—Me marcho a desayunar —le dijo Álvaro Alsina a su secretaria, mientras esta ordenaba un montón de ficheros de la estantería de la pared.
La chica le devolvió la mirada sin girarse del todo y asintió con la cabeza con un sonido gutural, como una carraspera intencionada.
Álvaro salió apresurado de su despacho. Los problemas de una adolescente extravagante no podían trastocar su agenda, y mucho menos un lunes.
Sofía Escudero Magán, la provechosa ex canguro de Javier, era una devota aficionada a los temas relacionados con fantasmas, espíritus y brujería. En el pueblo se comentaba que las noches de luna llena frecuentaba el abandonado cementerio de Roquesas de Mar, junto con un puñado de amigos de semejante excentricidad, y se paseaban por el interior del camposanto con una grabadora vieja de cinta y un micrófono que registraba cualquier sonido, susurro o resonancia, que les permitiera contactar con entes del más allá. Sofía y sus extraños amigos sostenían, como muchas viejas de la villa, que en el cementerio de Roquesas pervivía el alma del arquitecto Rodolfo Lázaro Fábregas, fallecido a la edad de sesenta y tres años, cuando aún no era su hora, según aseguraba en unas manifestaciones recogidas un día en el camposanto por los amigos de la cíngara. Afirmaban que las noches del 7 de junio aún se podía oler el humo de la pipa del emblemático arquitecto, y contaban que se le oía decir que no se marcharía al cielo hasta que su asesino pagara por su crimen. Esos rumores podían obedecer al hecho de que Rodolfo Lázaro había dejado este mundo, y Roquesas de Mar, un 7 de junio, ahogado en el pozo medieval del Huerto de la Pólvora, llamado así porque en la guerra civil se utilizó como santabárbara. Como siempre, las investigaciones del sempiterno jefe César Salamanca no dieron frutos, y al final se cerró el caso como accidente fortuito, como si fortuito fuese morir ahogado en un pozo medieval.
El reloj daba las diez de la mañana cuando, y con todavía un montón de informes por leer, Álvaro Alsina se marchó a desayunar con Cándido Fernández, un amigo que trabajaba en el banco donde ingresaban la nómina de los trabajadores de Safertine. Quedaron, como ya era costumbre, en Chef Adolfo, un restaurante de los más típicos del centro de Santa Susana. No era un almuerzo de trabajo, ya que Cándido y él se conocían desde hacía tiempo y compartían muchas aficiones. Los dos se habían caído bien nada más conocerse. A pesar de la diferencia de edad y de hobbies bien distintos, de vez en cuando, cuando podían, quedaban y hablaban de cosas sin importancia. Temas frugales que a los dos les reconfortaban. Para Álvaro, el contacto con Cándido era una estupenda terapia para aliviarse de sus quehaceres diarios. Era conveniente, y recomendable, para alguien que se atolondra con su trabajo, conversar, aunque fuese un día a la semana, con alguna persona ajena a su entorno. Alguien que pudiera ver el bosque, cuando ellos solamente veían los árboles. Cándido era para Álvaro una especie de sacerdote al que poder confesar sus pecados más atroces.
De camino al restaurante, el presidente de Safertine anduvo unos instantes cabizbajo para evitar encontrarse con alguien que lo hiciera retrasarse con su cita, casi semanal, con el director del banco. Cuando llegó aún era pronto y el bar estaba medio vacío. Percibió el olor a lejía de la pila del mostrador.
—Buenos días. ¿Qué tal estás? —saludó Álvaro a su amigo Cándido, que ya se encontraba de pie en la barra.
Cándido Fernández Romero era la persona más puntual que existía. Si quedaban a las diez, seguro que a menos cuarto ya estaba en el lugar acordado. Álvaro se fijó en que justo detrás del mostrador, donde esperaba el director del banco, había un enorme vivero lleno de marisco vivo. Bogavantes, centollos, percebes y langostas esperaban resignados a que alguien los sacara para ser servidos en la mesa. Pegado al lado izquierdo, presidía el decorado un mueble con varias botellas de vino blanco de aguja. Justo encima un cuadro lleno de nudos marineros; muy propio de los restaurantes costeros.
