Alfredo Manrique Lecina era un policía de las últimas promociones de la academia. Con veintiocho años recién cumplidos creía que se iba a comer el mundo. Hacía seis meses que había ingresado en la Escuela General de Policía en Madrid, y después de un curso de lo más comprimido, durante el cual había primado la educación disciplinaria y teórica en detrimento de la práctica, había ido al ayuntamiento de Roquesas de Mar para que el prestigioso jefe de policía César Salamanca Trellez, cuya fama traspasaba los límites provinciales y llegaba hasta el centro del Estado, le acabara de hornear como buen agente defensor de la ley. Alfredito, como le solía llamar don Luis, el cura del pueblo, provenía de una familia pobre. Sus padres, muertos hacía años, habían sido unos agricultores de Roquesas de Mar que siempre habían vivido en el casco antiguo del pueblo. Alfredito se quedó huérfano con quince años y todos los habitantes del pueblo arrimaron el hombro, de una u otra forma, para ayudar al chico a salir adelante. Don Luis le dio educación y alimento espiritual. Álvaro Alsina, el presidente de Safertine, se lo llevó en más de una ocasión a comer a su casa y nunca salió de ella sin un billete en sus bolsillos para que pudiera comprarse un paquete de tabaco o disfrutar de una tarde en el cine. César Salamanca vigiló las compañías con que se juntaba, evitando que fuera atraído por ambientes descarriados, como eran los del gitano José Soriano Salazar, amo del tráfico de drogas de toda la provincia. Rodolfo Lázaro, el difunto arquitecto de Roquesas, siempre quiso que Alfredo fuera constructor, e incluso de joven, tras la muerte de sus padres, se lo llevó en más de una ocasión a su despacho de la calle Tibieza, en el centro del casco antiguo y muy cerca de donde aparecieron los restos arqueológicos de la época romana. Fue la primera vez que llegó la televisión al pueblo, por lo menos de forma oficial. Roquesas de Mar salió en todas las cadenas y los presentadores más famosos hicieron acto de presencia en la villa.
—¿Qué te ha parecido la conversación? —preguntó un ufano jefe de policía a Alfredo, que permanecía callado en el despacho.
—¡Conversación! —exclamó el joven, todavía asombrado por lo que acababa de ver y oír—. Ha sido una acusación en toda regla —afirmó—. Es evidente que don Álvaro es culpable de la violación y asesinato de la niña…, ¿verdad?
—¿Eso es lo que has extraído de lo que acabas de presenciar? —repuso César mientras tomaba un nuevo chicle azucarado—. ¿No te enseñaron en la academia que hay que comprobar las pruebas antes de cuajar una acusación formal, eh?
—Entonces —objetó el alumno, sonrojándose un poco—, ¿aún no está inculpado de la violación y asesinato de Sandra López?
Alfredo quería mostrarse como un buen aprendiz para que César no manchara su expediente. El jefe de policía de Roquesas era el encargado de evaluar el avance profesional de su pupilo. Una mala nota podría suponer su baja de la carrera policial, algo que Alfredo no podía tolerar. Había prometido sobre la tumba de sus padres que sería un buen defensor de la ley, y las promesas hechas a los muertos deben cumplirse a rajatabla.
—Yo he percibido una auténtica acusación —añadió mirando a César y esperando un gesto de complacencia.
—Veo que te has dado cuenta —aseveró el barrigón jefe de policía mientras se frotaba su ancha nariz de boxeador—. No tengo pruebas suficientes para denunciar ante el juez el crimen atroz que ha cometido Álvaro Alsina, pero la conversación que acabamos de tener no buscaba encontrar vestigios del delito, sino ponerlo nervioso para ver por dónde respira ahora que se siente vigilado.
César abrió la nevera de su despacho y sacó dos latas de cerveza, ofreciendo una a su alumno, que la cogió dándose cuenta de que el jefe había aprobado su comportamiento durante la reunión entre los dos antiguos amigos y actuales contrincantes.
—Estoy preparando el terreno de los inspectores de Madrid —aseveró César abriendo la lata de cerveza para beberse la mitad de un solo trago—. Ese hijo de puta violó y mató a la joven y dulce Sandra López. Lo hizo de la manera más despiadada y aprovechándose de la noche y la indefensión de la víctima. ¿Sabes qué es eso? —preguntó tras ingerir el último sorbo de cerveza. Alfredo todavía no había probado su bebida.
—Asesinato —respondió el confundido alumno de policía—. Quiere decir que reúne los requisitos para ser calificado de asesinato. —César Salamanca abrió la desvencijada nevera y sacó otra lata de cerveza, abriéndola con una sola mano—. Es decir —prosiguió Alfredito—, se trata de un homicidio con alevosía, premeditación, ensañamiento…
—Vale, vale —le interrumpió el jefe—, ya me conozco todas esas teorías sobre la calificación penal de los delitos. La calle es diferente —añadió, y se zampó un largo trago de la segunda cerveza, llenándose los labios de espuma—. ¡Esta mierda de nevera ya no enfría! —exclamó—. Ya hablaremos en otro momento, Alfredito —le dijo al alumno que observaba, desmitificado, al legendario jefe de policía—. De momento solo retén la idea de que Álvaro Alsina es culpable. Nuestro trabajo es reunir las pruebas suficientes para acusarlo ante de un tribunal… ¿Ok?
Alfredo Manrique no contestó. Salió del despacho y se dirigió al garaje donde estaban los dos únicos coches de que disponía la policía municipal: un todoterreno granate con el techo lleno de focos y un monovolumen azul con tres vueltas en el cuentakilómetros. César Salamanca solía salir del perímetro de la población y se paseaba por los caminos que rodeaban Roquesas de Mar, lo que motivaba que los vehículos de que disponía la comisaría local tuvieran un enorme kilometraje y fueran viejos incluso antes de pasar la primera revisión. Alfredo reflexionó sobre la conversación que acababa de mantener el jefe con el sospechoso Álvaro Alsina y la que había continuado él después con su superior. En su cabeza daban vueltas las palabras que usó el barrigón para referirse a la niña asesinada:
«Joven y dulce Sandra López».
«Joven y dulce», repitió en su ágil cerebro de inexperto policía en prácticas.
«¿Por qué habrá dicho dulce?», pensó Alfredo Manrique Lecina mientras retorcía sus largas patillas rubias, acordándose de las clases de la academia en Madrid. Los pederastas piensan que las niñas son los más dulces manjares de que puede disponer un hombre, decía el comisario Sancho Carnerero, uno de los profesores más representativos de aquella institución.
Alfredito se montó en el monovolumen. Se abrochó el cinturón de seguridad y salió a patrullar las calles de Roquesas de Mar.