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Le dolían todos los músculos. En la pierna derecha tenía un tirón que se le hacía insufrible. Momentos antes había vomitado por debajo de la mordaza y casi se ahoga. Durante el día se dijo que tenía que acabar con aquella agonía, ya que de todas formas, pensaba, iba a morir. Pese a la oscuridad y la profundidad del sótano, de vez en cuando sentía voces a lo lejos y algún motor de un coche o una moto que pasaban por la calle, pero no podía gritar y tampoco estaba segura de que pudieran oírla. Tampoco sabía qué le haría él si se enterara de que ella pedía ayuda. Entonces le pasó por la cabeza el suicidio. No sería complicado, le bastaría con incorporarse como pudiera, coger carrerilla en los escasos cuatro metros que tenía el sótano y golpearse la cabeza contra la pared. Pero, por otro lado, tenía miedo de no morir y quedarse parapléjica, pues entonces su captor seguramente seguiría violándola y ella perdería toda esperanza. Retomó la idea que había tenido al principio, la de arrancarle el pene de cuajo de un mordisco en cuanto tuviera oportunidad. Eso estaría bien. Sería tal el dolor que sentiría, que durante unos segundos no podría reaccionar y ella aprovecharía para coger el arma. No obstante, sería muy difícil coger la pistola con las manos atadas a la espalda y después disparar; y cabía la posibilidad de que el arma no estuviera cargada. En cualquier caso, su raptor ya no violaría a nadie más y ella estaría muerta, que a fin de cuentas era lo mejor que le podía pasar. La chica no soportaba la idea de que su torturador saliera indemne después de todo lo que había hecho. No tenía forma de dejar una nota que explicara lo que en ese sótano había ocurrido las últimas semanas, pero sabía que era el sótano de una casa y que algún día se vendería. ¿Y si él era el dueño? Entonces no había ninguna posibilidad. Ella perdería la vida.