—Bien, Álvaro —respondió sonriendo el director del banco—. ¿Mucho trabajo? —se interesó mientras encendía un cigarrillo rubio; luego colocó el servilletero plateado que había sobre la barra formando un ángulo perfecto con los cantos de la madera.
—La verdad es que, para qué nos vamos a engañar, tengo bastante trajín en la empresa —dijo mientras hizo un gesto al camarero para que le sirviera lo mismo que estaba bebiendo su amigo.
—¿Un tubo de cerveza, señor? —preguntó el camarero cortésmente.
Álvaro asintió con la cabeza.
—¡Y que dure! —afirmó el director del banco, mientras con una señal apenas perceptible de su barbilla le indicó al joven que preparara una mesa para los dos.
Se sentaron en un rincón del impresionante restaurante Chef Adolfo. De lo mejor de la ciudad. Cándido lo hizo de espaldas a la ventana, ya que no le gustaba la luz en la cara. Por eso siempre utilizaba unas anticuadas gafas de sol, que llevaba puestas incluso por la tarde, cuando anochecía. Decía que era por culpa de los ordenadores y por pasarse todo el día encerrado en el banco.
Detrás de él, un ventanal enorme ofrecía una amplia vista de la calle Mistral, arteria principal de Santa Susana y centro comercial de la ciudad. Al fondo, la plaza Andalucía. La mayoría de los jóvenes profesionales que trabajaban en Santa Susana se pirraba por tener su domicilio en esa calle. Álvaro no pudo evitar recordar que cerca de allí vivía la hermosa Silvia Corral Díaz, la secretaria de Safertine.
—Te perderás la vista de las sensacionales mujeres que pasan por aquí —dijo Álvaro mientras abría la carta del menú.
Todas las tiendas de moda para jovencitas estaban ubicadas en ese barrio y, como no podía ser de otra forma, mujeres enjoyadas y bellas abundaban por la avenida.
—No importa —aseveró Cándido, sin dejar de toquetear el palillero que había sobre la mesa—. Prefiero poseer una mujer fea que ver pasar mil guapas —dijo, parafraseando un dicho típico de personas pragmáticas.
Era normal que el maduro director bancario se abstrayera de forma intermitente en el transcurso de una conversación y que utilizara frases ingeniosas para replicar a su interlocutor. Su veteranía le conformaba como un avezado en temas dialécticos.
—También es cierto —confirmó Álvaro—. Más vale pájaro en mano que ciento volando —dijo reforzando así la frase de Cándido.
Cándido era el director del banco más emblemático de Santa Susana. Conocido por su sensatez en los negocios, rondaba los sesenta años y ya era director de banco cuando vivía el padre de Álvaro. Por aquel entonces estaba en otra entidad, pero ejercía el mismo cargo. Felizmente casado, padre de dos hijas de cuarenta y veintitrés años, llevaba una vida organizada. Era un metódico enfermizo, incluso cuando hablaba se dedicaba a ordenar el palillero, el cenicero, los cubiertos, el mantel. No soportaba que nada estuviera desordenado o caótico, como solía decir él mismo. Alguna vez sus allegados habían podido verlo bajarse del coche hasta tres veces en su empeño de dejar el vehículo perfectamente alineado con la acera. No toleraba bajo ningún concepto que la rueda delantera estuviera más próxima al bordillo que la trasera.
—¿Qué te apetece tomar? —preguntó colocando el cuadrado cenicero de cristal paralelo a los bordes de la mesa y mirando al director de Safertine por encima de sus gafas de sol.
—Lo de siempre —respondió Álvaro cerrando la carta y colocándola sobre la otra.
Cándido ni siquiera llegó a mirarla. Era tan habitual de ese restaurante que se conocía los platos del menú mejor que el propio cocinero.
