos, su amante Elvira Torres, su mujer Rosa, sus hijos Javier e Irene, la familia, los amigos.
«No me puedo fiar de nadie, ni siquiera puedo garantizar que mi mujer me crea», se dijo exhalando una bocanada de humo mientras veía un programa sobre animales salvajes que estaban echando por la televisión.
Recordó, con lágrimas en los ojos, a sus dos hijos. «Son moldeables y su madre les puede haber comido el coco lo suficiente como para ponerlos en mi contra», temió, tal como también podía haber pasado con su mujer.
De repente, y por sorpresa, se acordó de la persona que posiblemente supiera más que nadie. De la mujer que siempre estaba ahí, aunque nunca nadie reparaba en ella. María Becerra Valbuena, la discreta y sigilosa sirvienta colombiana. Como buena asistente del hogar sabía oír, ver y callar. Álvaro buscó su número en la agenda del móvil. Los nervios le humedecieron las manos.
—Aquí está —dijo en voz alta.
Marcó el número y esperó varios tonos hasta que finalmente la chica descolgó.
—Sí, ¿quién es? —preguntó con el tono meloso de las mujeres sudamericanas.
Once meses no es mucho tiempo para conocer a una persona, pero Álvaro tenía muy pocas cartas para jugar y debía apostar fuerte por su vida. La conversación con la sirvienta le podía aclarar muchas dudas.
—¡María, hola! —saludó—. Espero no importunarte.
Aunque Álvaro no se había fijado nunca en ella como mujer, el trato siempre había sido amable. María Becerra Valbuena era una persona comedida, discreta y servil. Tenía veintiocho años, o eso ponía en el contrato que le hizo Rosa como asistenta del hogar en la casa de la calle Reverendo Lewis Sinise, número 15. No muy agraciada, lo compensaba con una excelente personalidad. Poco conversadora, era ideal para tareas hogareñas en casas donde hubiera muchas cosas que callar. Solía llevar la melena recogida en una coleta, lo que le confería un aspecto sobrio, pero un día que Álvaro la vio con el pelo suelto, se impresionó del cambio operado en ella. Contrastaba en su piel morena el tatuaje de una mariposa coloreada en el hombro izquierdo, que no encajaba para nada con su aspecto general, era como si quisiera poner un punto de indisciplina en su apariencia sobria y reprimida.
—¿Señor Alsina? Dígame —respondió la sirvienta, extrañada por la llamada. Era la primera vez que él hablaba con ella a través del teléfono. De hecho, nunca había cruzado más de unas palabras, un «buenos días» o un «parece que va a llover», era todo lo que habían intercambiado en los once meses que llevaba de servicio en el hogar de la familia Alsina.
—¿Está usted en su casa? —preguntó Álvaro para asegurarse. No quería que Rosa estuviera cerca de ella y se enterase de que era él quien llamaba, para no añadir una amante más a su lista recientemente descubierta por su mujer.
—Sí, estoy en mi piso, ¿por qué? —preguntó extrañada. En el tiempo que llevaba de servicio en el hogar de los Alsina, era la primera vez que la llamaban a su teléfono—. ¿Ha ocurrido algo?
María Becerra Valbuena vivía en un apartamento alquilado de la calle Rosadas de Santa Susana. Era la peor zona de la ciudad, centro neurálgico de prostitución y droga. Cuando empezó a servir le ofrecieron la posibilidad de residir con la familia Alsina, pero ella prefería ser independiente y vivir en su propio piso. El sueldo no era malo y podía haberse afincado en otro lugar, pero optó por quedarse en ese, nunca supo la familia Alsina por qué. La calle Rosadas se encontraba en el barrio de La Salud, donde las redadas policiales eran habituales y la población mayoritaria se repartía entre etnia gitana y emigrantes sudamericanos que buscaban hacerse un hueco en el difícil mercado laboral de la ciudad.
