—¿Crees que me vio? —preguntó César Salamanca a Elvira Torres en el interior del diminuto despacho de la comisaría de Santa Susana.
—Al llegar yo a la plaza me dijo que le había parecido verte —respondió ella, aún de pie junto a la puerta que acababa de cerrar un agente uniformado—, pero luego se volvió loco de repente, sus ojos se le salieron de las órbitas y balbuceó palabras sin sentido. Me asusté —aseveró la doctora al jefe de policía, que empezaba a estrechar el cerco sobre el principal sospechoso de la violación y asesinato de la hija de los López.
—Bueno, bueno —exclamó César, a quien el comisario de Santa Susana le había cedido un despacho en la sede central de la policía metropolitana—, ya tengo claro quién mató a Sandra López. Solo un culpable se comportaría como lo hace Álvaro Alsina.
Carraspeó un par de veces para aclararse la garganta y luego dijo:
—El domingo vienen los inspectores de Madrid, ellos sabrán qué hacer con este caso. Hasta entonces intentaré reunir todos los datos que pueda para facilitarles la tarea. —César hizo una pausa y sorbió cerveza de una lata que tenía encima de la única mesa que había en la reducida habitación—. ¿Quieres protección policial? —preguntó a Elvira, que seguía sin moverse, como si temiera que algún conocido la viera.
—¿Crees que es necesaria? —replicó, rechazando el ofrecimiento de César de sentarse en una vieja silla de madera y mimbre que había junto a la ventana.
—Quien mata una persona puede matar dos… o tres. Yo estaría más tranquilo si algún agente de Santa Susana te vigilara las veinticuatros horas del día, ¿no te parece? —dijo mientras desenvolvía un chicle.
Elvira asintió con la cabeza. En sus ojos asomaba la confusión.
No es fácil asumir que la persona que más has querido en este mundo, de repente, de la noche a la mañana, se convierte en un violador y asesino de niñas.
«Es todo tan evidente», pensó mientras observaba al barrigón policía beber el último sorbo de cerveza, como si se fuera a acabar el mundo.
«¿Y si Álvaro es inocente?», se preguntó en un postrer intento de confiar en él.
Elvira ansiaba que llegaran los policías de Madrid, ellos enfocarían la investigación desde una perspectiva más objetiva, más justa. Era todo tan sencillo, tan elemental, que se le hacía difícil asimilar que Álvaro Alsina fuese el asesino. Sin embargo, con el tiempo transcurrido y todos los dedos apuntando hacia Álvaro, era dificultoso encontrar otro culpable más idóneo; hasta su mujer creía en su culpabilidad. El tema de la acusación del presidente de Safertine afectaba a Elvira hasta el punto de provocarle un desgarro interior. Por un lado quería, deseaba, saber la verdad, averiguar si el hombre que tanto había amado, era el violador y asesino del que hablaba el jefe Salamanca. Y por otra parte, meditaba sobre la posibilidad de advertirle de la vigilancia a que estaba siendo sometido; pero eso le alertaría y podría hacer que cambiara sus hábitos.
«¿Y si no mató a la niña pero mantuvo relaciones consentidas con ella esa noche?», sospechó Elvira al salir de la comisaria de Santa Susana.
Era cierto que Álvaro Alsina era una persona enérgica, eso estaba claro. Recordó cómo un día, al salir del restaurante Alhambra, montaron en el Opel Omega gris que tenía su amante. Callejearon durante un rato hasta salir del casco antiguo y tomar la carretera comarcal que unía Santa Susana y Roquesas de Mar. A mitad de camino tuvieron un pinchazo y el coche empezó a zigzaguear. Álvaro consiguió controlarlo y detenerlo en el arcén. Sacó el gato del maletero y se dispuso a cambiar la rueda trasera. Un automóvil de gran cilindrada se detuvo detrás de ellos. Se bajó el copiloto y les ofreció ayuda. Cuando Álvaro se encontraba agachado desenroscando los tornillos de la llanta y Elvira sujetaba la rueda nueva para sustituir las vieja, el hombre abrió la puerta trasera del Opel Omega, cogió el bolso de la doctora y huyó en dirección a su vehículo, donde esperaba el conductor con intención de darse a la fuga con el botín. Álvaro no titubeó y saltó sobre el capó del coche de los asaltantes. De un puñetazo rompió el parabrisas y, con la mano derecha ensangrentada, agarró por el cuello al conductor, para asombro del copiloto, que no daba crédito a sus ojos. El vehículo se detuvo al chocar contra un árbol del margen de la carretera. Álvaro soltó su presa y se cebó con el delincuente que había cogido el bolso de Elvira, dándole de puñetazos en la cara. No era la primera vez que el presidente de Safertine tenía un ataque de ira de esa índole. Ya lo había hecho hacía tiempo delante de Rosa, su mujer. Él pensaba que con la edad se tranquilizaría, se tornaría más sosegado y aprendería a controlar sus nervios. Elvira Torres recordaba aquel hecho y otros menos truculentos en los que su amado Álvaro perdía los estribos con facilidad. Aquel día en la carretera comarcal había visto lo que un hombre ciego de rabia puede llegar a hacer. Una patrulla de tráfico que pasaba por allí se detuvo para intervenir y al final los ladrones tuvieron que ser ingresados en el hospital San Ignacio. Álvaro pagó, por orden judicial, la costosa factura de la rehabilitación que recibieron y tuvo que prestar declaración en la comisaría. La violencia empleada a raíz del hurto del bolso de Elvira fue desproporcionada, dictaminó el juzgado número 1 de Roquesas de Mar, que fue el que entendió de los hechos. La doctora Torres pensó en la pobre Sandra López. La niña había muerto a causa de los golpes de una piedra o un objeto contundente, que le deformó macabramente el rostro. Parecía la acción de una persona cegada por la cólera, de alguien como Álvaro Alsina cuando perdía los estribos y se salía de sus casillas. Todo eso, unido a que al principio de su relación habían tenido una bronca tremenda debido a la impulsividad de Álvaro, hizo que Elvira cuestionara la inocencia del presidente de Safertine. Aquel día habían cenado, como acostumbraban, en un restaurante de la periferia de Santa Susana. Era un local apartado del centro, ubicado en un polígono industrial y que un año después cerró al quedarse sin clientes debido a una inspección del Ministerio de Sanidad, que encontró cucarachas en la cocina. El hecho llegó a oídos de los trabajadores de la zona industrial y dejaron de ir a comer al Santorina, que era como se llamaba el restaurante. La pareja de enamorados salió del local y aparcó detrás de una de las fábricas, donde aprovecharon para fumar un cigarro. Se besaron y acariciaron escuchando baladas de Escorpions, un grupo de rock alemán. Excitados sobremanera, se sentaron en la parte de atrás del Renault 4 furgoneta de Elvira e iniciaron el preámbulo que les llevaría a una intensa noche de placer. La fervorosa amante tuvo varios orgasmos seguidos. Álvaro no podía parar. «¡Basta!», gimió la doctora, irritada por la ígnea fricción. El presidente de Safertine hizo caso omiso y Elvira pasó del placer al dolor. «¡Por favor, para!», insistió empujando a su apasionado amigo para que la dejara respirar. Al final desistió. Sudoroso como un repartidor de refrescos en la playa, Álvaro se retiró y besó a Elvira en la boca, pidiéndole disculpas por su acaloramiento.
En ese momento, en la puerta de la comisaría de Santa Susana, todos esos recuerdos se agolpaban en su mente y la conminaban a pensar que el presidente de Safertine bien podía ser el violador y asesino de la jovencita Sandra López.