Con una leve señal de la mano llamó al camarero, que se acercó rápidamente.
—¿Han escogido ya los señores? —preguntó mientras recogía las cartas del menú.
—Sí —dijo el director de banco—, a mí me traes lo de siempre, Pablo. ¿Y tú? —preguntó mirando a su compañero de mesa.
—Yo quiero… —Álvaro se detuvo un momento, pensando lo que iba a pedir—. Una ensalada —se decidió finalmente, mientras señalaba la mesa de al lado, donde había una chica comiendo el mismo plato que le apetecía a él—. Con eso me bastará.
Las ensaladas del Chef Adolfo no eran las típicas de lechuga, tomate y cuatro pepinillos. Llevaban lo mismo que todas, pero además le añadían queso, embutido, jamón dulce, pan tostado, rábanos, cogollos y anchoas. Era un auténtico plato que podía satisfacer al más hambriento.
El camarero se marchó, no sin antes recoger cuatro palillos rotos que Cándido había dejado en la mesa, perfectamente alineados alrededor del palillero. Sonrió mientras lo hacía.
A Álvaro siempre le había gustado la gente que llamaba a los otros por su nombre. Su amigo había nombrado al camarero, Pablo, y eso era un gesto que daba prestancia a quien lo hacía y a quien lo recibía. Imaginó lo a gusto que debían de sentirse los clientes de la sucursal, cuando llegaban hasta el director para pedir un préstamo y este les llamaba por su nombre.
—¿Cómo está Rosa? —preguntó Cándido mientras cogía con los dedos dos aceitunas rellenas del platito de madera que había dejado el servicial camarero.
—Bien, está bien, solo un poco preocupada por el tema de la hija de los López. Ya sabes…
—Sí, menudo notición. Por Roquesas debéis de andar preocupados los padres de quinceañeras —añadió—. Es el suceso más lamentable ocurrido en los últimos años, ¿verdad?
—Pues para ser sincero, sí, los vecinos se hallan bastante alarmados con ese asunto.
Álvaro no quiso responder al comentario, poco amable, sobre la lógica preocupación de los padres de quinceañeras, como si los demás vecinos no tuvieran que estar intranquilos. La desaparición de Sandra era un hecho que alarmaba por igual a todos los residentes del pueblo, tuvieran o no hijas de la misma edad que Sandra. Una desaparición, mientras no se resolviera, podía provocar una alarmante congoja en toda una población, máxime cuando esta era pequeña. Hasta que no apareciera la chiquilla no se podía hablar de fuga o asesinato, algo que mantenía en vilo a todo el pueblo.
—El jefe de la policía local le resta importancia al asunto —dijo Álvaro—. Opina que se trata de una chiquillería, pero yo no creo que…
—Ya me han hablado de ese tal César Salamanca —lo interrumpió Cándido—. No muy bien por cierto —puntualizó—; según dicen, prefiere quitarle relevancia a todos los casos que le llegan, antes que iniciar una investigación en serio para esclarecerlos.
—Como te iba diciendo, no creo que sea así. Lo conozco desde hace mucho tiempo y es más un acomodamiento producido por los años de trabajo, que otra cosa. Piensa —argumentó Álvaro— que Roquesas de Mar es una villa tranquila, donde apenas ocurren cosas importantes, al menos desde el punto de vista policial. Es normal que el jefe de la policía se oxide y pierda la práctica en resolver asuntos de ese tipo. De todas formas no anda desencaminado, es posible que la hija de los López se haya fugado voluntariamente y que dentro de unos días reaparezca como si no hubiera pasado nada. La experiencia de César, aunque desgastada por los años, creo que le sirve en lo que respecta a conocer a los vecinos del pueblo.
—Hablando de eso —interrumpió Cándido—, ¿vas a tener vecinos nuevos? —preguntó tras sorber un trago de cerveza.