—¿Dónde nos podemos ver? —preguntó Álvaro—. Necesito hablar con usted de un asunto personal.
Su tono denotaba ansiedad, aunque él se esforzaba por no parecer una persona desesperada.
Hubo unos eternos segundos de silencio.
—Déjeme pensar —dijo María—. ¿Conoce el bar Catia?
Y es que dado lo extraño de la llamada, la joven prefería quedar en un lugar público conocido por ella. No es que desconfiara de Álvaro, pero que después de once meses la llamara a su móvil para proponer una cita era, por lo menos, chocante. María sabía que el señor Alsina, como lo llamaba ella, era una personalidad poderosa dentro del estatus de la provincia y rebajarse a una cita con una vulgar ama de llaves solo podía significar que necesitaba ayuda, y la joven colombiana sabía de sobra que las personas necesitadas pueden llegar a ser muy peligrosas si no consiguen sus objetivos.
—Sí —replicó Álvaro casi sin pensar—. En veinte minutos estaré allí —dijo y, viendo que ya estaba todo dicho, colgó sin más.
El garito Catia se encontraba en la misma calle Rosadas. Era un sitio discreto. Ni Álvaro ni ninguno de sus amigos lo frecuentaba. Sus clientes pertenecían a un estrato social no compartido por ellos. Álvaro salió por el garaje del hotel Albatros, pues la paranoia le hacía desconfiar prácticamente de todo y de todos. Se desplazó hasta el lugar del encuentro en taxi, no sin antes hacer cambiar al conductor varias veces de dirección. El taxista lo miró con expresión irónica, tal vez suponiendo que su cliente era un extravagante empresario escurriéndose de algún acreedor.
«Pasado mañana a las doce firmarán el contrato», pensó Álvaro en el asiento trasero, viendo un letrero de prohibido fumar al lado del retrovisor mientras acariciaba el paquete de tabaco que sostenía en una mano. «Si consiguen acusarme oficialmente de violación y asesinato antes de esa hora, mi firma no valdrá nada y podrán sellar el acuerdo con el gobierno sin contar conmigo», meditó mirando por la ventanilla. Tal vez debería coger todo el dinero de la cuenta y marcharse a Argentina en busca de Sonia García, la antecesora de María en las tareas del hogar y que por culpa de unos condicionantes, familiares y sociales, no había podido unir su vida a la de él. Dentro de su alucinación paranoica, el presidente de Safertine pensó que quizás era eso lo que buscaban, que realmente era eso lo que pretendían. La hipótesis del supuesto complot daba una explicación a su actual encrucijada. El problema era saber quién estaba detrás.
Ya eran las diez y media de la noche cuando Álvaro Alsina Clavero entró por la puerta del Catia. Cruzó delante de la mugrienta barra, donde había siete personas sentadas en taburetes de asiento redondo y patas metálicas, pero no les prestó atención; prefirió no mirar sabiendo seguro que no conocería a ninguno de los decadentes clientes del bar. En un reservado donde seguramente hacían sus negocios los camellos de la zona o alguna puta barata, estaba sentada María. La joven vestía chándal azul y zapatos negros de cordones. Esa noche estaba en su apartamento con ropa cómoda y se había puesto lo primero que pilló en su despejado armario. No había ninguna silla delante de ella, por lo que Álvaro tuvo que sentarse a su lado, en un mugriento banco de madera lleno de cortes hechos a navaja, simulando corazones con flechas que los atravesaban. El ambiente estaba cargado de humo. Álvaro dejó el paquete de tabaco encima de la mesa, con los cantos quemados por las colillas y con círculos dejados por los vasos. Los clientes de la barra, que no lo habían perdido de vista cuando entró en el local, dejaron de mirar y se dedicaron a lo suyo. No hablaban entre ellos, ni siquiera se conocían. Eran asiduos al local, donde venían a ahogar sus penas en vasos de alcohol.
—Buenas noches, María, gracias por venir —dijo a la chica, que permanecía sentada delante de lo que seguramente era un cubata.
