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El hecho de que esa noche hubiera traído unos paños mojados para limpiarla no tranquilizó a la chica, ya que vio que aquel martirio se prolongaba en el tiempo y había perdido la esperanza de salir con vida de su cautiverio. La habitación era una auténtica cuadra. El aire había pasado a ser irrespirable. Por todo el suelo había manchas de orín y heces de ella. Su piel se había tornado morada y se sentía tan sucia y ultrajada que casi prefería estar muerta.

—Habrá que limpiar esto un poco —dijo su captor sosteniendo un cubo de plástico en las manos.

Le desató las manos de la espalda y le dijo que se pasara el paño por todo el cuerpo. Era una toalla de baño empapada en agua y con aroma a rosas.

Mientras la chica se limpiaba él recogió las heces y pasó una fregona por el suelo de cemento. Ella estuvo tentada de gritar; seguramente nadie la oiría, pero lo mejor que podía pasar es que la matara y terminara con aquel suplicio de una vez.

—Aquí —le dijo señalando el cubo.

Ella tiró dentro la toalla con que acababa de limpiarse. Él esparció una especie de ambientador y el sótano se llenó de un olor a coche nuevo. Cuando hubo terminado de limpiar, sacó los bártulos fuera y cerró la puerta por dentro, como cada día. Le volvió a atar las manos a la espalda con una cuerda de nailon. Y entonces hizo algo que no había hecho antes: se tendió en el suelo y le dijo que pusiera su sexo sobre su cara. Ella no supo qué era peor, si eso o tener que chupársela. Viendo su captor que la chica no hacía caso, cogió con furia la pistola que había en el puf y esgrimiéndola le dijo:

—¿Quieres que te meta esto por el culo y apriete el gatillo?

Y con mucha dificultad, ya que tenía las manos inmovilizadas, ella se puso encima a riesgo de perder el equilibrio y se sentó sobre su boca.