Después de la acusación informal de César Salamanca, Álvaro Alsina reservó una habitación en el hotel Albatros de Santa Susana. Debía reflexionar y actuar con cautela, se estaban juntando muchas cosas y le convenía andarse con precaución. No olvidó el tema de la tarjeta de red y la venta de esta al gobierno.
«¿Tendrá alguna relación con toda esta mierda?», se preguntó, escudriñando sus pensamientos. Recordó esas películas, basadas en libros de Grisham, donde un hombre corriente se ve sometido a una serie de penurias a causa de unas intrigas imposibles por parte de personas que él creía de su confianza.
«Mañana a primera hora llamaré a Nacho Heredia Montes. Es uno de los mejores abogados de Madrid. No quiero a nadie de la ciudad, puede tener implicaciones o algún conocido que le haga ser parcial. Roquesas y Santa Susana son comunidades caciquiles y si se trata de un complot, es mejor que me defienda alguien de fuera», caviló, intuyendo que venían malos tiempos para él y su empresa.
Tenía que firmar el contrato con el gobierno esa semana, la corrección de errores de la tarjeta de red estaba casi acabada. No sabía qué estaba pasando, pero quizá se había centrado demasiado en el trabajo y había descuidado a su familia. Según César, su mujer y su hija desconfiaban de él, y las pocas pruebas que tenía la policía del asesinato de Sandra, también le incriminaban. Siguiendo la sugerencia del jefe de policía de no abandonar la ciudad, se alojó en aquel hotel. En una situación así, el aislamiento era lo aconsejable. Debía hablar con su mujer para dejar las cosas claras. Así que desde la habitación llamó por teléfono a Rosa.