Ese día, su captor no acudió. La escasez de alimento, ya que solamente comía un sándwich al día, y la falta de agua la estaban sumiendo en una anemia galopante que le dificultaba pensar con coherencia. Ya no sabía ni siquiera los días que llevaba secuestrada, ni las veces que había sido violada, ni qué estaba pasando ahí fuera: si la buscaba alguien, si sus padres la habían dado por muerta. De hecho estaba muerta: siendo quien era su secuestrador, no podía dejar que ella saliera con vida, ¿si no cómo iba a atreverse a someterla a esos abusos? La utilizaba como un juguete para sus enfermizos instintos.
La chica pensó que las paredes del sótano eran de ladrillo y, dadas las prisas que tenían para construir la casa, era posible que no todos los ladrillos estuvieran uniformes. Conque solo uno de ellos sobresaliera un poco ya sería suficiente para cortar la cuerda que le inmovilizaba las manos. La podría restregar fuertemente; aun a riesgo de lastimarse las muñecas. Luego, con las manos libres, se quitaría la mordaza y podría gritar cuando fuese de noche. Eso último era más difícil, ya que había perdido la noción del tiempo y no sabía ni qué día era, y mucho menos qué hora. De noche era más factible que algún vecino la oyera. Se echó a reír como una tonta.
«¿De qué serviría?», se preguntó.
El vecino que la oyera pedir auxilio llamaría a la policía local y César Salamanca sería el encargado de investigar el origen de los ruidos de la casa.