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Buscando apoyo moral, Álvaro Alsina llamó por teléfono a su querida Elvira Torres Bello, la doctora del hospital San Ignacio con la que tan bien se entendía. En los bajos momentos que estaba pasando necesitaba el apoyo de una persona de su máxima confianza.

«Hablaré con ella y le contaré toda la verdad —se dijo—. Es la única forma que se me ocurre para que el amor de mi vida me crea».

Ciertamente, Álvaro precisaba que alguien confiara en él. Era de vital importancia que su honradez resurgiera de nuevo, al igual que el Ave Fénix renacía de sus propias cenizas. Su futuro y el de su familia dependían de ello.

—¡Elvi! —dijo al oír que su amada contestaba la llamada.

—¿Qué ocurre? —exclamó asustada—. Hace una hora que me han dicho lo de la niña de Roquesas de Mar. ¡Es horrible! —profirió.

—¿Dónde estás? Necesito hablar contigo lo antes posible —dijo Álvaro mientras se dirigía al cuarto de baño para darse una ducha rápida—. Podemos vernos en unos minutos en algún bar del centro —propuso a Elvira, que se encontraba trabajando en el hospital con la mujer de Álvaro, Rosa, frente a ella. Las dos compartían un momento de descanso tomando un café.

—Pues… —Elvira se detuvo un momento para pensar—. Déjame diez minutos para que me organice y te llamo, ¿de acuerdo? —dijo mirando a Rosa.

Álvaro colgó y abrió el grifo del agua caliente.

—Era él, ¿verdad? —dijo Rosa mientras Elvira guardaba el móvil en el bolsillo de su bata—. No hace falta que respondas. Quiere quedar contigo, lo sé. Seguramente querrá convencerte de su inocencia —añadió tirando su vaso de plástico a la papelera.

Elvira la miró y no dijo nada. Las dos callaron.

Rosa Pérez se sentía como la mujer despechada que era. Después de quince años de feliz matrimonio se había dado cuenta de que su marido no era quien aparentaba ser. Jugador, mujeriego, ¿y también violador y asesino?, se llegó a preguntar confusa. Le costaba creer en su inocencia, sobre todo teniendo en cuenta su trayectoria. Recordaba un suceso ocurrido cuando eran novios. Hacía mucho tiempo de eso, pero su mente aún lo rememoraba como si acabara de ocurrir. Una noche, saliendo de la discoteca Don Quijote en Santa Susana, un pobre borracho se había propasado con ella delante de él. Aquel desgraciado le dijo que estaba buena y que la iba a follar como nunca la habían follado antes. Álvaro perdió los estribos y se lanzó sobre el hombre y le llenó de puñetazos su deformado rostro.

«¡Te mato, hijo de puta!», le gritaba mientras sus duros nudillos caían sin piedad sobre aquella cara, haciéndole saltar gotas de sangre que manchaban la camisa de Álvaro.

El portero de la discoteca intercedió. «¡Vale ya, señor Alsina!», le dijo para que cejara en su empeño de ahogar al pobre desgraciado en su propia sangre. «No merece la pena», agregó mientras lo sujetaba por las axilas. Álvaro estaba fuera de sí, parecía otra persona. Se había transformado en una fiera sedienta de sangre y no quería dejar que un miserable alcoholizado le mancillara el honor, aun a costa de pringar su camisa nueva. Rosa pensó que aquella furia tenía que ver con el amor, amor a su novia, amor a su honor. Siempre había dicho que lo hizo para defenderla. «¿De qué?», se preguntó en ese momento que podía observar el episodio con distancia. Ahora entendía mejor lo que había ocurrido aquella noche. Supo entonces que Álvaro Alsina, el enérgico presidente de Safertine, era una persona violenta. Una serie de hechos aislados le recordaron que no se podía fiar de quien no controlaba sus nervios. Era posible que quisiera poseer a Sandra López, que la encontrara por casualidad aquella noche de fiesta en el bosque de pinos. Que la besara. Que la desnudara poco a poco, acariciando su tersa piel de quinceañera. Y llegado el momento de la verdad, la chiquilla, asustada, rechazara los arrumacos de aquel cuarentón. En ese momento, Álvaro, presa de un ataque de ira como aquella noche en la puerta de la discoteca Don Quijote, se abalanzó sobre ella y la golpeó con lo primero que encontró a mano, una piedra, la rama de un árbol, ¿quién sabe?, se dijo Rosa mientras sorbía el último resto de un segundo café. Su marido dormía en un hotel, su hija tenía inclinaciones lésbicas, que si vivieran en Madrid no le importarían, pero en Roquesas de Mar podía ser una lacra para toda la vida. La gente de los pueblos no es buena, es envidiosa, rencorosa, resentida.