Álvaro buscaba la manera de romper el hielo.
—Buenas noches, señor Alsina, ¿qué le trae por aquí? —preguntó, segura de que algo no marchaba bien. Él nunca la había tratado como lo hacía ahora, de igual a igual.
—Bueno… —La miró a la cara sin posar la vista en sus ojos para no intimidarla—. No sé si sabes que tenemos problemas en casa —dijo finalmente, aún indeciso sobre cómo plantear el asunto. No tenía mucho tiempo pero quería hacer una buena exposición que le sonsacase a la sirvienta algo que le permitiera discernir quiénes eran realmente sus enemigos.
—Yo no me meto donde no me llaman —contestó ella tajante, sabedora de que era la mejor forma de no verse inmiscuida en los problemas ajenos—. La ropa sucia se lava en casa —remachó por si a su patrón le había quedado alguna duda.
María venía de un lugar donde era mejor estar callado. Medellín es una ciudad donde nadie puede permanecer anónimo entre sus tres millones de habitantes. Con solamente veinte años sus padres la echaron de casa, pues no podían mantener a tantos hijos. Ella, la mayor de siete hermanos, tuvo que dedicarse a trabajar de camarera en un bar del parque Lleras, en una de las zonas de ambiente de la ciudad. El jornal no llegaba para mantener a sus hermanas pequeñas y evitar que cayeran en la prostitución, y tampoco era suficiente para sanar a su pobre madre, enferma de asma adquirida en su juventud cuando tenía que rastrear los enormes vertederos de basura en busca de alimento para sus hermanos. Así que María aprendió entonces que había que callar, hablar poco y no decir mucho.
—Ya lo sé, María, yo pienso igual que tú —afirmó Álvaro, comprensivo—. Lo que ocurre es que estos problemas familiares son forzados, y estoy seguro de que en mi casa ocurren cosas de las cuales no tengo conocimiento.
Unos enormes ojos negros y redondos, en una circunferencia perfecta, se posaron sobre el presidente de Safertine mientras hablaba.
—Mire, señor Alsina… —Hizo una pausa y giró lentamente el vaso que sostenía entre las manos. Unos dedos de mujer trabajadora, llenos de durezas, delataban que no trabajaba en una oficina.
María pensó en la suerte que tenían las mujeres como Rosa Pérez, la esposa de Álvaro Alsina. Trabajaban en algo que les gustaba. Tenían unas manos finas y tersas como la seda. Enfermedades como el asma, que impedían a su madre hacer una vida normal, en personas como Elvira Torres, la amante del presidente de Safertine, el hombre que ahora acudía a ella para solicitar ayuda, para implorar auxilio, no suponían ningún obstáculo. Con sus enfermedades podían hacer vida normal, como si no pasara nada. Un inhalador era suficiente para permitir que no se detuviera la vida. Disponían del dinero necesario como para comprar su futuro e incluso el pasado. María no pudo evitar acordarse de sus padres. Ellos no tenían amantes, no se los podían permitir. No tenían coches que rayar al aparcarlos en el garaje, entre otras cosas porque tampoco tenían cochera. No necesitaban canguros que acompañaran a sus hermanos al colegio, porque no había colegios adonde ir. Si supieran lo duro que era vivir habiendo muerto de pequeña, pensó la sirvienta sin dejar de mirar a los clientes en la barra del bar, seguramente verían el mundo con otros ojos.
—Por favor, María —replicó Álvaro alargando la mano para coger la suya, gesto que la chica rechazó—, a estas alturas, te ruego que me tutees.
—Yo no estoy segura de saber qué es lo que ocurre en tu casa —argumentó ella, cogiendo con las dos manos el cubata como si estuviera agarrándose a un saliente de una cornisa para no caer en un precipicio—, pero te puedo decir que para mí es mejor que no me vean contigo.
