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Aquilino Matavacas Raposo, el médico de Roquesas de Mar, tenía su consulta en la calle Replaceta, en el número 8, al principio del casco viejo. Era una casa antigua de dos plantas. En la primera había una salita de pocos metros cuadrados, donde ejercía como facultativo de cabecera, atendiendo las dolencias de escasa importancia, extendiendo recetas y diagnosticando la enfermedad del estrés, tan de moda en estos tiempos. En el pasado, cuando a un paciente se le encontraba el origen de su mal, los médicos dictaminaban que padecía de los nervios. Era la indisposición más genérica que había por entonces. Ahora se había pasado de los nervios al estrés, más moderna y menos evaluable.

Al lado de la sala de consulta había un pequeño cuarto de baño, donde Aquilino y las visitas se lavaban las manos y hacían sus necesidades fisiológicas. En la planta superior, tras subir doce escalones de caracol, el doctor tenía un flamante despacho con cajas de cartón donde almacenaba los resguardos de las recetas, una estantería con insuficientes libros de medicina y un ordenador portátil de última generación comprado en unas galerías comerciales de Santa Susana, donde trabajaba desde hacía algún tiempo su hijo Sebastián, por lo que aplicó un buen descuento a la compra informática de su padre, en la que incluyó una cámara digital de regalo. Aquilino Matavacas sacó un gran partido al ordenador y mucho más a la máquina fotográfica. En el portátil almacenaba todas las fotografías que tomaba, perfectamente clasificadas. Todos los niños que iban al pequeño retrete de la planta baja, los que se desnudaban en su consulta y los que veía cuando iba de visita médica a los campamentos de verano de Roquesas de Mar, estaban archivados en organizadas carpetas de su ordenador, que guardaba, cauto, en el armario ropero de su habitación para que nadie lo encontrara. A través del correo electrónico intercambiaba esas imágenes con internautas de todo el mundo: el cincuentón de Aquilino Matavacas Raposo probablemente tenía la mayor colección fotográfica de menores de edad que había en toda la Red. No lo hacía por dinero, ya que no cobraba por exhibir las imágenes, sino por vicio. Al principio tomaba muchas precauciones, temiendo que el día menos pensado llegara un grupo de policías vestidos de negro, con cascos oscuros y apuntando con fusiles de asalto al sorprendido médico de pueblo, mientras unos agentes de batas blancas con pegatinas policiales en sus pechos, arrancarían el ordenador de su escritorio y se lo llevarían para extraer la enorme cantidad de imágenes que contenía. Para prevenir males mayores, había comprado un ordenador portátil de segunda mano que guardaba en el maletero del coche, que siempre aparcaba en la calle. En ese segundo ordenador solamente tenía ficheros referentes a pacientes de su consulta, un programa de retoque fotográfico y un navegador obsoleto de Internet. Si algún día aparecían esos eficientes agentes de negro y buscaran un ordenador portátil, Aquilino les indicaría que lo guardaba en el utilitario que aparcaba en la puerta de su casa. Los policías se conformarían y no buscarían más. Ahora se había relajado con ese tema y pensaba que era imposible que pudieran descubrir lo que hacía:

«Cómo podrían saber que tengo las fotos», meditaba mientras volcaba parte de la información contenida en el disco duro del ordenador en un DVD.

Todo cambió desde la desaparición de Sandra López, de la que Aquilino tenía una buena colección de imágenes. Cuando la madrugada del martes 8 de junio apareció violada y asesinada, Aquilino Matavacas Raposo, el pedófilo médico de Roquesas de Mar, borró todas las imágenes y cualquier vestigio que lo pudiera relacionar con la preciosa jovencita. El forense de Santa Susana le entregó los informes del análisis del cuerpo de la chica el miércoles. La identificación fue positiva, no quisieron alargar la angustia de la familia López. Aquilino Matavacas conservaba una fotografía de Sandra en la que se observaba un lunar en el pliegue de los labios vaginales. La instantánea la había captado un día que la niña, acatarrada, había acudido a la consulta para que el médico la auscultara. Sandra fue al pequeño lavabo de la planta baja y allí, sentada en el váter, fue donde el vicioso doctor tomó la foto. El mismo miércoles que el forense cedió los informes al doctor de Roquesas, este se desplazó hasta el Instituto Anatómico Forense de Santa Susana para ver el cuerpo de la chica muerta. Estaba desnuda sobre una fría camilla metálica, con el rostro deformado por los golpes recibidos, lo que hacía imposible reconocerla. Aquilino se fijó en su sexo. No vio el lunar que había captado hacía dos años en el lavabo de su consulta. Había memorizado la posición exacta donde debía estar.

«Este no es el cuerpo de Sandra», pensó, pero no podía decírselo al forense.