De regreso a la sede de Safertine, Álvaro Alsina pasó primero por la fábrica donde se forjaban los componentes informáticos. Esta no se encontraba en el mismo edificio que las oficinas, sino en los bajos de lo que era la antigua empresa del padre de Álvaro, muy cerca del lujoso bloque donde se emplazaban los despachos de los directivos y el del propio presidente.
Le gustaba entrar y ver trajinando a los operarios, y no lo hacía como el jefe que quiere comprobar que los empleados trabajan, sino como una persona respetuosa con la labor de los demás, a los que valoraba por su afán de superación en la cadena de montaje y la aportación que hacían de sí mismos al proyecto de la empresa.
Al llegar le recibió, como siempre, Diego Sánchez Pascual, un eficiente jefe de producción y un enorme pelota.
—¡Buenos días, don Álvaro! —exclamó con los brazos abiertos y mirando por encima de unas gafas de concha ridículamente anticuadas.
—Hola, Diego. ¿Cómo va todo? —preguntó él en tono menos efusivo. No quería que el jefe de producción pensara que le satisfacían los halagos innecesarios.
—¡De maravilla, va de maravilla! —exclamó, como era habitual en él, sin dejar de hacer aspavientos con las manos—. Hemos duplicado prácticamente la producción de tarjetas de sonido —dijo atropellándose al hablar—, los recién montados ventiladores para los procesadores funcionan de forma portentosa, la nueva consola es asombrosa, va a una velocidad alarmante, alarmante…
A Diego Sánchez lo conocían como el Dos Veces, y eso era porque solía repetir las frases dos veces. Una charla larga con él podía llegar a ser agotadora. Contaba sesenta y tres años y ya era jefe de producción cuando vivía el padre de Álvaro. Bajo y rechoncho, tapaba su calva con un mechón sacado de la parte posterior de la cabeza y embadurnado con laca. Siempre que hablaba lo hacía mirando por encima de la montura de sus arcaicas gafas. Y aunque le quedaban solo dos años para jubilarse, Álvaro intuía que le solicitaría quedarse en la fábrica hasta que pudiera o hasta que falleciera. Diego era de los que morían con las botas puestas, como se solía decir.
—¿Y la tarjeta de red? —insistió Álvaro—. Es lo que más me interesa por ahora. Ya sabes que es en lo que están interesados los futuros nuevos socios de la empresa.
—Estamos en ello, en ello —contestó—. Los muchachos se están empleando a fondo, pero parece que no logran corregir la desviación de datos, la transmisión sigue desigual y esporádica. Desigual y esporádica —repitió.
—El plazo se acaba —dijo Álvaro mientras ojeaba un informe que acababa de entregarle Diego—. Ya sabes que no hay problema a la hora de pagar horas extra, pero es importante corregir el tema de los datos a través de la tarjeta. Es lo que más urge de momento.
Álvaro pasó las hojas del informe sin entretenerse en leerlo.
—De todas formas —opinó Diego—, en el caso de no rectificar el chip, la tarjeta saldrá al mercado de todas formas. ¿Verdad, verdad? La única contrariedad es la baja velocidad que haría ajustar las especificaciones, pero por lo demás todo funciona bien. Todo funciona bien.
—No —contradijo Álvaro al repetitivo jefe de producción—, este componente no es para el mercado, es para instalarlo en los ordenadores de la Administración. El gobierno quiere utilizar esta tarjeta de red —dijo señalando una que había encima de una mesa metálica—, y para ello debemos cerciorarnos de que es segura y rápida. ¿Entiendes? Creo que ya hablamos de ello en las múltiples reuniones de departamentos que celebramos antes de iniciar el proyecto —levantó la voz al ver que Diego no acababa de entender las directrices de la empresa.
La subida de tono del presidente de la compañía hizo que Camilo Matutes, un empleado de la época de don Enrique, levantara la cabeza del microscopio con que observaba los componentes de silicio y curioseara en la conversación que mantenían Álvaro y el jefe de producción.
—Pero yo tenía entendido —se defendió Diego, sin dejar de mirar por encima de la montura de sus gafas— que más que retocar el comportamiento de la tarjeta respecto a la transmisión de datos, lo que había que hacer, lo que había que hacer, era camuflar ese proceder de la tarjeta, para que no avisara de ello, para que no se notara que…
Álvaro tragó saliva.
—Espera, Diego, parece que me pierdo —interrumpió para saber si era verdad lo que le estaba dando a entender el fiel jefe de producción—. ¿Estás diciendo que lo que hay que arreglar no es que la tarjeta transmita datos no deseados, sino que no se note que lo hace? ¿Es eso lo que entiendo, Diego?
El otro bajó la mirada apesadumbrado.
—Entiendo que lo que está haciendo tu equipo es ocultar el fallo de velocidad de la tarjeta, para que los ensayos con ella no lo perciban.
El jefe de producción dudó unos instantes.
—Bueno, Álvaro, dicho así suena mal, pero en realidad lo que tratamos de hacer es que el defecto de transmisión no se perciba en un análisis superficial. Piensa —argumentó como pudo— que estamos hablando de nanosegundos, la milmillonésima parte de un segundo. Ningún comprador de esas tarjetas se pondrá, en una primera prueba, a comprobar que la velocidad de transferencia de la tarjeta está por debajo de las especificaciones.
—¡Pero eso es engañar al comprador! —exclamó Álvaro.
—Tampoco es así —corrigió Diego—. La empresa se comprometió a fabricar las tarjetas con una velocidad determinada. En eso fuimos fieles. Pero el comprador es el que manda, y ellos son los que las quieren así.