—De la forma que hablas —comentó Álvaro, ahora más preocupado que antes de entrar en el bar—, tengo más motivos para inquietarme y sospechar que realmente ocurre algo extraño en mi entorno.
El presidente de Safertine era un hombre organizado y ordenado. Después de ser acusado de violación y asesinato, había pensado que debería anotar todo aquello que ocurría a su alrededor. Planeó confeccionar una lista de asuntos y anotarlos por riguroso orden de primacía de una cosa sobre otra. Sería una utilidad más de la libreta azul, que tan buen resultado le había dado en la estructuración de su empresa. El primer dato que pondría en la agenda sería la desaparición de la hija de los López, ya que había sido ese hecho precisamente el que diera inicio su periplo por el infortunio que se cernía sobre él.
—Tú no estás nunca —dijo María, limpiándose la comisura de los labios con la punta de la lengua, en un gesto que Álvaro consideró excitante—, te marchas por la mañana y regresas por la noche —aseveró antes de beber un trago de su bebida—. Durante el día viene gente a tu casa, que imagino no conoces, y ocurren cosas que supongo no sabes.
—María —la interrumpió él, muy ansioso—, no me puedes dejar a medias, dime de una vez por todas qué ocurre —la conminó al ver que ella sabía más de lo que parecía—. Sé clara y sincera conmigo, te lo ruego.
Álvaro encendió un cigarrillo y ofreció el paquete a la chica, que lo rechazó con un gesto de su mano derecha, mostrándole una palma llena de callosidades.
—Pues básicamente dos cosas —él vio que se le dilataban las aletas de la nariz, pareciendo esta más ancha de lo normal—, tu mujer Rosa se entiende con cuantos hombres puede, es decir, se acuesta con ellos.
Álvaro frunció el ceño.
—Es una ninfómana, todos tus amigos han pasado ya por tu cama, quiero decir, vuestra cama. Y tiene algún negocio extraño con Juan Hidalgo, el guaperas ese que tienes como socio…
El aire del bar Catia empezó a hacerse irrespirable. Los clientes de la barra habían pasado de ser siete a solamente dos. Una nube de humo se asentó entre el mostrador y las mesas, como la niebla que rodea los picos de las montañas. La espalda de Álvaro estaba empapada en sudor. Una prostituta fumaba en el rincón más oscuro del bar, al lado de la máquina de dardos, como si esperara que un aguijón plastificado diera al traste con su infructuosa vida.
Álvaro cogió todo el aire que pudo.
—¿Rosa también se acuesta con Juan? —exclamó conmocionado.
Uno de los dos clientes de la barra miró de reojo a la pareja.
—No… Bueno… Yo no los he visto —respondió María un poco asustada por la explosión del presidente de Safertine—, pero sí que viene muy a menudo y hablan bastante en el comedor. —Álvaro le hizo un gesto con la mano para que siguiera explicando—. Parece ser que te quieren quitar de la empresa, por algo de un proyecto que seguramente no aprobarás —aseguró—. Tienen miedo.
De momento María estaba acertando en muchas cosas, pensó Álvaro, pero lo de la ninfomanía de Rosa estaba por ver. Le costaba creer que su mujer se tirara al primero que apareciera por casa, era algo que nunca había detectado en el tiempo que llevaban juntos. Esa forma de proceder no encajaba con la personalidad de su mujer. Otra cosa era el tema del negocio misterioso con su socio, eso sí tenía visos de ser verdad. «Un proyecto que seguramente no aprobarás», repitió Álvaro en su cabeza. Pensó en la posibilidad de que Juanito hubiera convencido a Rosa de qué era lo mejor para todos y le hubiese inculcado la idea del negocio del siglo, ese que les haría ricos a costa de la infelicidad de mucha gente.
—¿Cómo sabes tanto? —interrogó a María, que observaba el vaso medio vacío que tenía delante—. ¿Por qué tienen miedo? —preguntó sin alcanzar a comprender qué estaba ocurriendo realmente.
