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A las nueve y dos minutos, con la boca reseca de hablar, de fumar y de nervios, Álvaro Alsina volvía a telefonear al abogado de Madrid. Obcecado con la acusación de asesinato, no había pensado en el tema de los documentos que firmó a José Soriano Salazar y ahora le sobrevino el recuerdo de aquella noche fatídica. «Si me condenan o con solo acusarme, el gitano se quedará con mi empresa —pensó mientras buscaba nerviosamente el móvil de Nacho—. Lo tenía en mi agenda —recordó con los dedos húmedos de sudor—. ¡Aquí está!». Se lo llevó al oído.

—Nacho, hola, soy yo, Álvaro Alsina —anunció como si su amigo no reconociera su voz—. ¿Te pillo en mal momento? —preguntó al tiempo que tiraba el paquete de tabaco tras coger el último cigarrillo.

—No. Dime —respondió el letrado, que estaba a punto de salir de su despacho—. Ya te he dicho que tardaría un par de horas y apenas hace veinte minutos que hemos hablado —se quejó ante la prisa desmedida de su cliente.

—Ya lo sé, pero hay un tema del que no hemos hablado. —Álvaro pronunciaba de forma entrecortada, pues tenía problemas para llenar sus pulmones—. ¿Te acuerdas de la timba en el bar Oasis? —preguntó, sabiendo seguro que se acordaría de aquel día.

Nacho bajó la voz.

—Por teléfono no —dijo—. ¿No recuerdas que te van a acusar de violación y asesinato?

El vulnerable presidente de Safertine había olvidado aquellas películas americanas, donde a través de un pinchazo telefónico se podían oír las conversaciones de los que más tarde detendrían los eficientes agentes del FBI cubiertos con oscuras capuchas con agujeros en los ojos para poder apuntar con sus armas automáticas.

—Perdona, Nacho —dijo, apurando el cigarrillo—. Con los nervios no… —Se asomó a la ventana de su habitación esperando ver una furgoneta de cristales tintados aparcada ante el hotel.

—Nada, no te preocupes —replicó el abogado, asumiendo la situación por la que estaba pasando su amigo—. Como hemos quedado antes, dentro de un par de horas te llamo. No te preocupes —repitió antes de colgar.