—Eso parece. Están haciendo una casa delante de la nuestra, justo al final del bosque de pinos, pegada a la rotonda inacabada. Las obras avanzan con una rapidez espantosa —respondió, sin volver a mencionar al jefe de policía, al percibir que Cándido había evitado, deliberadamente, seguir diciendo cosas de él—. Es increíble el poco tiempo que cuesta hoy en día levantar una casa.
—¿Los conoces? —preguntó el director de banco, refiriéndose a los nuevos vecinos.
—No, ni siquiera sé quién es el constructor. No me he fijado en el rótulo de la empresa —respondió mientras hacía el gesto de alisar el tapete de la mesa y limpiar unas porciones del pan que había desmigajado mientras esperaban el almuerzo.
—Ya es curioso —exclamó Cándido—, con lo cotillas que sois en Roquesas y no saber quiénes son los nuevos vecinos —aseveró sin estar falto de razón—. ¿Cómo es posible que no se haya enterado Rosa de quiénes son los propietarios de la casa de enfrente? —profirió, doblando por la mitad una servilleta de papel.
—No creas —se defendió Álvaro—, Rosa es discreta y poco amiga de inmiscuirse en la vida de los demás. Además, no comparte mi recelo acerca de saber quiénes vendrán a vivir a esa casa. En ese sentido es menos inquieta que yo.
—Que no, hombre —insistió Cándido—. Pregúntaselo esta noche y verás como seguro lo sabe. Las mujeres son todas iguales y es imposible que no haya indagado sobre los nuevos vecinos.
El camarero irrumpió en la conversación con una bandeja llena de comida a rebosar. Empezó a dejar los platos sobre la mesa: dos cuencos de huevos con jamón y chorizo, dos jarras de cerveza, una bandeja con pescado frito, unos tacos de queso y la exuberante ensalada de Álvaro.
—¿Está todo? —preguntó con un acento cubano que no podía ocultar.
—Sí, gracias —contestó Cándido sin mirar al eficiente chico.
Huevos con jamón, chorizo y una jarra de cerveza de medio litro, observó Álvaro. Ese era el menú preferido de Cándido, por lo que no era de extrañar que ostentara esa prominente barriga, disimulada con la chaqueta del traje cuando estaba en la sucursal, pero allí, en el restaurante, en mangas de camisa, no había manera de ocultarla.
—¿No han hecho la hipoteca en tu banco? —preguntó Álvaro en un intento de cotilleo, sabiendo de sobra que Cándido nunca facilitaría datos confidenciales de sus clientes, ni siquiera a un buen amigo como se supone era él.
—Perdona, estoy distraído —respondió Cándido—. ¿Quiénes han hecho la hipoteca en mi banco?
—¡Pues los de la casa! Mis nuevos vecinos —aclaró—. Has vuelto a inadvertirme —afirmó con una palabra inventada por él para definir la aptitud de su amigo cuando se evadía mentalmente.
Álvaro se molestaba, al principio de conocer a Cándido, por sus continuos lapsus, pero con el tiempo se había ido acostumbrando, y ahora incluso le resultaban graciosas esas distracciones. Cándido debía de pensar tantas cosas al mismo tiempo, que de vez en cuando asociaba comentarios de una conversación con pasajes de otra, lo que provocaba más de un simpático equívoco.
—Pues que yo sepa no —respondió terminando de cortar el jamón y empezando a trocear el pan para mojarlo en la yema de los huevos—. Bueno —se corrigió—, si hubieran constituido la hipoteca en mi sucursal… —pensó unos instantes— me acordaría. De todas formas, viendo que tienes tanto interés en ello, ya me informaré de quiénes son…
—No te molestes —le interrumpió Álvaro—. Tampoco es que me interese demasiado, es más por curiosidad que por otra cosa. Las obras se encuentran bastante avanzadas, a este paso la casa estará terminada para el verano que viene y entonces conoceré a los ocupantes.
—Ya —corroboró Cándido, mojando un trozo de pan en una de las apetecibles yemas—. Es importante saber a quiénes tenemos de vecinos. Igual son ruidosos y te hacen la vida imposible. Recuerdo que yo tuve que cambiarme de piso en Madrid por culpa de unos que vivían arriba. Era una pareja joven y no paraban de discutir todo el día, pero sobre todo por las noches; las discusiones alcanzaban cotas insufribles. Al final me tuve que marchar a un apartamento más pequeño, pero tranquilo.