Rosa tiró el vaso de plástico en la papelera. Estaba tan absorta en sus propios pensamientos que ni siquiera se dio cuenta de que Elvira Torres, la que calentaba la cama a su marido, acababa de salir de la sala donde estaban las máquinas de café. Hacía unos días le preocupaba perder a su esposo, al padre de sus hijos, al hombre bueno que una vez conoció y del que se enamoró perdidamente. Pero ya no le importaba nada. Casi prefería desengancharse de un…, ¿violador y asesino? La palabra se le había incrustado en la cabeza de tal forma que le costaba borrarla: «Asesino, asesino, asesino», martilleaba su cerebro.

—Álvaro, soy Elvi, en quince minutos nos vemos en la plaza Andalucía —dijo Elvira acabando de abotonarse la blusa—. ¿Te va bien? —le preguntó sabiendo la respuesta.

—Ok, aún me hallo en el hotel, pero estoy vestido —respondió.

Álvaro Alsina llegó a la plaza en tan solo tres minutos. Había mentido a Elvira cuando le dijo que aún estaba en el hotel, pues ya se encontraba en la calle y muy cerca del lugar de encuentro. Aprovechó para comprar el periódico en el quiosco de la glorieta y dos paquetes de tabaco rubio, uno de los cuales abrió incluso antes de pagar, llevándose un cigarrillo a la boca inmediatamente. A través de la ventana del puesto de periódicos vio a Elvira llegar al centro de la plaza. Al fondo, detrás de ella en línea recta, divisó a César Salamanca. Estaba sentado en uno de los bancos de madera que bordeaban la enorme fuente con dos figuras de ángeles volando en su interior.

«¿Qué coño hará César en Santa Susana?», se preguntó mientras dirigía su mirada hacia Elvira, que todavía no lo había visto.

Un pestañeo le bastó para perder de vista al rechoncho policía. En su lugar, un banco vacío y un abuelo apoyado en un bastón que se disponía a ocupar su sitio.

«¿Alucinaciones?», se preguntó Álvaro levantando el brazo y moviendo el diario que sostenía, haciendo señas a Elvira, que miraba para todas partes menos hacia él.

Al final, tras unos segundos interminables, ella lo vio y corrió a su encuentro.

—¡Buenos días, Elvira! —saludó Álvaro Alsina, sudoroso por el esfuerzo hecho con el brazo—. Solo te entretengo un momento —aseveró, tirando el periódico a una papelera y limpiándose los manchados dedos con un pañuelo de papel que extrajo del bolsillo de su pantalón.

—¿Te encuentras bien, Álvaro? —preguntó asombrada Elvira ante el aspecto descuidado y angustiado que ofrecía su amante—. Te noto atolondrado —afirmó sin dejar de mirar el pañuelo, hecho un amasijo mientras él lo restregaba con fuerza entre sus dedos.

—Sabes lo de Sandra López, ¿verdad? —preguntó arrojando el dichoso pañuelo al suelo en un acto impropio de él.

Elvira no respondió.

—La mataron el lunes —dijo él.

—Ya lo sé, Álvaro —replicó ella haciendo un ademán con la mano para que bajara la voz; él no se daba cuenta pero estaba gritando—. Vamos a un sitio más tranquilo —dijo mirando a unos abuelos sentados al lado del quiosco y que giraron sus cabezas para mirar a la pareja debido al escándalo que estaba montando Álvaro—. Me lo han dicho hace un rato en el hospital, no se habla de otra cosa —agregó con inquietud.

—¡Que no se habla de otra cosa! —exclamó Álvaro visiblemente irritado, mientras la vena del cuello se le hinchaba hasta casi estallar—. César me dijo que la acusación aún no era formal. Me aseguró que estaban recabando pruebas para incriminarme, y ¡ya lo sabe todo el mundo! —exclamó bajando la voz ante la severa mirada de una madre que pasó a su lado con un bebé a quien los gritos de Álvaro habían hecho llorar—. ¿Te ha seguido alguien? —interrogó a una cada vez más espantada Elvira.

—¡Quién me va a seguir! —intentó aplacar al exacerbado Álvaro—. ¿Te has vuelto loco? Con tu comportamiento no ayudas nada a demostrar tu inocencia —aseveró agarrándole los dos brazos a la altura de las muñecas para que dejara de hacer aspavientos.

