—Hola —saludó Luis a Cándido en la puerta del restaurante—. Quería verte hace días para hablar contigo, pero no encuentro tiempo para llamarte —dijo mientras se ajustaba el nudo de la corbata, color amarillo chillón, con un movimiento repetitivo.
—Siempre tan ocupado —contestó Cándido, y le pasó la mano por el hombro en señal de camaradería y sin terminar de soltarle la mano—. Oh, disculpa —exclamó de pronto—. ¿Conoces a Álvaro Alsina?
El amigo de Cándido se giró hacia el presidente de Safertine y los tres se quedaron en un círculo perfecto delante de la puerta del restaurante.
—No tengo el gusto —dijo en un tono que sonó a cursi. Sonrió. Y seguidamente le guiñó el ojo a Cándido—. Hola… ¿qué tal? —saludó al mismo tiempo que alargaba la mano derecha para estrechar la de Álvaro, produciendo una situación de incomodidad—. Encantado de conocerte; aunque ya había oído hablar de ti. Quién no conoce a la próspera Safertine, ¿verdad?
El tal Luis estrechó la mano de Álvaro mientras miraba a Cándido en lo que pareció una ojeada de complicidad, como si los dos supieran algo que él ignoraba. Esa fue la sensación que tuvo Álvaro, la misma que había tenido en el restaurante con el camarero cubano.
No le dio más importancia de la que posiblemente tendría. Pensó que precisamente ese día debía de estar más sensible con las percepciones que otros. Le solía ocurrir cuando estaba nervioso por algo, perfectamente normal en él. Esa semana se le había juntado la firma del contrato con el gobierno, el asunto de la niña desaparecida, los problemas que despuntaba su hija Irene y el distanciamiento de su hijo Javier. Así que estaba más receptivo a cualquier tipo de devaneo que ocurriera a su alrededor. Pensó que Cándido y el atractivo camarero cubano habían galanteado. Y ahora sospechó que el organizado director de banco estaba haciendo lo mismo con su amigo Luis. Se sintió incómodo, exasperado por la complicidad demostrada por aquellos dos. La desconfianza acerca del personal de su empresa le sumía en un precipicio de escepticismo respecto a todos quienes le rodeaban. Tenía, y sabía que solo era una sensación, la percepción de que todos quienes lo trataban esos días callaban algo a su paso.
—Hola, Luis —dijo aparentando normalidad—. Es un placer. Los amigos de Cándido son mis amigos —añadió para estar a la altura de la cortesía mostrada por el desconocido, con una frase hecha que le hizo sentirse remilgado.
Luis Aguilar Cervantes aparentaba ser una persona enérgica, fuerte y decidida. No muy alto, vestía un traje azul oscuro, que ni hecho a medida, lo que realzaba su físico atlético. Llevaba el pelo untado de gomina, reflejando un brillo resplandeciente. Un pendiente de nácar en la oreja derecha demostraba que era una persona de gran personalidad.
Antes, no hacía mucho tiempo, se decía que solo lo llevaban ahí los gais, sin embargo el tal Luis no daba la sensación de serlo.
«Cada cual que haga lo que quiera con su sexualidad —pensó Álvaro, sin dejar de estrecharle la mano—. A mí no me han de importar esas cosas».
Entonces notó que Luis le apretujaba la mano más de lo que correspondía a un saludo entre dos personas recién presentadas. Los dos se quedaron con las manos juntas, acorraladas. Luis posó su mano izquierda sobre el apiñado dorso de la derecha de Álvaro, mirándolo en una situación exacerbada e incómoda para el presidente de Safertine. Por suerte, Cándido salvó el trance interrumpiendo el extenso cumplido de su amigo.
—¿No os conocíais de verdad? —terció Cándido el prolongado y engorroso saludo de Luis.
—Pues no —contestó Álvaro—. ¿Eres de Santa Susana? —preguntó a Luis mientras se soltaban las manos—. No te he visto por aquí… —Se quedó pensativo un instante—. O no lo recuerdo.
—Sí, soy de aquí —respondió—. Nací en el hospital San Ignacio —aclaró—, pero he estado viviendo mucho tiempo fuera, en Madrid, quizá por eso no me habías visto antes, aunque yo a ti sí, tu cara me suena bastante…
—Mira, Álvaro —intervino Cándido—, Luis te puede ayudar en el tema de la casa que están construyendo enfrente de la tuya.
