Esa noche el calor aplastaba con fulgurante entusiasmo el enlosado alquitrán de la calle Reverendo Lewis Sinise. Álvaro Alsina Clavero sentía el chasquido de las suelas de sus zapatos mientras se despegaban del suelo. Crujían los granos sueltos de las obras y desplazaban humeantes gotas de polvo que se desvanecían antes de llegar a la altura de sus rodillas. Un bochorno enardecido por la brisa del mar se le metía en los huesos y pegaba, irritante, la camisa a su espalda, empapándola de sudor.
Como cada día, se detuvo delante de la casa. El ridículo cercado que la custodiaba no le permitió adentrarse más. Dos cigarros cayeron al suelo cuando sacó el paquete del bolsillo de la chaquetilla.
—Torpe —se dijo en voz baja. Ni siquiera se molestó en recogerlos, supuso que la humedad los habría estropeado, y mojados no le servían.
Se cobijó a la sombra del olivo centenario que presidia la glorieta donde terminaba la calle y que hacía las veces de dique entre el bosque y la urbanización. Un olivo que ya estaba allí antes de que emergieran las casas que poblaban ese pequeño reducto de la costa y que resistía impávido los embistes de la modernidad. Su tronco conservaba las marcas de los enamorados del pueblo que, a golpe de cuchillo, grababan sus nombres. Retales de corazones atravesados por flechas toscamente talladas. Trozos de momentos bajo su penumbra. Y aunque Álvaro no quiso verlo, sus ojos le traicionaron y leyó, como había hecho otras tantas veces, las iniciales de unos nombres. Eran dos letras separadas por un corazón: A y S. Apenas se distinguían entre los machetazos que habían intentado, sin conseguirlo, borrarlas.
Por su mente pasaron los recuerdos de las noches en el salón de su casa en compañía de la sirvienta argentina. Rememoró con sonrojo la primera vez que hicieron el amor. Era verano y el calor aporreaba sin compasión la oscuridad de Roquesas de Mar. Aquella noche bajó despacio para no despertar a su mujer, Rosa, ni a los niños, Javier e Irene. Las escaleras separaban la habitación de arriba de la cocina de abajo, que estaba justo al lado de la puerta de entrada. Nada le satisfacía más a Álvaro en verano que beber un buen vaso de agua fría. Y Sonia la argentina estaba allí, sentada en la silla de aluminio y refrescándose con la leche que bebía directamente de la botella. La imagen no podía ser más sugerente.
—¿Qué haces? —le preguntó nada más verla.
La puerta de la nevera estaba abierta y el reflejo de la chica era el único aliento de luminosidad que alumbraba la cocina. La penumbra arrancaba destellos de las piernas de Sonia y sus pechos surgían tentadores por encima de aquella camiseta que la mujer de Álvaro siempre había censurado.
—No aguantaba tanto calor y necesitaba beber —respondió.
Álvaro quiso coger el vaso de agua y salir huyendo de allí. Pero su masculinidad le traicionó y entabló una conversación insulsa con la sirvienta.
Sonia llevaba casi dos años con ellos. La empresa de trabajo temporal la había recomendado encarecidamente, asegurándoles que era una empleada de hogar excepcional. Realmente aquella argentina de tez morena y piernas interminables hacía su trabajo con corrección impoluta.
—Es cierto —dijo Álvaro—. Aquí el bochorno es insoportable.
Cogió el vaso de agua y con los nervios de la situación derramó parte en el suelo. Un chorreo inacabable goteó por el cristal y se desparramó en el gres.
—Ya lo recojo —dijo ella.
La chica se puso en pie y sus pechos se balancearon ante Álvaro como si quisieran salirse de aquella camiseta con la que tanto soñaba. Una camiseta blanca que desprendía un olor almizcleño entre naftalina y perfume, resaltando el moreno espléndido de la argentina.
—Quita —dijo él—. Ya lo hago yo —insistió visiblemente nervioso.
Álvaro abrió el armario donde guardaban los útiles de limpieza y extrajo, con escasa pericia, una fregona. Sonia se rio de él cuando la pasó por encima del agua vertida. Sus resplandecientes dientes blancos iluminaron la oscura cocina.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Deja, deja —le dijo ella—, ya me ocupo yo, de veras. Qué poco salero tienen ustedes los hombres para las cosas del hogar.
Sonia le quitó la fregona de las manos y estuvieron tan cerca que Álvaro se sintió embriagado por aquel perfume amelocotonado que siempre se ponía la argentina. Su rastro era fácilmente detectable en cualquier rincón de la casa. Él podía saber, sin dudarlo, cuándo ella había estado en el cuarto de baño o en las habitaciones de los niños o en cualquier otro lugar. El melocotón empapaba cada rincón, cada esquina, e impregnaba de concupiscencia la sigilosa noche…
—¿Qué tal, Álvaro? —oyó a su espalda.
La voz ronca del jefe de la policía local le distrajo de sus pensamientos. Trató de no mirar el corazón esculpido en el olivo temiendo que él se diera cuenta.