Álvaro hizo una mueca de disgusto.
—En cuanto sepa la identidad de tus enigmáticos vecinos te lo digo —continuó Cándido—. El jefe de la policía local debe de conocerlos también, ¿no? —advirtió, sabiendo que Álvaro y César eran buenos amigos, al menos en apariencia.
—Para serte franco, no hemos hablado de ello. Pero ya se lo preguntaré, si viene a tema, cuando lo vea.
De hecho, Álvaro pensó que no le faltaba razón a Cándido. César Salamanca debía de conocer a todos los habitantes de Roquesas de Mar; formaba parte de su profesión el saber quiénes eran y dónde vivían. La seguridad del municipio se basaba, entre otras cosas, en eso precisamente.
—¿Está todo a su gusto? —preguntó el camarero, viendo los platos de la mesa prácticamente vacíos.
Los dos comensales asintieron con la cabeza pues tenían la boca llena. Cándido hizo un gesto con la mano para indicarle al chico que le trajera la cuenta. El cubano se dirigió a la barra y repitió la misma señal a la persona que había detrás del mostrador. La máquina electrónica repiqueteó unos segundos y en un momento el camarero dejó el tique sobre la mesa. Álvaro se apresuró a cogerlo antes que su amigo.
—¡Por favor, Álvaro! —saltó este—, ya te dije que invitaba yo.
—Siempre lo haces. Esta vez me toca a mí. Ya pagarás otro día —añadió Álvaro con la nota en la mano y extrayendo el billetero del bolsillo trasero del pantalón.
Finalmente dejó el dinero en el plato de madera donde el camarero había traído el tique y una buena propina que demostró la satisfacción por el servicio prestado.
—Hasta otra, Pablo —se despidió Cándido del cubano que tan bien les había atendido. Saludó con la mano al chef, que asomaba la cabeza por encima del hueco de la puerta de la cocina, y este le respondió moviendo la barbilla y con la cara manchada de grasa.
—Hasta luego, Cándido —replicó Pablo mientras terminaba de recoger los platos de la mesa—. Deseo que hayan comido bien —agregó en tono servicial, mirando a los dos comensales y forzando una sonrisa.
—Gracias, muy bien —respondió el presidente de Safertine, poniéndose la chaquetilla de verano que había dejado en el respaldo de su silla al sentarse. Luego se llevó un cigarrillo a los labios y el atento camarero se lo encendió con un mechero de gas con un galante movimiento.
Cándido permaneció callado. Su silencio se percibía incómodo. Álvaro pensó que la confianza del camarero, a la hora de tutearlo, posiblemente no le gustaba demasiado. Sin embargo, notó como si se conocieran de algo más que del restaurante. No pudo evitar recordar que años atrás se rumoreaba en el pueblo los vicios ocultos del serio director del banco Santa Susana. Las comidillas de Roquesas, siempre crueles, siempre implacables, comentaban que al viejo le gustaban los chicos jóvenes y hablaban de sus extraños viajes, presuntamente de negocios, a países de Latinoamérica, cuando en realidad sus actividades en la banca no le obligaban a ello. Álvaro ya se había percatado, en otras ocasiones, que las gafas de sol que siempre llevaba puestas le impedían ver sus ojos y saber dónde estaba mirando en cada momento, aunque esta vez se había dado cuenta de que Cándido no dejaba de examinar los firmes glúteos del camarero y que este, lejos de escandalizarse, sonreía cada vez que lo advertía. Cada vez que Pablo acercaba un plato a la mesa y se alejaba en dirección a la cocina, Cándido bajaba la barbilla hasta la altura de las nalgas del cubano. Su vista resbalaba por el fornido cuerpo del joven, como si sus ojos quisieran salirse de las órbitas. Álvaro pensó que la glotonería de su amigo se debía más a imaginarse devorando el cuerpo del cubano y asociarlo a los platos que este servía. De todas formas, el presidente de Safertine pensó que Cándido era una buena persona, y que de ser cierto todo eso que se decía de él, ¡qué caramba!: si no hace daño a nadie, uno tiene derecho a permitirse los caprichos que pueda. «Después de todo, yo soy el menos indicado para criticar», recapacitó Álvaro Alsina al darse cuenta de que estaba censurando el comportamiento de su amigo, precisamente él, que se había tirado a la bella sirvienta argentina durante un verano entero.
