Álvaro Alsina había quedado para comer con Elvira Torres a las dos de la tarde del lunes 7 de junio. Se citaron en el restaurante Alhambra, situado en la calle Felicidad de Santa Susana. Desde octubre del año anterior, hacía ya ocho meses, la pareja quedaba de forma inaplazable en ese discreto local de principios de siglo. Elvira Torres Bello era, por decirlo de alguna manera, el gran amor de Álvaro Alsina. En ella se aunaban comprensión, cariño, estima, percepción e intelecto. Le gustaba quedar, como mínimo, una vez a la semana. Esas citas operaban sobre él un efecto reparador. Aprovechaban, mientras comían, para charlar de los más diversos asuntos acaecidos desde la última vez que se habían visto. De ojos almendrados verde claro, la mirada de Elvira vagaba por el rostro de Álvaro mientras este hablaba de manera apasionada sobre sus planes de futuro en la empresa que presidía. Él había llegado a estar profundamente enamorado de ella. La había querido como nunca antes a nadie, ni siquiera a Rosa, su mujer, o a la escultural Sonia García, aquella argentina de capacidad amatoria desmedida que le hizo estremecer durante tantas sofocantes noches. La razón y la realidad hicieron que se diera cuenta de que el amor con Elvira era del todo imposible. Demasiados condicionantes externos a la pareja. La sustantividad de la vida hizo que ambos se dieran cuenta de que era mejor mantener una fuerte amistad, como la que profesaban, que precipitarse por el abismo interminable de la destrucción al intentar unir sus destinos y separarlos de las personas que dependían de ellos.
«Antes buenos amigos que malos amantes», repetía sin cesar la sosegada Elvira, mientras cerraba los dedos índice y pulgar en un círculo perfecto.
El restaurante Alhambra estaba situado justo en medio de una de las calles más emblemáticas del casco antiguo de Santa Susana. Travesía Felicidad, se podía leer en un rótulo de mármol en la misma esquina de la entrada a la calle. Era un nombre peculiar para un lugar que había sido el foco central de la prostitución en la población. Aquellos representativos burdeles visitados asiduamente por los soldados del antiguo cuartel de artillería habían dejado paso a los añejos restaurantes de carcomidas vigas de madera y olor a tufo. Solo un par de locales conservaba todavía la buena cocina, los demás o tenían un arte culinario anodino o se reconvirtieron en garitos de fin de semana donde los cubalibres de garrafón sobrevolaban las grasientas y churretosas barras de tabla barata.
Elvira nunca entraba sola en el local. En caso de llegar más pronto que Álvaro, lo esperaba al lado de la puerta, justo donde había un muñeco de cartón piedra sosteniendo una carta del menú con los precios.
—Buenos días —dijo él, acercando sus labios para besarla en la boca—. ¿Hace mucho que esperas? —preguntó cogiéndola por la cintura tras recibir un minúsculo beso que apenas sació su amor por ella.
—Acabo de llegar —respondió, haciendo el gesto de entrar al restaurante.
La situación la incomodaba más a ella que a él. Eso, teniendo en cuenta que Elvira no debería sentir ningún remordimiento al ser una chica soltera y sin compromiso; más bien debía ser él quien tendría que replantearse su situación personal con ese romance encubierto.
—Siento haberte hecho esperar —lamentó Álvaro, aguantando la ruidosa puerta de madera del local mientras entraban los dos de forma apresurada—. He tenido una reunión con el jefe de producción de la empresa, Diego —explicó—, ya lo conoces, y se ha alargado más de la cuenta.
—No te preocupes —lo tranquilizó ella mientras recorrían juntos la barra del bar, vacía de clientes, como era habitual los lunes—. Ya te he dicho que acabo de llegar ahora mismo.
Llegaron a una cortina de tela mugrienta, cochambrosa y deshilada por los bajos. Álvaro la apartó en un gesto galante para que Elvira accediera al diminuto comedor sin tener que tocar con sus suaves manos el sucio visillo.
—¿Aquí? —preguntó la chica señalando la mesa que había pegada a una de las dos ventanas que daban a la calle.
—Sí, esa es la nuestra —asintió, retirándola de la pared para hacer sitio y poder sentarse. Las reducidas medidas del comedor le daban un aire comprimido.
Todavía no habían acabado de acomodarse cuando un viejo y ajado camarero hizo acto de presencia. Portaba una bandeja metálica con varios platos: dos ensaladas sencillas, un cuenco de sopa y otro con un magro surtido de entremeses resecos.
