Bartolo Alameda era el tonto del pueblo. Y harto de masturbarse a escondidas en el espigón del puerto o entre los zarzales de la playa, viendo alguna chica tostar su cuerpo al sol, una noche de luna llena optó por saltar la valla del corral de Miguel Herrera, el único pastor de ovejas que quedaba en Roquesas de Mar.
Miguel Herrera tenía once ovejas y seis cabras, todas bien alimentadas y guardadas en la granja Rosalía, llamada así en honor a su madre, una mujer del campo que había muerto a causa de la coz de una yegua gigante que tenían los Herrera.
El padre de Miguel, Jacinto, mató a la potranca de un tiro con la escopeta de dos cañones que guardaba encima de la chimenea y que solamente había usado antes para abatir a un lobo que atacó su rebaño de ovejas, degollando a cinco de ellas. Así pues, Bartolo Alameda estaba harto de autosatisfacerse y decidió poseer una de las magníficas cabras de Miguel. Le gustó tanto que repitió la hazaña durante quince noches, no saltándose ningún día su gratificante zoofilia. Miguel denunció en la comisaría de la policía local la muerte de dos cabras reventadas por dentro. César no tardó en dar con el autor de tan desmedida aberración. Una noche, el jefe de policía se agazapó entre los matorrales que rodeaban la granja y esperó tres horas a que apareciera el violador de cabras. César Salamanca fue provisto de un paquete de doce latas de cerveza bien fría, que no llegaron a calentarse por la velocidad que puso en engullirlas. Cuando faltaban dos minutos para cumplir las tres horas de espera, «troncha» en la jerga policial, Bartolo Alameda, el tonto del pueblo, saltó la baja valla que protegía el objeto de su deseo. César Salamanca se abalanzó sobre él, ebrio de cerveza y borracho de ira. Bartolo gritó como los corderos en la entrada del matadero, con un aullido chirriante y estrepitoso que se clavó en lo más profundo del oído del jefe. Incluso las ovejas y cabras corearon los chillidos del pobre desgraciado que había caído presa del máximo responsable de la ley en Roquesas.
—¡No me pegues más, no me pegues más! —gritó el asustado retrasado ante la avalancha de puñetazos que le estaba propinando César, ciego por el rencor que le pellizcaba las entrañas.
Finalmente salió del interior de la granja el bueno de Miguel, alertado por los gritos de su rebaño. Medió entre César y Bartolo, afirmando allí mismo que no tenía intención de denunciar al tonto y que renunciaba a cualquier tipo de indemnización por las cabras muertas.
—Primero se masturba a escondidas, luego se folla unas cabras… ¿Qué será lo siguiente? —se preguntó el jefe de policía mientras se alejaba de la granja Rosalía, cabizbajo por no poder aplicar la ley a su manera.
Aquilino Matavacas, el médico del pueblo, curó las heridas al pobre Bartolo. Tuvo que recomponerle su deformada nariz y repartir varios puntos de sutura en su magullado rostro. A pesar de que le preguntó varias veces quién le había hecho eso, quién era el autor de tal castigo, Bartolo calló y nunca dijo nada a nadie de lo ocurrido aquella noche en la granja de Miguel Herrera. Pero el recuerdo corría veloz, como un caballo desbocado, por su memoria.