La segunda llamada que tenía que hacer esa angustiosa mañana era al jefe de producción de Safertine, Diego Sánchez Pascual, el justamente apodado Dos Veces.
—Safertine —dijo una voz femenina que Álvaro no consiguió identificar.
«Se supone que tengo que conocer a todas las personas que trabajan en mi empresa», pensó.
—Con Diego Sánchez, por favor —pidió, sin entretenerse en dar explicaciones. El tiempo no es lo que le sobraba precisamente.
—¿Quién pregunta por él? —respondió la señorita en un ritual característico, como si según quién fuera diera paso a la llamada, y según quién, no.
—Álvaro Alsina Clavero —contestó refunfuñando.
«Cómo es posible que todavía pueda haber personas trabajando en la empresa que no conozcan al presidente», caviló.
—Le paso con él —dijo la chica.
—Don Álvaro, ¿cómo está usted?, ¿cómo está usted? —exclamó el hombre que tenía el mote más apropiado.
—No muy bien. ¿Qué se sabe de la tarjeta de red? —preguntó Álvaro, suponiendo que Diego no estaba enterado de la espantosa acusación que pesaba sobre él, por lo que sopesó que era mejor no mencionar el tema hasta que hubiese una incriminación formal por parte de la fiscalía de Santa Susana, que era el órgano competente para formular una acusación formal.
—Pues ya se está fabricando en serie —respondió el servicial jefe de producción—. Juan ha suscrito la orden y el sábado a las doce se firmará, Dios mediante, el convenio de la cesión al gobierno. ¡Enhorabuena, don Álvaro! —lo felicitó sin venir a cuento—, ha conseguido el contrato del siglo.
—No me felicites, Diego —rezongó Álvaro—, el acuerdo no se puede realizar sin mi firma, y yo de momento no pienso estamparla.
Todavía no tenía muy claro si el acuerdo con la Administración central era adecuado a los intereses de la empresa. La posibilidad de asociarse con el gobierno, en una venta masiva de hardware, había sido idea de Juan Hidalgo, no suya. «¿Sabes que supondría para la corporación que el gobierno nos tuviera a nosotros como únicos proveedores de componentes informáticos?», le dijo Juan el día que le propuso a Álvaro Alsina el negocio del siglo. «¡Seremos ricos!», exclamó botando por el despacho de Álvaro, seguro de que era el mejor negocio que nunca habían soñado. El presidente de Safertine se acordaba entonces de la máxima de su padre, el inteligente Enrique Alsina, «las medias para las mujeres», que aludía al hecho de que lo mejor era no tener mitades con nadie. Álvaro ya había infringido esa máxima el día que dejó que Juanito se hiciera cargo de la dirección de Expert Consulting. Calculó que no vendría mal el empuje de una persona joven y dinámica, frente a los principios desfasados de una presidencia y directiva vieja y obsoleta. El presidente de Safertine temía no estar a la altura de los nuevos tiempos y quedar anclado en el pasado.
—Vaya, no le ha dicho nada don Juan…, ¿verdad? —comentó el jefe de producción—. Como ya sabrá usted, en las cláusulas de Expert Consulting y Safertine figura un apartado que imposibilita refrendar acuerdos entre empresas a miembros de la directiva o presidencia que tengan antecedentes penales o que estén imputados judicialmente.
Álvaro Alsina tragó saliva.
—Maldito hijo de puta —masculló para que Diego lo oyera—. No hace falta que me lo diga —añadió con voz normal—, yo fui precisamente quien incluyó esa cláusula. Y supongo que no hace falta que le recuerde que yo no reúno ninguna de esas dos condiciones que usted ha mencionado: ni tengo antecedentes penales ni los tendré.
Antes de que Diego pudiera decir nada, Álvaro colgó sin más.
