Nada más levantarse en su nuevo alojamiento, el hotel Albatros de Santa Susana, lo primero que hizo Álvaro fue encender un cigarrillo. Hubo una época en que no fumaba hasta haber desayunado o por lo menos tomar el primer café, pero con todo lo que estaba pasando ya estaba fumando antes incluso de ponerse en pie.
Y cuando se aclaró la garganta, después de unos exasperados carraspeos, cogió el móvil y llamó a Nacho Heredia Montes, el abogado de Madrid. Su fama le precedía. En tiempos había sacado de serios apuros a más de un cliente de Safertine y su filial, Expert Consulting. Gracias a él, Álvaro no estaba desahuciado de su empresa, ya que había mediado de forma crucial en la timba donde el actual presidente de Safertine se había jugado su futuro, y parte del pasado, como persona de bien.
«Espero que ahora pueda ayudarme», rogó cada vez más desesperado, mientras rastreaba la agenda de su teléfono en busca del número de su salvación.
Nacho Heredia había estado a punto de morir hacía diez años. Por aquel entonces contaba cuarenta y su hígado había dejado de funcionar. Los médicos le desahuciaron y solamente le quedaba el consuelo de morir dignamente en su casa, rodeado de los suyos. Un viaje a Brasil le salvó la vida. Al ilustre abogado lo curaron en una clínica de Sergipe, el estado más pequeño del país más grande de Sudamérica. Aunque la realidad era bien distinta: Nacho Heredia se aprovechó de una red de tráfico de órganos que le facilitó el hígado de otra persona, posiblemente secuestrada. Le costó mucho dinero y tuvo algún que otro remordimiento, pero estos fueron desapareciendo paulatinamente hasta diluirse en las alcantarillas del ayer.
—No es momento para venirse abajo, ahora hay que luchar como nunca lo he hecho antes —exclamó Álvaro en la solitaria habitación.
Tenía que redimir su matrimonio, recuperar el amor de sus hijos, demostrar su inocencia en el crimen de Sandra López. Sentado en la cama recordó cómo había planeado, junto a Juan Hidalgo, fundar una sucursal en Madrid. La idea de adquirir un despacho en la calle Serrano les rondó durante un tiempo.
«¿Sabes el impulso nacional que nos daría una oficina en Madrid?», le dijo Juanito toqueteando el Zippo de plata esterlina, gesto que repetía siempre que estaba nervioso.
La idea del ambicioso ejecutivo era marcharse a la capital y dirigir el nuevo proyecto personalmente. Juan sabía que Álvaro no quería irse de Roquesas de Mar, ni de Santa Susana, que era un hombre familiar y prefería permanecer cerca de los suyos. Desde luego, Álvaro nunca imaginó que tendría que llamar a Madrid para pedir ayuda a un antiguo amigo, una sombra del pasado que siempre había estado ahí cuando hacía falta, pero que era mejor no necesitar, como los que venden su alma al diablo: saben que les ayudará, pero mejor no tener que pedírselo.
Nacho Heredia Montes era una persona extravagante, con una enorme barriga que no disimulaba y un aspecto desaliñado y sucio. Pelo largo que apenas tapaba una incipiente calva, barba descuidada y unas gafas de cristales oscuros que se quitaba continuamente cada vez que hablaba, conformaban el estereotipo más alejado del letrado típico de ciudad. Ni de lejos aparentaba los cincuenta años que tenía, cualquiera le pondría, sin pensárselo mucho, sesenta o incluso más. No obstante, fijándose de cerca en su cara, la ausencia de las arrugas características de esa edad, delataban que todavía no era sesentón.
—Con el señor Nacho Heredia —dijo a la voz de mujer que le respondió.
Las secretarias de bufete solían ser melosas en el trato con los clientes. Era el contrapunto de la tosquedad y prepotencia de los letrados.
—Un momento, por favor. ¿Quién pregunta por él?
—Dígale que Álvaro Alsina Clavero, de Santa Susana. Él ya sabe quién soy.
—Un instante, por favor —replicó la chica mientras Álvaro pudo oír, de fondo, el repiqueteo del teclado de un ordenador.
Una musiquilla de Rudi Ventura amenizó la espera. El presidente de Safertine aprovechó para fumar otro cigarrillo.
—Álvaro —dijo la inconfundible voz del abogado, mientras seguía sonando la música de fondo que recordaba a los ascensores de los grandes almacenes.
—Nacho, hola…, ¿te acuerdas de mí? —preguntó tirando el pitillo al suelo y pisándolo para dejarlo medio apagado.
La música de El cóndor pasa de Simon y Garfunkel, que justo se empezaba a oír, dejó de sonar en ese momento.
—¡Pues claro! —exclamó contento, o aparentando estarlo—. ¿Cómo estás?