—Hola —saludó—. ¿De primero? —preguntó mientras bajaba la bandeja a la altura de la vista de la pareja, que no hizo mucho caso de la muestra, acostumbrados a ver la misma cada lunes.
—Yo quiero la ensalada —escogió Elvira—, hoy no tengo mucha hambre.
—Lo mismo para mí —dijo Álvaro—. He desayunado con Cándido y estoy saciado completamente —comentó, para que el trasnochado camarero se retirara y quedarse a solas con la doctora Elvira.
El decrépito hombre, que además era el dueño del restaurante, dejó los platos sobre la mesa con un sonoro:
—¡Que aproveche, señores!
Álvaro Alsina se citaba en ese decadente mesón porque era prácticamente imposible que sus amistades más allegadas lo frecuentaran; así evitaba sentirse incómodo por almorzar con una amiga. La falsa moralidad hacía que dos hombres o dos mujeres pudieran sentarse juntos en una mesa sin que nadie hiciera el más mínimo comentario o sin sospechar que tuvieran ningún tipo de relación, cuando precisamente podían ser amantes. Pero el hecho de comer juntos no delataba nada. Sin embargo, esa misma moralidad era la que hostigaba a un par de buenos amigos y hacía que se sintieran molestos y comprometidos al compartir la mesa de un restaurante. Pensaban que si alguien los viera juntos podrían creer que eran algo más que compañeros o conocidos. De hecho, esos razonamientos sobrevenían porque realmente era lo que ellos imaginarían en la situación contraria, si vieran a alguien en esa circunstancia. En definitiva, se trataba de creer que los demás piensan de nosotros lo que nosotros pensamos de los demás.
—¿Qué tal el trabajo? —preguntó Álvaro mientras desmigajaba un panecillo, cogido de una pequeña cesta de mimbre.
—Bien —respondió Elvira aliñando la escueta ensalada—, ahora en verano viene más gente a curarse a urgencias. Hay días que estamos desbordados.
—Por el incremento de la población costera; es normal que haya más trabajo.
—No, si de eso no tengo queja. Cuanto más trabajo, más distraídos estamos. Es mejor eso que estar mano sobre mano. Lo que ocurre es que me gustaría que estuviera más repartido durante todo el año y no como sucede ahora: que en invierno casi no hay gente y en verano nos inundan.
—¿Qué tal la plaza de análisis microbiológico? ¿Sabes si te la van a dar? —preguntó Álvaro, interesándose por la vacante que le permitiría dejar de hacer el turno de noche en el hospital.
Elvira se sirvió un poco de agua.
—¿Quieres? —le preguntó a Álvaro levantando la botella y pasando por alto su pregunta.
Ambos sabían que la plaza en la sala de microbiología era muy codiciada y que una de las candidatas era Rosa, la mujer de Álvaro. Como en la mayoría de los lugares pequeños, las plazas se asignaban a dedo y eso hacía que las envidias se arraigaran más. No se podía competir contra eso, en ese sentido la suerte estaba echada y la dirección del hospital sería la encargada de decidir a quién otorgaban la disputada plaza.
—No, gracias —respondió Álvaro, y se sirvió medio vaso de vino tinto de una botella abierta que ya estaba en la mesa antes de llegar ellos.
—¿Y tú? ¿Cómo te va en la empresa? Parece que últimamente estás más callado de lo acostumbrado en ti… ¿Marcha todo bien?
—Ando muy liado con el tema de la tarjeta de red. Ya sabes que no estoy conforme con el acuerdo que vamos a sellar con el gobierno. Estoy pasando una época de desconfianza, no me fío de mis colaboradores: ni de Juan Hidalgo, mi socio de Expert Consulting, ni de Diego Sánchez, el jefe de producción de Safertine.
—De mí sí te fías…, ¿no? —le preguntó ella cogiéndole la mano.
—Pues claro.
—No te vuelvas paranoico —aconsejó Elvira cortando un enorme tomate verde en dos mitades—. Te tomas las cosas muy a pecho, eres demasiado hipersensible. Y eso no es bueno para ti ni para los que te rodean, pero sobre todo para ti. Al final te va a estallar la cabeza —aseveró aliñando el suculento tomate.
