Cuando la chica terminó de comer, él sacó de un macuto, que portaba en bandolera a la espalda, una botella de agua de plástico pequeña y se la puso en la boca. Ella sorbió lentamente unas cuantas veces. Después él le pasó la lengua por la comisura de sus labios y le quitó los restos de miga de pan que le quedaban. Luego escupió dentro de la boca de ella. La chica tuvo que evitar una arcada que la hubiera hecho vomitar. No sabía qué era peor en esos casos: si ser violada o los fuertes golpes que le propinaba en la espalda cuando algo le desagradaba.
—Y ahora el postre —le dijo.
Se bajó la cremallera de los pantalones y le introdujo su miembro erguido en la boca. Ella sabía que aquella situación excitaba sobremanera a su captor. Y también sabía que cuanto antes eyaculara, antes pasaría ese mal rato.
Durante todo el día estuvo planeando arrancárselo de cuajo de un mordisco, pero concluyó que él se enfurecería y la mataría de un disparo. Pese a lo oscuro del habitáculo ella se había percatado de que en la entrada del sótano dejaba una pistola sobre una especie de puf de mimbre. Fue precisamente en ese puf donde la sodomizó el segundo día de estar allí encerrada, y por nada del mundo quería volver a pasar por aquello, así que lo mejor era terminar rápido. Rogó que ojalá se fuese de allí tan distraído que no se acordara de recoger la pistola, ella seguro daría buen uso del arma cuando regresara de nuevo.