—¿Qué casa? —preguntó Luis.
Álvaro se sonrojó. No esperaba una mediación así por parte del director del banco.
—A mi amigo Álvaro —explicó Cándido— le están construyendo una casa justo delante de la suya, en una glorieta inacabada de Roquesas de Mar, y tiene curiosidad por saber quién es el constructor y los propietarios de la misma.
—¿En la calle Reverendo Lewis Sinise, no? —preguntó Luis.
Álvaro asintió con la cabeza.
—Bueno —dijo—, no es que sea un fisgón, pero no sé quiénes vendrán a venir a vivir delante de nosotros, y le he comentado a Cándido que, bueno, ya sabes…
—Entiendo —contestó Luis, percibiendo sus intenciones—. Yo soy el arquitecto del ayuntamiento de Santa Susana y, como sabrás, todos los planos de las viviendas que se construyen en Roquesas de Mar son supervisados por mi departamento. ¿Qué número de casa es?
—Aún no se lo han puesto, pero no tiene pérdida, es la que está pegada al bosque de pinos que rodea la urbanización.
Luis arrugó la frente.
—Déjame unos días y ya te diré algo. ¿Ocurre algo con esa casa? —preguntó—. ¿Quizás está enclavada en algún sitio que te moleste?
—No —respondió Álvaro—, nada de eso. Es solo curiosidad, simplemente. Como sabrás, Roquesas de Mar es un pueblo muy pequeño y me extraña no conocer a los nuevos vecinos.
—Pues tienes que empezar a acostumbrarte a ver caras nuevas por la villa —afirmó Luis—. Es un pueblo precioso y no ha de sorprender que muchos habitantes de Santa Susana, o de ciudades más lejanas, quieran tener una segunda vivienda allí. No hace mucho conocí a un matrimonio de Madrid que casualmente me estuvieron comentando la posibilidad de irse a vivir a tu pueblo. La gente empieza a estar cansada de las grandes ciudades, del tráfico, de la contaminación ambiental y acústica… Vaya, que Roquesas de Mar es un paraíso idílico y lleno de buenas vibraciones. Aunque —añadió— está en nuestras manos hacer que ese crecimiento sea coherente y acorde al sentir de la población. No permitiremos la construcción de viviendas sin ton ni son.
Los tres hicieron un momento de silencio, sin saber qué más decir.
—Os dejo —dijo finalmente Luis—. Tengo bastante trabajo.
—De acuerdo —murmuró Cándido—. Otro día nos vemos con más calma.
—¿Me dejas tú número de teléfono, Álvaro? En cuanto sepa algo te llamo —dijo Luis, volviéndose a colocar bien el nudo de la corbata con su peculiar tic.
—Ok —afirmó el presidente de Safertine—. De paso me apunto el tuyo.
Sacó el móvil del bolsillo y, dispuesto a insertar los datos del recién conocido, preguntó:
—Luis… ¿qué más?
—Luis Aguilar Cervantes —respondió el otro, y luego apuntó el número de Álvaro en su agenda.
—Hasta luego, majo, ya quedaremos algún día para tomar algo —se despidió Cándido, y Álvaro lo saludó levantando la mano hasta la altura del hombro.
El amigo de Cándido se marchó por la acera del Chef Adolfo, en dirección a la calle Cuatro Esquinas. Álvaro cayó en la cuenta de que cuando ellos salían del restaurante, él se disponía a entrar. La conversación había durado entre cuatro y seis minutos. Sin embargo, al acabar de hablar Luis no entró en el local, sino que se marchaba, como si hubiera cambiado de planes después de charlar con ellos. No le dio más importancia y ni siquiera se lo comentó al director del banco. Probablemente Luis se disponía a tomar un café, y la conversación con ellos había agotado su tiempo, teniéndose que marchar de nuevo al trabajo.
—¿Te llevo a algún sitio? —le preguntó Cándido—. Tengo el coche cerca de aquí.
—No es necesario, gracias. Me acercaré a la empresa a terminar unos asuntos pendientes. Estoy cerca.
—Otro día quedamos.
—Eso —dijo Álvaro.
Los dos se despidieron con un apretón de manos.