Álvaro estaba irritado y no dejaba que el jefe de producción se explicara coherentemente. Desde que separaron los despachos de Safertine y Expert Consulting parecía que se hubiese perdido la coordinación entre las dos oficinas. Posiblemente Álvaro Alsina atendiera a ciertos criterios a la hora de negociar con futuros socios y Juan Hidalgo tuviera otros bien distintos. No pudo evitar que le viniera a la mente el tema de las impresoras que habían estado a punto de vender a aquel país árabe. Aquello se había solucionado en favor de la sensatez de Álvaro, pero, quién sabe, igual ahora prevalecía la valoración comercial del joven ejecutivo sobre la ética de los principios de la empresa. Sea como fuere, el caso es que Diego estaba de parte de Juan Hidalgo.
—¿Y bien? —preguntó Álvaro.
—Pues… —respondió Diego Sánchez dudando y consciente de que no era lo que el presidente deseaba— más o menos es eso, sí es eso…
—¡Vale!, ¡ya lo he entendido! Y… ¿quién ha dado esas instrucciones? —preguntó, sabiendo de sobra que el jefe de producción era incapaz de tomar una iniciativa de ese calado por cuenta propia—. Se supone que soy el presidente de la compañía y debo saber todo lo que se cuece en mi cocina. ¿No? No concibo que los compradores de las tarjetas, si es eso lo que entiendo, cambien las especificaciones de las mismas sin que yo sepa nada.
Álvaro estaba descontrolado. No le gustaba enfadarse porque hacía que fuera una persona distinta. Sus mejillas se habían amoratado y la boca se le tornó pastosa. Tragó saliva un par de veces para aclararse la garganta. Carraspeó.
—Prefiero no pensar que has obrado de motu proprio —intentó advertir al jefe de producción, que miraba inquieto por encima de sus gafas—. Sería la primera vez que lo haces y también la primera que desobedeces las órdenes de la dirección —añadió, colérico por todo lo que le estaba explicando el encargado de producción de Safertine.
Diego evitó retarle con la mirada.
Álvaro estaba cabreado de verdad. Le parecía increíble que un idiota como Diego Sánchez pudiera tomar la decisión de modificar elementos de la cadena de montaje o cambiar el proceder del chip de la tarjeta de red, sin decirle nada a él. Era el defecto que tenían los grandes jefes cuando algo se les escapaba de las manos: montaban en cólera y perdían la capacidad de escuchar las alegaciones de sus subordinados. Una mirada furiosa a Camilo Matutes hizo que este dejara de mirar hacia ellos y se centrara en el enorme microscopio que tenía delante.
—No se enfade, don Álvaro, las instrucciones que dio Juan las hemos seguido al pie de la letra —se defendió Diego de las graves acusaciones que le estaba endosando el severo presidente de Safertine.
Álvaro se quedó callado unos segundos. Cogió aire y trató de controlarse antes de decir alguna barbaridad de la que luego tuviera que arrepentirse.
—Juan —exclamó aún colérico, incapaz de creer que su honesto socio de Expert Consulting hiciera algo que contraviniera los intereses de la compañía—. Pero si…
—¿O acaso pensaba que las pautas de fabricación las habíamos tomado aquí? —preguntó Diego.
Antes que decir una salvajada, el desquiciado presidente de Safertine dio la espalda a Diego y se marchó de la fábrica, sin decir ni una palabra más, ante la atónita mirada del jefe de producción y de Camilo Matutes, que volvió a levantar la vista del microscopio electrónico para fijarse en el hijo de don Enrique Alsina y ver lo diferente que este era de su padre.
«Con lo bueno, respetuoso y calmado que era don Enrique», pensó Camilo Matutes.
Álvaro Alsina Clavero prefirió irse antes que montar una escena delante de los trabajadores. Dio un estruendoso portazo que se oyó en toda la nave. Sus gritos habían conseguido que parte de los empleados miraran hacia donde estaban Diego y él. En su cabeza se aglutinaron un sinfín de pensamientos aberrantes hacia su socio. Juan Hidalgo Santamaría, Juanito, su magnífico asociado de Expert Consulting, leal afiliado al proyecto de la mejor tarjeta de red que hubiera fabricado nunca la empresa, ese negocio que les haría ricos. ¿Cómo podía dar órdenes y ocultar lo que hacía? Algo estaba pasando, pensó. Los técnicos ya habían advertido que las tarjetas presentaban problemas. «Transmiten datos a espaldas del usuario», meditó Álvaro recordando las palabras de Diego. Se trataba de eso, de utilizar información de los ordenadores. Pero… ¿de quién y para qué? Dentro de su furia contenida trató de pensar mal para acertar. «¡Claro! —exclamó para sus adentros—, cómo he podido estar tan ciego —recapacitó al entender lo que ocurría—. El destinatario del producto, el gobierno, ahí está la respuesta. Deben de querer controlar a sus empleados, y por eso no querrán que estos manden información privilegiada sin que se enteren los servicios secretos. Con nuestra tarjeta de red podrán desviar la información de datos transmitida a dos fuentes distintas: una, a la original que el usuario quiera y la otra, al ordenador que fije el gobierno. Es monstruosamente diabólico. Se podrá controlar a un millón de empleados de la administración pública, sin que estos lo sepan. Se sabrá con quién hablan, a quién envían correos electrónicos y el contenido de los mismos. No debo precipitarme», intentó razonar.
—Lo mejor que puedo hacer —se dijo en voz alta—, es irme a comer con Elvira y ya llamaré mañana a Juan para aclarar este tema. —«Tengo que actuar con calma y cautela, mucha cautela», pensó. Seguidamente se rio solo y dijo en voz alta—: Ya me parezco a Diego Sánchez, el Dos Veces.