—Hubiéramos hecho muy buena pareja —comentó Álvaro, como si no hubiera escuchado las palabras de ella—. ¿Sabes que eres la persona que más quiero en este mundo? —afirmó alargando la mano derecha para tocarle la muñeca izquierda.
—¿Lo ves? —replicó Elvira—. Ahora estás expresando sentimientos profundos. En vez de centrarte en los negocios de tu empresa o en tu maravillosa familia, te dedicas a agasajarme con comentarios acerca de nuestro amor imposible. Ya hemos hablado de eso muchas veces —aseguró—, creo que el tema está claro. Rosa y yo somos amigas, tienes unos hijos magníficos, no vale la pena que desperdicies todo eso por una menuda e insignificante doctora de hospital. Mejor buenos amigos que malos amantes —concluyó con la muletilla que utilizaba cuando Álvaro se ponía sentimental.
—Lo sé. No es que quiera aferrarme a ti, pero eres lo mejor que me ha pasado en esta vida. Me da rabia pensar que por culpa de los condicionamientos sociales tengamos que hacer lo que no nos gusta.
—La vida es así —argumentó ella con el tenedor en una mano y el cuchillo en otra y mirando fijamente a los ojos de Álvaro—, no la podemos cambiar. Esta vida no siempre es lo que uno quiere. Nos han repartido las cartas y tenemos que jugar con lo que nos ha tocado. —Le gustaba mucho utilizar esa frase para explicar la consistencia de las cosas—. No se puede robar del montón —finalizó su símil con los juegos de naipes—. Además no quiero hablar de ello, tú y yo no podemos ser pareja, y tampoco quiero ser la eterna segundona que solo sirva para que vengas a hacerme el amor y luego irte con tu espléndida mujer.
Álvaro sabía muy bien que Elvira le quería, que le gustaría estar junto a él, pero que las circunstancias lo impedían. Ya habían pasado por eso tiempo atrás y era mejor no repetirlo. Los dos pactaron entonces no volver a hablar de ese tema.
—¿Cómo está Rosa? —preguntó Elvira para cambiar de conversación.
—Bien, como siempre —respondió Álvaro quedamente—, seguramente tú la ves más que yo.
La relación entre el ejecutivo y su esposa, que trabajaba a turnos en el hospital, era de lo más distante. El presidente de Safertine y su mujer Rosa Pérez se veían poco, demasiado poco. Antes, recién casados, tampoco es que coincidieran mucho, pero se llamaban continuamente por teléfono. Álvaro aprovechaba cualquier hueco en su estrangulada agenda para telefonear a aquella mujer de piernas preciosas, que tanto le gustaba acariciar en el sofá de su casa las noches de invierno mientras veían una película o algún programa de la televisión. Exprimían cualquier ocasión para quedar en la plaza Andalucía de Santa Susana y saborear un delicioso café en el bar Mantis, ubicado en las cuatro esquinas.
Miraba constantemente el reloj para calcular la hora a la que Rosa salía del trabajo y así sorprenderla delante del hospital, por el simple placer de besarla y decirle que la quería. En varias ocasiones le había enviado flores, encargadas en la calle Comercio, para envidia de las otras doctoras. Ramos imposibles, de contrastantes colores, que el repartidor paseaba por los largos pasillos del hospital. Pero después fue diferente y como decía César Salamanca, el jefe de la policía local, en una máxima muy repetida por él:
«A los dos años de relación desaparece el amor».
—Pues no mucho, no creas —objetó Elvira al comentario de Álvaro sobre quién veía más a Rosa—. Desde que estoy en urgencias apenas nos vemos, entre otras cosas porque no coincidimos en el turno. Además he notado… bueno, da igual. —Iba a decirle que había captado un atisbo de alejamiento por parte de Rosa desde que le concedieran la suplencia en la planta de microbiología, pero como solamente era una percepción suya prefirió abstenerse.
—¿Y el doctor Montero? —preguntó Álvaro, sin darse cuenta de que Elvira había interrumpido su conversación y sabiendo cuál sería la respuesta.
—Ese tema lo tienes que hablar tú con Rosa —replicó, visiblemente molesta—. Ya te he dicho miles de veces que no pienso entrar por ahí —argumentó sin querer inmiscuirse en los asuntos del matrimonio Alsina.
