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A las tres de la tarde, la eficiente secretaria Silvia Corral Díaz permanecía sentada en la silla de la oficina, en el edificio central de Safertine. Aprovechando que ese día nadie iría a trabajar, ni siquiera Álvaro Alsina, acabó de recopilar una serie de documentos que necesitaba para finalizar su informe sobre el presidente de la compañía y los miembros del consejo directivo. Tenía ya las copias sobre la cesión de datos a organizaciones de terrorismo islámico a través de la manipulación de las nuevas tarjetas de red que pretendían vender al gobierno. Todas las referencias sobre bancos, empresas de seguridad, comisarías, juzgados, trenes, autobuses, cuarteles militares, etc., serían cedidas a través de la adulterada tarjeta a una base de datos aún por identificar, donde se sospechaba que esa información sería almacenada y tratada posteriormente, para ser vendida a la organización terrorista que más dinero ofreciera. La agente Silvia Corral Díaz, perteneciente al CIN (Centro de Inteligencia Nacional), había sido infiltrada utilizando el conducto legal de la Oficina de Empleo, para trabajar a las órdenes de Álvaro Alsina y así espiar la fabricación y venta de dispositivos informáticos a organizaciones de terrorismo islámico. La agente también tenía una copia de los papeles del padre de Álvaro, don Enrique Alsina, en los cuales se inhabilitaba a su hijo como presidente de la empresa, pasando a ser esta de José Soriano Salazar, el gitano de Santa Susana, si se cumplían ciertos requisitos. Silvia había conseguido encontrar esos documentos en una carpeta que estaba en la vieja fábrica. Llegó hasta ellos gracias a una nota anónima que encontró encima de la mesa de Juan Hidalgo, en la que se avisaba de la existencia de esos documentos y dónde localizarlos. En su calidad de agente secreto, tenía que leer todas las notas que llegaban a los miembros de la dirección de Safertine o de Expert Consulting, su filial. La nota la leyó el martes por la mañana y dispuso de muy poco tiempo para encontrar la carpeta con la libreta y fotografiarla con la cámara digital que siempre llevaba encima. Reunió todos los papeles en un solo cartapacio y lo guardó en el interior de su enorme bolso de piel marrón que tanto le gustaba y que tan útil le resultaba, al lado del compartimento donde tenía un revólver 38 especial de la marca Llama, un servicial dos pulgadas de seis disparos. Sus jefes de la central de inteligencia le ordenaron que buscara, a requerimiento de la brigada central de homicidios de la Policía Nacional, indicios que incriminaran a Álvaro Alsina Clavero por el asesinato de la menor Sandra López Ramírez. Silvia Corral no creía, o no quería creer, que el presidente de Safertine fuese capaz de eso, pero órdenes eran órdenes. Aprovechando la ausencia de personal en toda la planta, la sensual agente colocó cuatro micrófonos en el despacho de Álvaro: uno debajo de su mesa, otro en el pie de la lámpara que había en la entrada y los otros dos sobre los ficheros que flanqueaban su escritorio.

«La central cursará una orden de detención contra Álvaro», pensó mientras salía del despacho, cerciorándose de apagar las luces.