Ya eran las diez de la noche cuando Álvaro Alsina aparcó su coche en la vacía calle Reverendo Lewis Sinise. Normalmente lo metía en el garaje y entraba a la casa por la puerta interior de la cochera, pero esa noche no lo hizo así. Tenía ganas de andar y disfrutar de un paseo por la avenida principal de la urbanización. Si metía el coche en el garaje y su mujer advertía su presencia, le costaba convencerla de que le apetecía estar un rato a solas. Le reconfortaba deleitarse con un tonificante paseo nocturno antes de irse a dormir. Decidió llegar hasta la rotonda inacabada, la misma donde un día antes se había encontrado con César Salamanca, el barrigón jefe de la policía local.
Antes de bajar del coche abrió la guantera para coger el paquete de tabaco que guardaba para emergencias, cuando se quedaba sin cigarrillos y era muy tarde para ir a algún bar del pueblo a comprar. La previsión le hacía llevar siempre una cajetilla de sobra. Se asombró al ver que entre la documentación del coche había un inhalador de los que utilizaba Elvira para el asma.
«Se lo debió de olvidar el último día que quedamos», pensó.
Intentó recordar cuándo había sido la última vez que se vieron, pues ese día habían ido andando hasta el restaurante Alhambra y no se sentaron en el coche en ningún momento. No pudiendo determinar el día exacto, decidió que lo mejor era cogerlo, ya que en el coche corría el riesgo de que lo viera su mujer. Agitó el espray y comprobó que estaba prácticamente vacío. Lo metió en el bolsillo de la camisa, junto al paquete de tabaco.
«Lo tiraré en una papelera», se dijo cerrando el coche con el mando a distancia.
Deseó no encontrase con el jefe de policía. Aunque de niños eran muy amigos, las diferencias de estatus los habían distanciado y en la actualidad conservaban una forzada amistad que ambos sabían que en cualquier momento se podía resquebrajar. Álvaro contempló la parte vieja del pueblo. Desde el final de la calle se podía observar, al fondo, las pocas luces que aún permanecían encendidas. Roquesas de Mar preservaba el embrujo de antaño y sus adoquinadas callejuelas exhibían, exultantes, ventanales plagados de macetas y alumbrados por las pocas y arcaicas farolas que los vecinos no habían querido cambiar. Bombillas de pocos vatios iluminaban apenas las descascarilladas fachadas y ofrecían un aspecto tenebroso, casi lúgubre, que obligaba a los vecinos a permanecer en sus casas las frías noches de invierno; solo los veraneantes rompían esa magia en verano, cuando torpedeaban la tranquilidad del pueblo con sus idas y venidas. Álvaro se volvió hacia el lóbrego bosque. Sus ojos se adaptaron a la tétrica oscuridad de los pinares y encendió un cigarrillo. El calor atraía los mosquitos, así que dio manotazos al vacío, haciendo aspavientos para apartarlos de su vista. En ese momento volvió a oír el mismo ruido de la noche anterior, pero ahora con más nitidez. Un crujido. Unos tablones desplazándose sobre un andamio. Al principio se asustó, pero su cerebro procesó rápidamente la información recibida y trató de buscar una explicación lógica.
—Vamos, Álvaro —se dijo en voz alta para tranquilizarse—, solo es un tablón flojo.
El leve golpeteo proveniente de la obra lo llevó a fijar su vista en la estructura de la casa. Entonces se percató de que no habían colocado ningún letrero del constructor o promotor, ni fecha de inicio. De hecho, y mirando toda la valla, no se veía ninguna señalización que indicara nada sobre la obra. Álvaro recordó que nunca había visto a los obreros. Ignoraba si eran de Roquesas de Mar, de Santa Susana o de algún pueblo de los alrededores. La fachada inacabada de ladrillo rojo de la futura residencia estaba levantada hasta una altura de un metro aproximadamente y, aunque no se podía ver el interior de la obra, se vislumbraba que sería una vivienda de dimensiones considerables. Por encima del muro de obra vista se veían los tablones que recubrían la bodega. Las casas de la urbanización tenían el garaje a la altura de la calle y debajo estaba el sótano, que normalmente se utilizaba como despensa para almacenar vino, leche, agua, o poner un congelador, como más de un vecino había hecho ya. También era útil como trastero para guardar las cosas que no se utilizaban y que en algún momento irían a parar a la basura. Álvaro giró en redondo y comprobó que estaba completamente solo. La calle estaba vacía y el destello de las farolas trazaba sombras sobre la acera. La suave brisa veraniega le jugó una mala pasada y por un momento creyó oír una voz proveniente del inacabado sótano. No fue el crujido de un tablón, ni como si la obra se aposentara sobre su estructura. Le pareció el sonido agonizante de una voz. Un murmullo en medio de la noche que le puso la piel de gallina.
Intentó asomarse al interior del vallado sorteando el tabique y apoyando los antebrazos en la repisa del muro. Se encaramó con dificultad, y solo consiguió rasgarse la camisa al quedarse enganchada en el alambre de espino colocado sobre la tapia y que protegía el acceso al interior. Un jirón en el brazo derecho, a la altura del codo, y una salpicadura de sangre, acreditaban que no había sido buena idea asomarse al cercado. En el vaivén para desengancharse saltó del bolsillo de su camisa el aerosol para el asma, cayendo en el interior de la obra, justo donde iría el jardín de la nueva casa.
—Mi mujer me matará —pensó en voz alta—. He rasgado la mejor camisa que tengo, la que me regaló su madre con todo el cariño del mundo.
Ciertamente, la viuda Petra Ramos Pérez, madre de Rosa, agasajaba con dádivas a su yerno para ganarse su estima. Él no se mostraba demasiado receptivo con la mujer y eso hacía que Rosa se incomodara.
El presidente de Safertine se hizo una herida en el codo, un corte sin importancia, que sin embargo empapó la camisa y convenía desinfectar cuanto antes; los alambres desprendían óxido.
«Me limpiaré la magulladura en casa», pensó.
Entonces observó la parte trasera de la casa. El bosque de pinos permanecía silencioso, oscuro e impenetrable. Un silbido apenas perceptible hacía tambalear los enormes árboles, como si quisieran empezar a andar. Se oyeron pisadas provenientes del interior de la espesura. Solamente era el sonido del viento, articulándose de tal manera que daba la sensación de un murmullo intenso y vehemente. Álvaro tuvo por un momento la sensación de que alguien le estaba observando desde lo profundo de la maleza. Tiró al suelo el cigarrillo y lo pisó con el pie antes de dirigirse hacia la puerta de su casa, tapando la herida del codo con la mano. En ningún momento echó la vista atrás. Tuvo miedo…