Era sabido por casi todos los habitantes de Roquesas que Rosa, la mujer de Álvaro, había mantenido o mantenía un romance con el doctor Pedro Montero Fuentes, seis años mayor que ella y que fue quien le operó la nariz. Álvaro quería utilizar esa relación como pretexto para dejar a su esposa y unir su vida a la de Elvira, pero esta, que intuía esa intención, no quiso que se la relacionara con la ruptura del matrimonio.
—¿Les has visto juntos? —insistió Álvaro, encendiendo un cigarrillo y ofreciendo otro a Elvira.
Aunque sabía que a su amiga no le convenía fumar por sus problemas de asma, que incluso la obligaban a llevar siempre encima un inhalador de corticoides para casos de accesos asmáticos, aun así la convidó a un pitillo.
—Los dos son médicos —argumentó ella—. Es normal que anden juntos por los pasillos y que hablen entre ellos. Ya sabes que son buenos amigos y tienen muchas cosas en común —añadió—. Pero contestando a tu pregunta: no les he visto besándose. —Ahora era Elvira la que respondía de forma descortés, casi ofensiva, hecho que dolió al enérgico presidente de Safertine, que no esperaba ese tipo de contestación por parte de su amiga.
—No era esa mi pregunta, pero agradezco tu sinceridad.
—De todas formas —comentó Elvira nerviosa, mientras encendía el cigarrillo—, no sé si quieres a tu mujer o no, pero a pesar de que te has acostado conmigo y con la criada argentina que tenías antes en tu casa, te preocupa sobremanera el que tu esposa te haya puesto los cuernos con el doctor Montero. ¿No crees que eres un poco hipócrita o machista? —preguntó, sabiendo que a él no le gustaban ese tipo de introspecciones.
—Puede ser —admitió él mirando cómo se consumía el cigarrillo que sostenía entre los dedos—. Es posible que tengas razón, pero no puedo luchar contra mis sentimientos —se defendió—. Me gusta mi mujer, la quiero —aseveró—, y por eso me desagrada que se acueste con otro hombre, pero también te amo a ti y por eso me apetece estar contigo.
—Ya lo haces —le recriminó Elvira cogiendo otro cigarrillo del paquete que él había dejado sobre la mesa—. Ya estamos juntos. Todas las veces que quieras. Ya sabes que tienes una amiga para hablar de cualquier cosa que te incomode, de todos tus problemas. Estamos mejor así, como ahora —expuso, guardando el segundo pitillo en su bolso—. Es para luego —dijo—; me he puesto un poco histérica con esta conversación. Perdona —se disculpó y dio una larga calada al cigarrillo encendido.
El ajado camarero hizo acto de presencia en el solitario comedor. Recogió los platos medio vacíos sin preguntar si habían terminado o no. Tapó la botella de vino con un tapón de corcho que traía en la mano y, tras apartarse a una distancia prudencial, preguntó:
—¿Flan o fruta?
Elvira respondió con un leve gesto de la mano, dando a entender que no quería nada más.
—Un café para mí —pidió Álvaro mientras el camarero colocaba la mediada botella de vino en un carcomido mostrador—. No te conviene fumar tanto —advirtió a Elvira—. Sufrirás un ataque de asma y tendré que hacerte el boca a boca —declaró intentando ser gracioso.
Elvira respondió con una mueca de monería. Él sonrió.
—Lo mejor que puedes hacer es apagar ese pitillo y tirar el que te has guardado en el bolso —insistió.
—¿Se sabe algo de la hija de los López? —preguntó Elvira, cambiando de tema y sin dejar de fumar.
Aunque ella no vivía en Roquesas de Mar, se sentía muy identificada con el municipio y conocía a muchos de sus vecinos, entre ellos a la joven desaparecida: Sandra López.
—De momento no —respondió Álvaro—. El jefe de policía me ha dicho que no tienen ninguna pista fiable. Según él, la niña se ha marchado con algún mozalbete de Roquesas, o mozalbeta —agregó—, ya conoces a César. Cree que la chica volverá cuando se le pase el enamoramiento. Dice que es lo habitual en estos casos.
—No creo —replicó Elvira muy convencida—. Tengo la impresión de que esa chica no se enamora tan fácilmente, y menos hasta el punto de dejar a su familia y marcharse sin decir nada a nadie.
—¿Tanto la conoces? —preguntó Álvaro, viendo que daba muchos detalles sobre la forma de ser de la hija de los López.
