17

A la misma hora, las cuatro de la tarde, Álvaro Alsina estaba sentado en su despacho. Silvia Corral Díaz, la secretaria, no solía venir por las tardes, pero ese día, por exceso de trabajo acumulado, tuvo que personarse en su puesto. Álvaro ojeaba los informes sobre los componentes de la nueva tarjeta de red, aunque no los entendía muy bien.

«Debí haber estudiado informática», pensó sin dejar de mirar la ingente cantidad de papeles llenos de datos y diagramas de flujo.

El silencio le incomodó. Apenas el ruido continuo del ventilador del ordenador rompía la tranquilidad. Ante sí tenía una desordenada cantidad de cifras, incomprensibles para un profano en asuntos informáticos, como era su caso. Dentro de lo que podríamos llamar la primera ley de la termodinámica, acerca de que nada se crea o se destruye, sino que solo se transforma, la documentación que Álvaro sostenía en sus manos, desarmaba cualquier apoyo de ese principio fundamental.

—Los datos son solamente eso: datos —se dijo murmurando—. Y la suma de todos los datos siempre ha de dar el mismo resultado —estimó mordisqueando la capucha de un bolígrafo.

Y cuando más concentrado estaba en la labor fue cuando sonó el teléfono de su despacho. Se sobresaltó…

—Diga —dijo al descolgar, mientras con la otra mano sacaba del bolsillo de la chaqueta el paquete de tabaco comprado en la máquina del restaurante Alhambra, humedecido por la transpiración de la calorina de junio.

—¿Señor Alsina? —preguntó una voz de sobra conocida.

—Sí, Bruno, dime —respondió tras ponerse un cigarrillo en los labios y hurgando en el bolsillo de su pantalón en busca del mechero.

Bruno Marín Escarmeta era el legendario alcalde de Roquesas de Mar. Llevaba más de veinte años ejerciendo, entre otras cosas porque era el único que se presentaba a la reelección. Nadie conseguía hacerle sombra en la alcaldía, y los habitantes de Roquesas de Mar estaban, en cierta manera, conformes con su gestión al frente del consistorio municipal. Con su calva prominente descubriendo una cabeza de magnitud considerable, podía presumir de tener una mujer de bandera, a la cual sacaba once años de edad. No eran demasiados, pero ella aparentaba ocho menos y él diez más, por lo que la proporción se disparaba considerablemente. Esa apreciable diferencia de edad era motivo de chascarrillos en una villa como aquella.

No era habitual que el alcalde llamara a Álvaro a su oficina, normalmente se veían en Roquesas, sobre todo cuando quedaban con sus mujeres para pasear o cenar en algún restaurante típico. Al alcalde le gustaba codearse e intimar con los habitantes de su pueblo, y mucho más si estos eran pudientes, como el caso de la familia Alsina. Así que no era extraño que en varias ocasiones hubieran coincidido en cenas formales o en veladas aburridas en casa de unos o de otros.

Antes de telefonear a Álvaro, Bruno Marín había intentado localizarlo en el pueblo. Para ello dio varias vueltas en coche por la calle Reverendo Lewis, donde vivía el empresario. Pasó repetidas veces por delante del número 15, en un intento de cruzarse con él de forma casual y aprovechar para hablar del tema que le preocupaba. Para el alcalde aquel asunto era muy engorroso y quería plantearlo en un encuentro fortuito con Álvaro. Cuando pasó por una de las casas de la urbanización, vio una valla a medio clavar y en el suelo, delante de la valla, un martillo de carpintero probablemente olvidado por los trabajadores esa misma tarde. No era una herramienta corriente —la típica de mango de madera—, esta estaba adornada con un cincelado muy fino a lo largo de la empuñadura. Un ribeteado, que simulaba el ventanal de una iglesia, recorría toda la madera. Era un dibujo quemado, como hecho con la punta metálica de un soldador casero. Bruno lo cogió y, viendo que era de buena calidad, lo metió en el maletero de su coche para que nadie lo robara. Lo hizo de forma inconsciente, sin pensar. Las posibilidades de encontrar a su dueño se desvanecerían si no lo anunciaba en la revista local, en la sección de objetos perdidos. Informaría del hallazgo en cuanto le fuese posible.

—¿Podemos vernos un momento para hablar? —preguntó el alcalde.

—Claro. ¿Dónde te va bien? —interpeló, y encendió el cigarrillo tras haber encontrado el mechero.

—Estoy en Santa Susana, muy cerca de tu empresa. Si te parece me paso por tu oficina —propuso y chasqueó sus viscosos labios.

—Perfecto —respondió Álvaro e inhaló una bocanada de humo—. Ven cuando quieras, te espero. Esta tarde tengo la agenda vacía.