Safertine no fue siempre el nombre de la empresa. Cuando la fundó el padre de Álvaro su nombre era «Electrotécnica». Al principio la sede estaba en la calle Carnero, muy cerca del centro de Santa Susana, la calle más comercial de entonces. Don Enrique empezó con cuatro empleados: Diego Sánchez Pascual; Camilo Matutes Soriano, un hombre discreto y mesurado de sesenta y cuatro años, del que nadie hablaba, entre otras cosas porque él no hablaba con nadie; una secretaria comedida y un contable que tenía pluriempleo en varias empresas para sacar adelante sus ocho hijos. En sus inicios, Electrotécnica se dedicó a fabricar componentes galvánicos para transistores. Sus principales clientes estaban en el mercado europeo, la guerra había dejado la mayoría de los países derruidos y necesitaban material y mano de obra para reconstruirlo todo. Fueron unos años muy buenos para la industria. Antes de fabricar cualquier producto, lo que fuera, ya estaba vendido. Rodolfo Lázaro Fábregas, el ilustre arquitecto de Roquesas, trabajó en los planos del nuevo edificio de la empresa. El padre de Álvaro Alsina tuvo siempre mucha amistad con él. Como no podía ser de otra forma, le pidió que se encargara del proyecto de la futura Safertine, a lo que Rodolfo accedió gustoso por los estrechos lazos que mantenía con don Enrique. El padre de César Salamanca también quiso trabajar en la compañía aprovechando que ampliaban la plantilla a doce trabajadores, los doce apóstoles, como les empezaron a llamar en el pueblo. Pero el Gordito, como apodaban al padre de César, no entró en la empresa. Don Enrique era muy estricto en eso. Aceptaba a delincuentes de poca monta, como ladronzuelos o pillastres, había que tener en cuenta que en esa época de hambre era normal sustraer algún mendrugo de pan del aparador de una panadería. Pero lo que don Enrique no toleraba eran los borrachos. Sentía una especial animadversión hacia ellos.
«Tu hijo será un alcohólico como tú», le dijo un día el padre de Álvaro al Gordito, ante la atenta mirada de César Salamanca.
Esa agorera frase le quedó grabada al actual jefe de la policía local en letra profunda e indeleble. Y lo que más le dolió a aquel lamentable y desarraigado niño fue el hecho de que un nazi tétrico como era Hermann Baier se riera al oír la frase lapidaría de don Enrique en contra de su padre. El alemán adoptado por el pueblo de Roquesas de Mar nunca reía. Nadie lo vio jamás esbozar una sonrisa, por leve que fuera. Pero aquel día César Salamanca pudo ver cómo se ensanchaban sus labios hasta llenarle la cara completamente. Aunque realmente no fue así, Hermann había dejado de reír en 1945, el día que llegó a la estación del pueblo y la Guardia Civil le preguntó de dónde venía. «Del infierno», respondió con el eslogan adoptado por los refugiados alemanes. César Salamanca creyó ver en el ajado rostro de un hombre que ya era viejo cuando llegó a Roquesas, la carcajada carnavalesca de la burla. Pensó que se mofaba de su padre, el gordito borracho e inculto que ahogaba su llanto desesperado en vasos de vino tinto. Todo el pueblo se burlaba de él. Como aquel día que su padre se quedó sin un duro y no tenía dinero ni para un chato de tinto en el bar Oasis, a cuyo propietario odiaba de la misma forma que detestaban los judíos a los nazis. En la barra estaba Ezequiel, el pescador que se había caído al agua viendo el cuerpo deslumbrante de Sonia, la sirvienta de la familia Alsina.
—Te pagaré todos los vasos de vino que seas capaz de beber —le dijo al Gordito, para asombro de los demás clientes del bar.
No eran tiempos de regalar nada.
—Tienes que beber un vino que tengo traído de mi pueblo, es muy fuerte —afirmó Ezequiel al padre de César, mientras guiñaba un ojo a Hermann Baier, serio e impasible como siempre.
El pescador de Roquesas pasó detrás del mostrador del bar. Abrió una garrafa de cinco litros y puso seis vasos de barro sobre el fregadero de piedra. Añadió un dedo de chile y el resto de vino. Llenó los seis vasos con aquel mejunje y ofreció la combinación al padre de César, que se relamía ante el suculento vino que iba a echarse al coleto a costa de Ezequiel.
—Te puedes tomar todo lo que seas capaz de beber —le repitió mientras el Gordito cogía con sus enormes dedos el primer vaso y se lo zampaba sin siquiera olerlo.
—Es fuerte —confirmó el padre de César mientras se relamía tras el primer trago.
Hermann Baier no hacía mucho que estaba en el pueblo y no quería inmiscuirse en los asuntos vecinales. Lo que estaba viendo no era nada comparado con lo que había visto en Alemania, pero no dejó de sorprenderle. El Gordito bebió los seis vasos de la muerte. Salió del bar con el pequeño César Salamanca cogido de la mano. Fue la última vez que el jefe de policía recuerda haber sentido lástima de alguien. Esa misma noche yacía inerte el enorme cuerpo de Ernesto Salamanca Cabrero, un hombre que pasó por esta vida sin pena ni gloria. Todos los vecinos de Roquesas fueron al entierro. A César le pareció que Hermann reía, lo vio soltar unas sonoras carcajadas que espantaron a los cuervos que había en los árboles del cementerio y consideró que a su padre no lo había matado el alcohol, ni Ezequiel, lo había hecho el nazi adoptado por el pueblo.
—Maldito alemán —despotricó.