—Sé lo que cuentan de ella. Ya sabes que Roquesas es un pueblo muy pequeño y todo el mundo sabe de la vida de los demás. Supongo que habrás oído lo de…
—Su homosexualidad —completó Álvaro—. ¿Que le gustan otras chicas? A eso te refieres, ¿no? Mira, no creo que esa preciosidad sea lesbiana, más bien pienso que es muy joven todavía para tener relaciones con algún chico.
—¿Joven? —protestó Elvira—. Sabes muy bien que con dieciséis años no hay casi ninguna chica virgen hoy día, y menos en los pueblos.
—Bueno, bueno, eso es lo que dicen las estadísticas —discrepó Álvaro, vaciando el sobre de azúcar en el café que acababa de traerle el camarero—, pero realmente no es así. Hay infinidad de adolescentes con esa edad, incluso más —exageró—, que aún no han mantenido ninguna relación sexual.
—Será por eso que a los cuarentones os gustan las jovencitas —repuso maliciosamente la doctora en lo que parecía una frase hecha—. Porque no me negarás que gustosamente harías el amor con la hija de los López, ¿verdad? —preguntó afirmando, en una expresión poco coherente con su forma de hablar.
Álvaro se sintió incómodo.
—¡Vaya! —exclamó—, no me esperaba esa frase de ti —replicó, removiendo el café con una cucharilla deformada de tanto uso—. ¿Te das cuenta de lo que acabas de decir? —preguntó ofendido—. Pero… ¡si Sandra tiene la misma edad que mi hija!
—Ya, pero no es tu hija.
—Touché! —cedió él—. Tienes razón: gustosamente me beneficiaría a esa niña de dieciséis años, pero moral y éticamente no está permitido. Es por eso que no se pueden hacer este tipo de comentarios delante de según qué gente, no entenderían de qué hablo, me acusarían de pederasta…
—¿Has tenido relaciones con esa niña? —preguntó Elvira sin dejar que él acabara su exposición y haciendo ostentación, una vez más, de la falta de tapujos que había entre ellos dos.
—¡Por favor! —se ofendió Álvaro, doblando la endeble cucharilla de café que aún sostenía—. ¿Por quién me has tomado?
—Solo era una broma, Álvaro —respondió Elvira, viendo que su comentario era poco afortunado—. Quería saber cuán sincero eres, aunque creo que te conozco bastante y nunca te enredarías con una chica amiga de tu hija.
—¿Has tenido alguna vez algún sueño erótico en que te violan? —contraatacó Álvaro, en una previsible paradoja sobre el tema.
—Ya te entiendo, no hace falta que pongas más ejemplos —respondió Elvira, dándose cuenta de adónde quería ir a parar su amigo.
—Pues eso, el que te excite pensar que te violan varios hombres no significa que realmente desees que pase. Lo mismo me ocurre a mí y a muchos como yo —afirmó—, pueden gustarnos las jovencitas, incluso menores de dieciocho años, pero una cosa es que me apetezcan como un sueño —puntualizó— y otra bien distinta es que quiera llevarlo a cabo. Nunca, y puedes creerme, he tenido relación alguna con mujeres menores de edad. ¡Nunca! —exclamó elevando la voz, y Elvira le hizo un gesto con la mano para que se calmara.
—En fin, espero que no tarde en aparecer esa niña —dijo—. Los padres del pueblo están preocupados, como vosotros —añadió, haciendo el gesto de coger otro cigarrillo del paquete de Álvaro.
—Pues sí, tanto Rosa como yo estamos preocupados. Tememos por Irene; no solo tiene la misma edad que la hija de los López, sino que frecuentan las mismas amistades. —Apartó la mano de Elvira del tabaco—. Ya has fumado suficiente por hoy —rezongó—. No te conviene. —Y retiró el paquete de su alcance.
Aprovechando que el camarero acababa de volver, el presidente de Safertine le indicó que le trajera la cuenta. Como siempre, los dos habían comido poco.
—¿El lunes que viene? —preguntó Álvaro en voz baja, casi inaudible.
—Ya te llamaré —respondió Elvira, no muy segura—. Aún no sé qué turno tengo. La semana próxima empiezan las vacaciones muchos médicos del hospital y todavía no hemos hecho el cuadrante —dijo mientras se levantaba.
Álvaro se quedó sentado mirándola salir del estrecho comedor. Cogió otro cigarrillo del paquete que había sobre la mesa.
Pasados unos minutos se levantó y compró otro paquete en la máquina del bar.