—¿Crees en mi inocencia? —preguntó él con voz casi inaudible—. Sabes que eres lo que más me importa —declaró—. Solo dime: ¿crees que maté a esa pobre chica?

Elvira respiró hondo.

—Mira, Álvaro —respondió más nerviosa que cuando llegó a la plaza—, yo pienso que no eres capaz de matar a nadie, pero hay que reconocer que Sandra era una jovencita muy apetecible, sobre todo para un cuarentón como tú.

La última frase se clavó en el cerebro de Álvaro como una estaca en la linde de un campo. El presidente de Safertine la relacionó con unas palabras muy similares pronunciadas por su amada la última vez que habían comido juntos en el restaurante Alhambra.

«¿Por qué hace hincapié en mi posible relación con jóvenes quinceañeras?», se cuestionó mientras la afirmación de Elvira le martilleaba la sesera. «¿Fue una alucinación ver a César sentado en el banco de la plaza, o estaba ahí compinchado con Elvira para espiarme?».

Álvaro estaba demasiado cansado para poder razonar con claridad. Los nervios le atenazaban y apenas le dejaban organizar las ideas. Se dio cuenta de que la plaza estaba prácticamente vacía. Se había detenido el trasiego de transeúntes. El quiosquero recogía las revistas que envolvían la parada. Un payaso guardaba los globos que no había vendido esa mañana.

Las dos últimas personas de la plaza, excepto Álvaro y Elvira, se disponían a cruzar la ronda en dirección a la calle Mistral.

«Es la hora de comer», pensó Álvaro mientras observaba a su querida amiga, que lo miraba impasible, no como una amiga sino como una médico del hospital psiquiátrico podría observar a un paciente.

Buscó algún vestigio, algún indicio que le ayudara a corroborar su teoría del complot. «Una grabadora demostraría que Elvira colabora con la policía para reunir pruebas contra mí», pensó ante la mirada absorta de su acompañante que no comprendía muy bien qué le ocurría al presidente de Safertine.

—¿Te encuentras bien, Álvaro? —preguntó mientras daba un paso hacia atrás al percatarse de que estaban los dos solos en el centro de la plaza.

—Sí —respondió él, volviendo de su abstracción—, estaba pensando en la niña asesinada —dijo mientras cogía a Elvira del brazo para salir de la plaza—. ¿Cuándo dices que te has enterado de su muerte? —preguntó con voz melosa, más parecida a la de un loco que a la del ejecutivo agresivo que era.

—Esta mañana —respondió Elvira, vacilante. Era importante no exaltar a Álvaro más de lo que estaba—. Ha sido en el hospital, pero no me acuerdo de quién lo comentó —agregó, quitando hierro al asunto y tratando de no implicarse en la acusación de su amigo.

—¿No recuerdas quién lo comentó?

Elvira no sabía adónde quería ir a parar el colérico presidente de Safertine, pero el tono de voz y las preguntas que hacía la estaban sobrecogiendo. El calor en la plaza era asfixiante. La doctora casi no podía respirar. El aire pasaba demasiado caliente por su garganta y le quemaba los pulmones.

—No sé, Álvaro, la gente del hospital, los empleados —respondió, más tranquila al ver pasar un coche de policía por el interior de la enorme glorieta y que se detenía en un semáforo en rojo que limitaba la calle Mistral con los Porches—. ¿Por qué? —preguntó, sintiéndose amparada por la presencia de los agentes—. ¿Qué importa quién lo haya dicho?

Álvaro miró airadamente a su amada y se marchó sin decir palabra. La presencia de la dotación policial no le gustó un pelo. Conocía esa plaza al dedillo. Había pasado allí más horas, en aquellas calles, debajo de aquellos porches, que en su propia casa. Era la primera vez que veía un coche de policía en el interior de la plaza. No había ningún evento. No había nadie, solo ellos dos. Meditó sobre la posibilidad de que realmente fuera César Salamanca el que había visto en un banco de la fuente justo antes de llegar.

«Me estarán espiando», recapacitó encendiendo un cigarrillo cuando bajó al paso cebra de la calle Mistral.

Álvaro sabía que no se podía fiar de nadie, ni de su mujer, que seguramente era quien había puesto al corriente del personal del hospital San Ignacio lo del asesinato y violación de Sandra López. Ni de su amada y leal compañera, ni del jefe de policía de Roquesas, en otros tiempos gran amigo y ahora contrincante en el juego de los buenos y los malos. Álvaro Alsina aún no sabía qué papel tenía él en esa partida, ni de qué lado estaban los que le rodeaban.