Álvaro abrió su dietario de tapas azules y observó la hoja repleta para la tarde del lunes. En un repaso rápido tachó todas las tareas no urgentes. Lo había hecho tantas veces que ya estaba acostumbrado a aplazar su agenda sin apenas inmutarse. No podía hacer esperar al alcalde de Roquesas, no era conveniente para él.

—En diez minutos —replicó Bruno—, lo que tarde en aparcar el coche. Me encuentro delante del edificio de tu oficina —añadió nervioso.

El alcalde estacionó su flamante Audi negro en uno de los aparcamientos del centro. Necesitó más de cuatro maniobras para encajarlo entre las dos columnas de la plaza. Bajó del coche con el tique del garaje en la boca y se lo guardó en el bolsillo trasero del pantalón. Subió las escaleras mecánicas hasta la puerta principal y salió a la plaza que había delante del enorme edificio que albergaba las oficinas de Safertine.

Diez minutos más tarde entró al despacho de Álvaro Alsina, no sin antes saludar a la bella Silvia Corral, dándole dos besos que ella no pudo rechazar por su situación laboral y por la importancia del cargo que ostentaba el barrigón alcalde de Roquesas de Mar, aunque era sabido el asco que le producía a la secretaria.

—Me alegro mucho de verte, Silvia —profirió Bruno sin dejar de mirar, de una forma descarada, el sugerente escote de la chica.

—Igualmente, don Bruno —contestó ella, sin el mismo ánimo que había puesto él en su efusivo saludo—. ¿Cómo se encuentra usted? —preguntó con formal cortesía—. Hacía tiempo que no venía por aquí.

—¿Está Álvaro? —preguntó obviando la pregunta de la secretaria y haciendo una mueca con sus labios que en un joven y apuesto hubiera quedado sensual, pero que en el caduco Bruno resultó repugnante.

Silvia Corral asintió con la cabeza y esperó a que el alcalde entrara al despacho de su jefe para limpiarse la cara con una toallita húmeda. No advirtió al presidente de la presencia del alcalde, dando por supuesto que ya le esperaba.

—¡Bruno! —exclamó Álvaro y tendió la mano para estrechar la del viejo alcalde—. ¿Qué te trae por aquí? —preguntó balanceando el cigarrillo que sostenía.

—Necesito hablar contigo —dijo—, si tienes un momento, claro. Es un tema delicado —afirmó bajando la voz y mirando hacia la puerta del despacho.

—¿Vamos al bar de abajo? Así aprovechamos y tomamos una cerveza.

—No. Si no te importa, hablamos aquí. Es un asunto muy personal y no quiero que nadie nos escuche. ¿Es segura tu oficina? —preguntó mirando otra vez la entreabierta puerta.

—Me estás asustando. ¿Quieres decir si grabamos las conversaciones? —sonrió—. No te preocupes: no hay micrófonos en mi despacho y tampoco tenemos cámaras de seguridad, ni nada por el estilo.

Álvaro intentó adivinar qué preocupaba tanto al alcalde. Cuanto más se aproximaran sus deducciones a lo que el viejo Bruno tenía que decirle, menos se sorprendería cuando lo hiciera.

—Bueno, iré al grano —empezó Bruno.

—Te lo ruego.

—Sé, y supongo que tú también, que tu socio Juan Hidalgo se está tirando a mi mujer.

Sorprendido, el presidente de Safertine se obligó a forzar su cara para que no se notara su incomodidad. Si le hubieran preguntado qué es lo que menos le gustaría oír, esa habría sido probablemente su respuesta: la declaración de un hombre sobre la infidelidad de su mujer.

Se sonrojó un poco. No esperaba esa afirmación por parte del alcalde.

—Mira, Bruno —atinó a decir—, esos son temas muy personales, yo no es que…

—¡Tengo sesenta y un años! —lo cortó el alcalde—. Y no me chupo el dedo. La edad me ha hecho más viejo, pero también más sabio.

Bruno se soliviantó como si la culpa de todo fuera del presidente de Safertine, actitud que desagradó mucho más a Álvaro, que no sabía cómo salir de la situación.

—Sé que tengo una mujer que está muy buena —continuó, bajando la voz para que la secretaria no lo oyera—. La saqué del arroyo, como se suele decir, y no consentiré que se beneficie de ella un guaperas presuntuoso como tu socio Juan Hidalgo.

Álvaro lo miró procurando no gesticular para que su rostro no delatara lo comprometida que le resultaba aquella conversación.

—Ayer removí las facturas que guardamos en el sótano de casa y encontré el recibo de un mechero Zippo de plata esterlina, ¿te suena haberlo visto? —preguntó a un callado Álvaro Alsina—. Es muy característico —añadió—, tiene grabado en relieve la figura de un Pegaso, ya sabes, un caballo con alas.

Bruno parecía más calmado después de la explosión de cornadura que acababa de tener. Álvaro sabía muy bien que su socio Juan tenía uno de esos mecheros. Además, y como fumaba constantemente, lo exhibía de forma continua.