—Yo oigo muchas cosas —dijo la chica—, pero prefiero no comentar nada. —Sorbió un poco de su vaso y añadió—: Pero ya que me has preguntado, te digo que están conspirando para echarte de la empresa.
Álvaro compuso una mueca de estremecimiento.
—Te quieren dejar sin nada —agregó María—. Sin negocio, sin casa y sin mujer…
—¿Te quieren? ¿Quién? ¿Es que son varios los confabulados para destronarme? Por lo que dices, parece cosa de mi mujer, ¿no?
—En principio sí, pero tu socio Juan también tiene parte de culpa —aseveró María y bebió un poco más del cubata, del que casi no quedaba nada—. Él fue quien le contó a Rosa lo de tus escarceos con la sirvienta argentina.
—Entiendo, por eso ella cree que yo flirteaba con la hija de los López —reflexionó Álvaro—, posiblemente la tengan engañada y eso sea el motivo de su desconfianza hacia mí.
—¿Quieres beber algo? —preguntó María mientras llamaba al hombre de la barra con un gesto.
—No, te lo agradezco —respondió él—, tengo que irme ahora mismo, hay muchos cabos que atar y no tengo demasiado tiempo. ¿Quieres decirme algo más? —preguntó mientras ella le pedía otro cubata al camarero.
María se aproximó entonces a Álvaro, de forma insinuante. Lo hizo apoyando todo su torso sobre la carcomida mesa de madera, dejando entrever la ranura de sus prominentes senos que casi no podía tapar la fina camiseta de tirantes que llevaba, al mismo tiempo que alargó la mano derecha y la posó sobre su brazo, que Álvaro retiró discretamente sin dejar que sus dedos se enredaran entre su vello.
—Quédate un ratito más —le suplicó acentuando su voz almibarada—. Sabes —dijo mientras dibujaba círculos con el dedo en las gotas de cubata que había en la mesa—, yo siempre te he considerado una gran persona, pienso que no has tenido suerte en la vida. No tienes la mujer que te mereces —añadió, pestañeando en ademán de coqueteo.
Álvaro se levantó de sopetón de la silla y se retiró un paso atrás.
«No es el mejor momento para enredarme con la sirvienta», se dijo.
Sería una frivolidad por su parte, justo ahora que pesaban sobre él graves acusaciones de violación, asesinato, estupro e infidelidad.
—Lo siento, María, sé que eres una buena chica y que solo quieres ayudarme —afirmó, indicando al camarero, con un gesto de la cabeza, que no quería tomar nada—. Ya te llamaré un día de estos —prometió— y te ruego que no digas nada a nadie de la conversación que hemos mantenido esta noche.
—No te preocupes, Álvaro, seré una tumba —aseveró ella mientras se reclinaba en su asiento—. Puedes confiar en mí plenamente y si necesitas cualquier cosa… ya sabes dónde encontrarme.
Álvaro se marchó de aquel tugurio, no sin antes pagar en la barra la consumición de la sirvienta. Sin esperar el cambio, salió apresuradamente del local, sin mirar a los dos clientes que había en la barra, ni a la prostituta que bebía cerveza al lado de la diana de los dardos.
Regresó al hotel andando. En el camino tuvo tiempo de reflexionar sobre todo lo acontecido esos días. Le asaltaban muchas preguntas para las que no tenía respuesta. «¿Cómo sabía Juan mi desliz con Sonia?», fue la primera de ellas. Recapacitó acordándose de que nunca le contó a nadie, ni siquiera a su socio de Expert Consulting, la relación que mantuvo con su sirvienta. «Según María Becerra, este se lo contó a mi mujer —pensó sin entender cómo pudo llegar a enterarse Juanito—. ¿No será María quien se lo contó realmente?, ya que ella es la que sabe todo de todos —caviló confuso—. En ese caso, ¿por qué se lo contó? ¿Qué podía sacar ella de todo esto?».