El viejo edificio de la empresa de Álvaro Alsina Clavero, el que se utilizó antes de la construcción de las nuevas oficinas, estaba en la calle Carnero, muy cerca de la sede principal, apenas a cien metros. En estado de abandono, la junta de accionistas todavía no había decidido qué hacer allí, dudaban entre rehabilitar la estructura y utilizarlo como oficinas de gestión o derribarlo y emplazar un aparcamiento para los vehículos de los trabajadores. También se había sugerido la venta del inmueble, pero eran tantos los recuerdos que tenía Álvaro de su infancia allí, que siempre vetó esta última opción. De pequeño lo frecuentaba y le ilusionaba ver a su padre trabajando en el antiguo despacho. Le deleitaba observar al enclenque Enrique Alsina remover multitud de papeles encima de su mesa, ocultando un cenicero enorme de cristal y fumando aquellos cigarrillos que ya no se fabricaban en la actualidad.
Juan Hidalgo accedió al interior utilizando su llave, ya que hacía unos años aún rebuscaba en el sótano algún expediente necesario para la empresa y todavía conservaba el acceso a las viejas oficinas. Sabía que las cámaras de seguridad, que vigilaban la puerta principal y las calles laterales, eran de adorno. Seguían allí para disuadir a los cacos, pero ninguna funcionaba. Como mucho, alguno de los vigilantes del edificio principal esporádicamente hacía una ronda para comprobar que todo estaba en orden. Sobre los escritorios de las secretarias aún había algún viejo ordenador, ya inutilizado y del que seguramente ya ni siquiera existía el sistema operativo que en su día lo hiciera funcionar. Esos ordenadores se utilizaban únicamente para la facturación en papel perforado y en el polvoriento sótano había varias cajas apiladas, con paquetes de folios amarillentos.
Juan había ido allí para comprobar si era cierta la supuesta incapacidad de Álvaro para dirigir la empresa. Una semana antes desconocía la existencia de esos documentos, pero el viernes anterior había recibido un anónimo que le indicaba la existencia de los mismos y su emplazamiento exacto en el viejo edificio. Le llegó en un sobre cerrado, sin remitente, y enviado a su apartado de correos personal. Alguien lo había deslizado dentro de su buzón. El escrito, fotocopia del original, explicaba con detalle cómo el fundador de Safertine había agregado un nuevo artículo a los estatutos de la compañía, ya que don Enrique era muy riguroso a la hora de fundamentar las bases jurídicas de la empresa. Dicho artículo denegaba toda posibilidad de que su hijo Álvaro continuara al frente de la empresa, y argumentaba tal decisión en unos hechos probados sobre el pasado del actual presidente de Safertine. Y al final se especificaba el lugar donde se hallaba el documento original que demostraría la veracidad de cuanto se afirmaba. A Juan le extrañó que el misterioso remitente le hubiera enviado una copia y no el original, ya que al parecer no le hubiese supuesto mucho problema acceder al edificio vacío y sacar de allí lo que fuera. Tal vez buscaba llamar su atención y hacer que creyera que lo que decían esos papeles era cierto.
Antes de entrar estuvo merodeando un rato por los alrededores del edificio, sospechando que todo aquello fuese una trampa, pero ¿qué clase de trampa si él, como socio de Álvaro Alsina, podía acceder a los edificios de la compañía libremente? Si alguien lo sorprendía en el interior no tendría que dar ninguna explicación.
Así pues, Juanito aprovechó la tarde del lunes 7 de junio para entrar en el sótano de la vieja fábrica y buscar lo que el enigmático anónimo indicaba. Abrió la puerta con la copia de la llave que poseía. Descendió por las escaleras (el anticuado ascensor hacía años que no funcionaba). No hacía demasiado tiempo, allí trajinaban empleados de la tradicional empresa portando carpetas con datos de componentes electrónicos, fichas de clientes o facturas de cobros y pagos. Pero actualmente solamente había silencio y nubecillas de polvo blanco cada vez que se movía algún mueble o alguna carpeta marrón. Juan llegó hasta la habitación de patentes, donde en tiempos se ordenaban todos los documentos necesarios para la fabricación de productos que requerían copyright. Era la sala más pequeña del sótano, apenas unos seis metros cuadrados. Un diminuto ventanuco, cerca del techo, filtraba la luz del patio de la fábrica. Tres archivadores ocupaban la pared a la derecha de la polvorienta puerta de entrada. El director de Expert Consulting no tuvo demasiados problemas para encontrar el cajón donde estaba la carpeta que buscaba; las indicaciones del misterioso mensaje eran muy claras:
«En el segundo cajón del fichero de la izquierda, en el despacho de patentes de la vieja fábrica, hallarás unos documentos que prueban la incapacidad del presidente de Safertine para dirigir la empresa». Y firmaba con cautela: «Un humilde servidor».
Juan cogió la carpeta. Supo cuál era porque el poco polvo de la misma, en comparación a las otras, la delataba. Metió el cartapacio en una bolsa de plástico de supermercado y salió de la vieja fábrica con la sensación de que las cosas iban a cambiar mucho en la empresa. Una simple ojeada a los documentos, antes de guardarlos, le bastó para ver qué clase de persona era su socio Álvaro Alsina y el peligro que corría la compañía en sus manos, incluso el futuro de él mismo. Pero antes tenía que comprobar que lo que allí ponía era cierto. Fue la primera vez que Juan Hidalgo vio escrito en unos documentos de empresa el nombre del gitano José Soriano Salazar.