—He visto que Juan tiene un mechero de esos —afirmó—, pero eso no significa nada. Hay montones de Zippos iguales, ese no tiene que ser necesariamente regalo de tu mujer.

—Como ese solo hay uno —aseveró de forma contundente—, porque según la factura de compra lo hizo grabar expresamente el día que lo adquirió. ¿Entiendes?

Bruno cargaba contra Álvaro como si él tuviera algo que ver en todo eso. La empatía del presidente de Safertine hizo que procurara mostrarse comprensivo.

—Vale, Bruno —intentó tranquilizarlo—, en caso de que así sea, ¿qué relación tiene el mechero de plata con la presunta infidelidad de tu mujer? Yo mismo —se puso de ejemplo, y bajó a voz— he regalado cosas a mi secretaria y no por eso me la tiro.

—¿De verdad? —preguntó el alcalde, receloso—. Ya sabes que el marido es el último en enterarse, pero yo estoy seguro de que mi mujer retoza con ese playboy. Y lo que no soporto es que vaya haciéndose el gallito y presumiendo de eso.

—¿Los has visto juntos?

—No ha sido necesario.

Álvaro sabía que Juan no era de los que alardean de sus ligues, aunque todos sabían a quién se tiraba. Lo de la mujer del alcalde, Elisenda, hacía tiempo que coleaba por los pasillos de la empresa. Fue tema de conversación en las tertulias de la cafetería. Pero el presidente de Safertine no debía inmiscuirse en los asuntos personales de sus socios o empleados, así que prefería no afirmar ni negar la relación de Juan con la mujer del alcalde. Un enfrentamiento con Juan en esos momentos podría suponer el fracaso del negocio que tenían entre manos.

—¡Está bien, está bien! —exclamó Bruno—, te dejo, que veo que tienes trabajo. Solo quería decirte que sé lo de mi mujer con tu socio y que quiero que dejen de verse. Yo prefiero no hablar con él, porque no respondería de mis actos. Además no quiero rebajarme a suplicarle a un casanova del tres al cuarto que repudie a mi mujer. —Hizo una pausa y luego dijo—: Pero a ti te escuchará.

Aquellas palabras sonaron a todo menos a súplica. Álvaro se sintió intimidado. Había una lectura entre líneas que no pasó inadvertida a los oídos del apurado presidente de Safertine.

—Haré lo que pueda —afirmó—. Pero, como te he dicho, eso es muy personal. Es algo entre tu mujer y tú.

Bruno se secó el sudor de la frente y se pasó el dorso de la mano por los labios. Rebosaban espuma blanquecina. Respiró varias veces para calmarse y dijo:

—¿De verdad no te has tirado a tu secretaria?

Seguidamente guiñó el ojo a Álvaro, como si ya se hubiera olvidado del asunto que lo preocupaba.

Era curiosa la doble moral que tenían muchas personas, pensó el presidente de Safertine: por un lado le estaba diciendo que no quería que a su mujer se la beneficiara un ligón como Juan, y al mismo tiempo le sugería que no entendía que no se hubiese acostado con su secretaria. Lo que no quieras para los demás no lo quieras para ti, era un buen proverbio para aquella situación. Álvaro se esforzó en ocultar una mueca de asco hacia el alcalde.

—Qué va —respondió—, ni siquiera lo he intentado. Me parece una buena chica y una excelente profesional —aseveró.

—Pero si está pidiendo a gritos un buen… —repuso Bruno dejando la frase a medias para evitar un lenguaje poco adecuado para un alcalde.

El presidente de Safertine no se sorprendió del comentario, aunque le desagradó.

—Bueno, Bruno —Álvaro le tendió la mano para despedirse—, ya nos veremos, y cuando tenga ocasión hablaré con Juanito sobre ese tema.

Se despidieron en la puerta del despacho. Álvaro sintió repugnancia al estrecharle la mano al alcalde, pues la tenía empapada en sudor. En otra circunstancia no mantendría una amistad con semejante persona, pero la coyuntura actual exigía que las relaciones con el alcalde de Roquesas de Mar fueran de lo más afables. Bruno Marín Escarmeta no solo era la primera autoridad del ayuntamiento, sino que además era un hombre extremadamente rico y poderoso y no convenía tenerlo como enemigo. Álvaro no pudo evitar pensar que el seboso alcalde no quería que le tocaran a su esposa, pero él iba mirando a las demás mujeres como si fuese un seductor gigoló, cuando en realidad era un gordo asqueroso y corrompido.

Mientras el alcalde subía al ascensor para bajar a la calle, Álvaro y Silvia intercambiaron una mirada de complicidad. Ella sabía que Bruno no era bienvenido allí. Cuanto más lejos mejor, pensaron los dos, aunque se abstuvieron de mencionarlo.

Cuando el ascensor desapareció de la planta, Silvia le dijo:

—Lávate la mano.

Y le dirigió una sonrisa.