—Apenas si hemos hablado de la chiquilla desaparecida —mencionó Cándido, llevándose un cigarrillo rubio a la boca y ofreciendo otro a Álvaro, que lo rechazó mostrándole la mano en que sujetaba un pitillo—. ¿Qué tal está tu mujer con eso? —preguntó mientras hurgaba en los bolsillos en busca del mechero.
—Ya te puedes figurar —respondió Álvaro alargándole el encendedor—. Como bien has dicho antes, las madres de quinceañeras se preocupan más por ese asunto que las demás. Rosa no puede dejar de comparar a las dos niñas. Piensa que no solo son de la misma edad, sino que además comparten actividades comunes y son buenas amigas.
—¿Sabe algo tu hija?
—Nos ha dicho que no —respondió Álvaro.
—Pues no te extrañe que sepa más de lo que dice.
—¿Por qué?
—Porque las chicas jóvenes, cuando son tan amigas, seguramente se cuentan todo lo que les preocupa, y es probable que tu hija sepa más de lo que dice, porque tiene que saber si Sandra salía con algún chico… o chica —aseguró.
—¿Y Ana? —preguntó Álvaro por la mujer de Cándido, tratando de desviar el tema. No quería enzarzarse en una dialéctica insulsa acerca de la ya consabida orientación sexual de la chica desaparecida—. Supongo que también les habrá afectado el tema de Sandra a tu mujer y a tus hijas. No creo que nadie en Roquesas sea ajeno a eso —vaticinó.
—Nuestro caso es diferente —replicó el director acabando de encender el cigarrillo y devolviendo el mechero a Álvaro—. Mis hijas ya son mayores. Tengo otras preocupaciones con ellas.
Álvaro se dio cuenta de que el camarero del restaurante seguía al lado de ellos como si quisiera participar en la conversación.
—He hablado del tema con mi mujer y bueno, ya sabes, Ana pasa un poco de esas cosas. Es más partidaria de educar mejor a los hijos y no darles tanta rienda suelta —comentó con poco tacto, pues Álvaro era un padre muy liberal.
Ana Ventura Romero era la mujer de Cándido. Tenía su edad, sesenta años. Casados desde hacía cuarenta, contaban solo diecinueve años cuando ella se quedó embarazada de Inma, la mayor de sus dos hijas; una feminista que vivía y trabajaba en Madrid. A los treinta y siete años tuvieron a Consuelo, su segunda hija. Las malas lenguas de Roquesas aseguraban que la segunda no era hija de Cándido. Llegaron a decir que este se había hecho la vasectomía nada más cumplir los treinta. Rosa, la mujer de Álvaro, le dijo una vez a este que el doctor Montero le había comentado de forma fidedigna que conocía al cirujano que intervino a Cándido y que era verdad, que no podía tener hijos desde hacía treinta años. De todas formas, el matrimonio llevaba bien esa situación y además había informes médicos que indicaban que la operación de vasectomía no estaba garantizada al cien por cien.
Justo al salir del restaurante, prácticamente en la puerta y cuando se disponían a despedirse hasta otro día, se toparon con un amigo de Cándido que Álvaro no conocía hasta que el director del banco los presentó.
—¡Luis! —exclamó Cándido—. ¿Qué tal estás, campeón? Hace tiempo que no te veo —manifestó efusivamente.
Álvaro los observó mientras los dos se abrazaban.