—¿Tomando el fresco? —preguntó.
—He salido a fumar un pitillo antes de irme a dormir —replicó.
Y entonces tuvo aquella descorazonadora sensación de otras veces. Sintió como si la casa de enfrente los mirara. Como si estuviera viva y entendiera cada una de las palabras que decían ante ella.
—Un poco lejos de tu casa, ¿no? —le dijo César, y lo miró con aquellos ojos de inquisidor que siempre esgrimía.
Álvaro Alsina no se sintió intimidado; lo conocía de sobras. César Salamanca era el jefe de la policía local desde hacía infinidad de años y, al igual que el propio Álvaro, se había criado en el pueblo. Los dos compartieron la infancia en una Roquesas de Mar que aún no había sido descubierta por los turistas. Y ya de adultos sus vidas se bifurcaron y cada uno encontró su futuro de desigual manera.
—He salido a dar un paseo —dijo César—. Tengo que vigilar de cerca a la gente de esta urbanización.
Y se rio jocosamente, dejando que en su boca se distinguieran los agujeros de las muelas que le faltaban.
Álvaro no se sintió aludido, ya que lo conocía de sobras y sabía que bromeaba constantemente. Sus bromas se le llegaban a hacer pesadas en ocasiones. Eran grotescas, caricaturescas, y hurgaban sin compasión en los defectos de los demás.
—Pues bien harías en vigilar a la gente de tu calle —replicó Álvaro, siguiéndole la broma.
—Sí —protestó—, pero fue aquí donde desapareció Sandra López y es aquí precisamente donde he de empezar a investigar.
Álvaro encendió otro cigarrillo y supo que César ya no bromeaba.
Sandra López era una chiquilla de dieciséis años, amiga de la hija de los Alsina, desaparecida desde hacía una semana en el bosque que rodeaba la urbanización, lugar donde, según los testigos, fue vista por última vez. No dijo nada a nadie, por lo que se sospechaba que podía haber sido secuestrada, aunque sus padres no eran precisamente una familia pudiente a la que poder pedir un rescate. La pequeña Sandra se salía de lo normal, y eso orientó la investigación a una fuga voluntaria. El pueblo no estaba preparado para esos sucesos y cualquier predicción era fácilmente creíble.
—¿Supongo que sabes el rollo lésbico de la chiquilla? —preguntó César.
Su mirada lo delató y Álvaro supo a qué se refería sin necesidad de más explicaciones. Todo el pueblo comentaba la orientación sexual de Sandra López, pero Álvaro intentó no hacerse eco de eso, ya que Irene, su hija, era buena amiga de la chavala, y ellos preferían no hablar del tema.
—¿Crees que sus padres lo saben? —le preguntó César.
—Por favor —refunfuñó Álvaro.
Esa misma conversación la habían reproducido Rosa y Álvaro muchas veces. A su mujer le preocupaba la homosexualidad de Sandra y continuamente le repetía lo mismo:
«Álvaro, no me gusta que la niña se junte con ella».
—Pues yo creo que se ha liado con alguna chiquilla de Santa Susana y como sus padres no le dejan, pues se ha fugado con ella —dijo riendo César.
El jefe de policía hablaba tan rápido que no le dejaba tiempo a Álvaro para ordenar sus pensamientos. En la casa de la glorieta crujió uno de los tablones que la apuntalaban, y Álvaro se sobresaltó.
—¿Has oído eso? —le preguntó a César.
El jefe omitió su pregunta y siguió hablando.
—Los López están chapados a la antigua, seguramente han recriminado tanto la actitud de la chiquilla que ha terminado por fugarse de su casa. Conozco cientos de casos iguales —afirmó—. La presión familiar puede convertir a una niña en lo opuesto a lo que sus padres desean para ella.
—Pues yo no creo que Lucía —dijo Álvaro refiriéndose a la madre de Sandra— sea una mujer tradicional. Al contrario, más bien pienso que es moderna y de miras amplias.
César volvió a reír y esta vez no pareció tan gracioso. Sus ojos se clavaron en Álvaro y este no pudo evitar ruborizarse.
La madre de Sandra, Lucía Ramírez, era una mujer esplendorosa y de rostro aniñado. Unas pecas moteadas en su cara le conferían aspecto de pícara y era, por lo menos, diez años más joven que su marido, el bueno de Marcos López, un oficinista de la caja de ahorros de Santa Susana, la ciudad de la que dependía Roquesas de Mar. El oficinista de voz titubeante y mirada extraviada era la antípoda de su mujer en lo que a carácter se refería.
—Puede que Marcos sí que cuestione la sexualidad de Sandra —sugirió Álvaro—, pero yo creo que la que manda ahí es Lucía. ¿Has averiguado algo? —se interesó por la investigación.
—Este caso me está desbordando —dijo César—. Tengo que encontrarla antes de que el alcalde sufra un infarto. ¿Sabes qué me ha dicho el muy cornudo?
Álvaro negó con la cabeza.
