—¿Sí? —dijo Álvaro.
—Buenos días, señor Alsina —dijo una vocecilla que Álvaro reconoció en el acto.
Era Sofía, la ex canguro de su hijo Javier.
—Hola, Sofía. ¿Qué tal estás?
Era la primera vez que la chica llamaba a su despacho para hablar con él. Cualquier gestión con la familia la realizaba a través de su mujer Silvia, por lo que Álvaro se sintió contrariado en un primer momento. «¿Qué querrá esta ahora?», pensó.
—¿Cuándo puedo hablar con usted? —preguntó Sofía en tono suplicante.
Se la notaba muy nerviosa, y Álvaro pudo oír el chasquido de una uña al rompérsela con los dientes.
—Ahora mismo estoy muy ocupado —dijo con cautela—. Déjame tu número de móvil y en cuanto pueda te llamo para quedar y hablamos de lo que sea. ¿Te parece? —propuso apresurado. En su tono se notó que quería quitársela de encima cuanto antes.
No le prestó demasiada atención, ya que la Cíngara, como era conocida en el pueblo por su indumentaria estrafalaria, no le inspiraba confianza. Siguió removiendo con la mano libre los papeles que había sobre su mesa, e intentó, sin conseguirlo, agruparlos por orden cronológico.
—Me gustaría hablar con usted ahora —insistió la chica.
A pesar de ejercer con esmero su labor de canguro y ostentar una callada belleza a sus veinte años, que no ocultaba tras unos enormes ojos negros, Álvaro no creía que la muchacha tuviera algo importante que decirle, así que no le dio ninguna oportunidad de poder quedar para hablar. «¿Qué podría hacer que una chiquilla estrambótica desatendiera sus quehaceres diarios para reunirse con un portentoso empresario?», se preguntó.
—Si lo prefieres, y es breve lo que tienes que decirme…
Mejor que la cíngara le dijera por teléfono lo que fuera y así no perdería su valioso tiempo en lo que seguramente sería una fruslería.
—¿Va a regresar a Roquesas al mediodía? —preguntó ella.
Su voz se tornaba afónica por momentos.
—Pues no lo tengo previsto. Me quedo a comer aquí, en Santa Susana…
—Vale —lo interrumpió—, ya le llamaré en otro momento —dijo no demasiado convencida—, y hablaremos con más calma. ¿Me puede dar su número de móvil?
—Mejor dame el tuyo y en cuanto tenga un momento te llamo yo.
Hubo unos segundos de silencio, tantos que incluso Álvaro pensó que la chica había colgado. «¿Para qué querrá mi número de teléfono?», se dijo.
Silvia hacía aspavientos desde su mesa para llamarle la atención. Con frenéticos movimientos se pasaba el pulgar por el cuello, sugiriendo que podía interrumpir la llamada. Percibía la contrariedad en el rostro de su jefe y, como fiel secretaria, quería ayudarlo. Un «le llaman por la otra línea» hubiera sido suficiente para salvar a Álvaro de aquel calvario.
—Tome nota de mi teléfono —dijo la muchacha con voz temblorosa.
Álvaro le hizo un gesto a su secretaria dándole a entender que no necesitaba su ayuda y anotó en un bloc amarillo el número que le dio la cíngara, con la clara intención de no llamarla. Miró el reloj de pulsera: las diez menos diez.
—¿Lo ha cogido bien? —preguntó la chica.
Álvaro arrugó el entrecejo. Un veterano empresario nunca podría anotar mal un número de teléfono.
—Sí, ya te tengo en mi agenda —respondió.
La chica colgó sin decir nada más.