Nacho Heredia hablaba con tono decidido. Como buen abogado, sabía que cuando le llamaba un cliente por la mañana a su despacho, era porque tenía un problema. Y si requería del consejo de un letrado y este era Nacho Heredia Montes, muy gordo tenía que ser el contratiempo. No importaba la cantidad de papeles que tuviera sobre su mesa o la multitud de expedientes por revisar, lo realmente valioso era ayudar a ese cliente, y sobre todo si este era Álvaro Alsina Clavero, presidente de una de las empresas más boyantes de Santa Susana, capital de la provincia donde Nacho veraneaba cada año en los calurosos meses de agosto.
—Necesito ayuda. ¿Puedes dejarlo todo y venirte unos días a Santa Susana? —preguntó sin rodeos y lamentando que por teléfono fuese difícil explicar la situación. Tiempo no era lo que le sobraba a Álvaro precisamente—. Te puedes alojar en el pequeño estudio que tengo en la calle Replaceta —ofreció.
—Parece grave —aseveró Nacho—. Déjame un teléfono de contacto y en un par de horas te llamo y te digo algo, estoy acabando unos asuntos. ¿Me puedes avanzar un poco qué ocurre? —preguntó mientras cogía un lápiz y una pequeña libreta de anillas.
—Resumiendo —dijo Álvaro—, la policía local de Roquesas me acusa de la violación y asesinato de una menor de edad.
—¿Edad de la chica? —preguntó Nacho, tomando nota de lo que decía el presidente de Safertine:
«Punto uno: acusación de violación y asesinato de una menor». Encerró en un círculo la palabra «asesinato».
—Dieciséis años —contestó Álvaro, ahora un poco más tranquilo, viendo que su amigo se interesaba por el asunto—. La misma edad de mi hija Irene, ¿te acuerdas de ella? —preguntó intentando sacar un cigarrillo del arrugado paquete.
—Sí, claro que me acuerdo —respondió el abogado, evasivo—. ¿Han encontrado el cuerpo? —preguntó, sujetando el auricular con la mano izquierda y la libreta con la muñeca derecha mientras escribía.
—Sí, cerca de mi casa, aunque estuvo una semana desaparecida hasta que apareció el cadáver. Posiblemente la secuestraron el viernes cuatro de junio y la debieron de matar anteayer. —Álvaro temía que al abogado le sonara todo muy extraño. Aunque frecuentaba Roquesas de Mar en verano y conocía a muchos de sus vecinos, no se codeaba con el alcalde ni con el jefe de policía. Ese era uno de los principales motivos que habían empujado a Álvaro a acudir a él.
—¿Qué pruebas tiene la policía para acusarte? —El abogado realizaba las preguntas de forma concisa, quería preparar una buena defensa antes del juicio—. Es importante que me detalles todo lo que te han dicho, intentando no olvidar nada por insignificante que te parezca.
—Nacho, yo no la he matado.
—No te he preguntado eso. Contesta a mi pregunta.
—Un trozo de camisa rota que, según el jefe de policía, tenía la chiquilla en su mano y la confesión de un muchacho del pueblo que asegura haberme visto con ella la noche que desapareció.
Álvaro se soltó un poco más y respondió con claridad a las preguntas del abogado. El interés mostrado por este ayudaba a que le contara todos los detalles que recordaba sobre el caso de Sandra López.
—¿Conoces al jefe de policía? —preguntó Nacho en tono pausado, como si esta aclaración fuera más importante que las demás.
Paralelamente a las respuestas de Álvaro, Nacho enlazaba en su cerebro las posibles concordancias entre las preguntas y las respuestas.
—Sí, le conozco muy bien, prácticamente nos criamos juntos. ¿Por qué? —replicó Álvaro sin saber adónde quería ir a parar Nacho.
—Pues porque me parece poco peso para una acusación tan grave —argumentó el abogado—. De todas formas, me reuniré contigo antes del juicio, si es que lo hay. Ahora tengo suficiente material para empezar a preparar la defensa. Es la primera vez que veo acusar a un hombre de un delito tan grave, aportando tan solo un trozo de tela y la declaración de un testigo; la fiscalía tiene que facilitarme el nombre del muchacho —precisó repasando las notas de su libreta—. Como te he dicho antes, déjame un número de contacto y en un par de horas te llamo.
—Vale, espero tu llamada. No la hagas a mi casa, sino a mi móvil. ¿Tienes el número?
—Sí, lo tengo en la agenda de mi teléfono —dijo justo antes de colgar.
No había tiempo que perder, había que decir mucho con pocas palabras. Lo importante era actuar. La tesitura en que se encontraba Álvaro Alsina era que su amigo Nacho le defendería, pero nunca sabría si el abogado creería en su inocencia o no. Ese tipo de letrados actuaban por dinero y prestigio. El hecho de que su cliente fuese culpable o no les traía al pairo. A Álvaro le parecieron pocas preguntas para averiguar si era inocente o no, demasiado imprecisas y vagas. De todas maneras, cuando Nacho llegara a la ciudad entraría en más detalles.