Juan Hidalgo Santamaría estaba sentado en su oficina de Expert Consulting. Su despacho era lo más parecido a la habitación de un aventurero. Sobre la pared pendía una multitud de objetos traídos de un sinfín de parajes remotos. El suelo estaba adornado por una alfombra persa, regalo de un amigo del gimnasio con el que jugaba a squash los jueves por la tarde. Tres cuadros de arte flamenco adornaban la pared más pequeña, la que había justo al lado derecho de la enorme mesa de nogal, de la que acababa de sacar, del último cajón, los documentos que encontró, o más bien halló, en el sótano del viejo edificio de la calle Carnero. Una carpeta azul, recubierta de celofán transparente y dos gomas que la cerraban; demasiado nuevas para el tiempo que se suponía que tenían. Separó los tiradores del portafolios. En el interior vio una libreta de anillas con tapas verdes de cartón grueso. Abrió la primera página: estaba escrita con pluma. El padre de Álvaro, don Enrique Alsina Martínez, odiaba los bolígrafos y utilizaba estilográficas para todo. Una de ellas, la de oro, todavía la conservaba Diego Sánchez, el jefe de producción de Safertine, desde que se la regalara don Enrique personalmente el día que cumplió treinta años en la empresa.
Juan leyó inquieto lo que ponía el documento:
Yo, Enrique Alsina, dueño de la empresa Safertine dedicada a la fabricación de productos electrónicos, mayor de edad y con plenas facultades físicas y psíquicas, expongo lo que a bien he tenido tiempo de meditar…
El teléfono asustó a Juan. Esperó unos instantes a que dejara de sonar. Repiquetearon cuatro tonos más; después siguió leyendo:
… lo que a bien he tenido tiempo de meditar. Que mi único hijo Álvaro Alsina Clavero, mayor de edad, no puede, ni debe, presidir ni tener cargo alguno en la empresa Safertine, por los motivos que paso a exponer.
Juan alcanzó el paquete de cigarrillos kurdos y se puso uno entre los labios. Lo encendió con el Zippo que le había regalado la señora Nieto, la suculenta mujer del alcalde de Roquesas de Mar. Pensó en salir al pasillo y coger un café o una botella de agua. Se le secó la boca a causa de la turbación que le producía lo que estaba leyendo, pero no quería dejar esa carpeta sola, y tampoco quería salir de su despacho con ella. Siguió leyendo:
… Que hace tiempo soy conocedor de la ludopatía que padece mi hijo Álvaro, que Dios sabe que he intentado ayudarle por todos los medios y que en ese empeño me he gastado parte de mi fortuna, ganada con el sudor de mi frente y años de sacrificio. Pero lejos de conseguirlo, él, mi hijo Álvaro, ha despilfarrado en bingos, timbas, máquinas tragaperras y casinos, casi todo el capital que tanto esfuerzo me ha costado reunir…
Juan apagó el cigarrillo, que prácticamente se había consumido en sus dedos y, sin mirar el paquete, cogió otro y lo encendió. Pasó la hoja de la libreta y continuó leyendo:
… Fue ahí precisamente, en un casino de mala muerte, regentado por el peor de los hombres que Dios ha puesto en nuestra comunidad, el gitano José Soriano Salazar, donde mi hijo, presa del vicio tan rastrero que le roe las entrañas y no teniendo más dinero para apostar, decidió ceder en una buena baza, según él, los derechos de explotación de la empresa Safertine y los beneficios que esta produjera, a tan detestable personaje. Que tal acuerdo vale como bueno, porque uno de los jugadores de la mesa, el abogado Nacho Heredia Montes, amigo de toda esa gentuza, rubricó en papel legal, extraído de su maletín que siempre portaba consigo, tal contrato…
El teléfono volvió a sobresaltar a Juan, que no se podía creer lo que estaba leyendo.
La empresa Safertine y su filial Expert Consulting, de la que él era director adjunto, no pertenecían a Álvaro Alsina, sino a José Soriano Salazar, el mayor traficante de drogas en toda la provincia, pensó Juan, que no podía dejar de leer el escrito de don Enrique.
Prosiguió:
… Tal contrato tiene validez legal ya que se asentó en el Registro Mercantil. Mi hijo Álvaro, creyéndose más inteligente que los demás, puso una condición para que el infame José Soriano Salazar se hiciera cargo de la empresa, heredando todos los derechos sobre la misma en caso de incumplimiento. Esa cláusula es la que mantiene al despreciable traficante de drogas lejos de mi industria, y es que…
Juan se puso otro cigarrillo entre los labios. Tenía la boca pastosa, como si hiciese tres días que no bebiera agua. Descolgó el teléfono para que nadie le molestara y quitó el sonido del móvil. Se levantó y cerró con pestillo la puerta del despacho. Se sentó de nuevo. Encendió el cigarrillo, sin darse cuenta de que había uno humeando en el cenicero de cerámica de su mesa.
… y es que Álvaro no puede ser condenado por ningún delito grave. En el mismo momento que haya una sentencia ejecutoria por cualquier delito de los contemplados en el Código Penal como graves, la empresa Safertine, todo el capital de la misma y las propiedades que esta tenga, pasarán a ser de titularidad exclusiva de José Soriano Salazar. Es por este motivo y antes de que a través de mi hijo me hagan daño a mí o a cualquiera de mi familia, que escribo este texto de mi puño y letra para que…
El escrito terminaba ahí. Juan pasó todas las hojas hasta el final, pero no había nada más. Don Enrique no había llegado a terminarlo. Miró el principio, donde ponía la fecha: el mismo día que murió don Enrique Alsina, falleció antes de poder acabarlo. «Cáncer de pulmón, eso ponía el informe médico —recordó Juan, no muy seguro de que realmente hubiera ocurrido así—. Quizá lo mataron», meditó mientras cerraba la libreta y volvía a meterla en la carpeta. La guardó bajo llave en la caja fuerte.