—«Prioridad absoluta, César. Encuentra a la niña o los turistas dejarán de venir al pueblo». ¿Qué te parece?
—Es normal, César, el alcalde vela por los intereses de Roquesas y la desaparición de Sandra ahuyenta a cualquiera.
—¿El qué? ¿El que una niña se haya ido con su amante?
—Pero eso es una suposición tuya —replicó Álvaro—. Has de ponerte en el lugar de los residentes que vienen aquí a invertir en estas casas —dijo señalando con el dedo todo lo que se veía de la urbanización—. Es normal que se preocupen por sus hijas y piensen en la posibilidad de que desaparezcan.
—¿Tu hija ha dicho algo más? —le preguntó César, esta vez más como policía que como amigo.
Álvaro se molestó y pensó que el otro pretendía relacionar a su hija con la desaparición de Sandra.
—Ya hemos hablado del asunto con mi hija —respondió a la defensiva—. Aunque la que más contacto ha tenido con ella ha sido Luisa, para eso es su madre, y entre mujeres se entienden mejor. Pero no creo que oculte nada, estoy convencido de que te dijo todo lo que sabía del asunto.
César torció el rostro visiblemente receloso.
—¿Tú crees? —cuestionó.
Al jefe de policía no debió de gustarle la expresión de Álvaro, ya que cambió de tema.
—¿Qué tal tu empresa?
—Bien —respondió Álvaro con indiferencia—. Estamos inmersos en un proyecto nuevo.
—El tema ese de los chips, ¿no? —preguntó.
—Así es. Estamos trabajando en la fabricación de la tarjeta de red de que te hablé. ¿Y tú? —dijo Álvaro para cambiar a su vez de tema—. ¿Qué es lo que te trae por mi barrio?
A Álvaro no le apetecía adentrarse en explicaciones superfluas acerca de los negocios de su empresa. Como siempre, supuso, César no le entendería.
—He salido a pasear, como tú, hace una noche espléndida y quería darme un garbeo por la urbanización. No puedo dejar de pensar en la niña desaparecida y busco alguna prueba que me permita averiguar dónde está.
Hubo un silencio incómodo. César clavó sus ojos enrojecidos en Álvaro.
—¿Crees que la han matado? —preguntó este.
—Ya te he dicho que no —replicó César Salamanca—. La chiquilla se ha fugado con alguien, no necesariamente con otra mujer, se puede haber marchado con otro chico del pueblo, o incluso —dedujo— puede que se encuentre en casa de una amiga. ¿Sabes algo de esa tal Natalia?
César estaba tan chapado a la antigua que cuando intuía una pista nada le hacía cambiar de parecer. Era algo característico de los policías de pueblo: saberse seguros de algo y no cambiar de opinión pese a que las evidencias demostraran lo contrario.
—¿También sospechas de ella?
—Puede. Esa Natalia no es de aquí y a Sandra le gustaba mucho juntarse con ella. ¿Sabes dónde vive?
—En Santa Susana —respondió dudando Álvaro.
—Eso ya lo sé yo —repuso molesto César—. Me refiero a si sabes su domicilio exacto.
—Pregúntaselo a la policía de allí —dijo Álvaro con desdén.
—Eso sería fácil, pero no quiero inmiscuirlos en esto.
Una mirada de Álvaro lo conminó a explicarse mejor.
—Son órdenes del alcalde, ¿sabes? —lamentó—. Cuanta menos gente lo sepa, mejor.
—Pero a estas alturas ya estarán advertidas todas las policías de la comarca —observó Álvaro—. ¿O no?
—Más o menos. De momento, y como hace poco de su desaparición, hemos preferido no emitir un comunicado alarmante. En la nota oficial hemos puesto que ha desaparecido una menor, nada más. No hemos querido insinuar nada sobre ningún asesinato.
—¿Asesinato?
—Bueno, Álvaro, no saques las cosas de quicio. Quiero decir que de momento no hay que alarmar innecesariamente a los vecinos. Además…
—¿Además qué? —preguntó Álvaro, interrumpiéndolo.
—Pues eso, que además, si no damos con ella, la jefatura de Santa Susana se hará cargo del asunto y enviarán investigadores al pueblo.
—Eso no es malo, ¿verdad? —preguntó Álvaro, sin saber adónde quería ir a parar el jefe.
—Depende. A nadie le gusta que husmeen por Roquesas de Mar policías que no son de aquí. Ya conoces a la gente del pueblo —afirmó.
Álvaro entendió que a quien no le gustaba era al propio César Salamanca. Supuso que su imagen se vería afectada si tenía que hacerse cargo de la investigación alguien de fuera. Y pese a sus diferencias comprendió su postura.
—¿Otro cigarro? —ofreció César, que no fumaba, pero el ofrecimiento de otro cigarro llevaba implícito que se quedaran hablando un rato más.
—No, gracias —rehusó Álvaro—. Ya es tarde y tengo que volver a casa, Rosa y los niños me esperan para cenar.
—Tienes una familia estupenda. Consérvala.
Aquellas palabras molestaron a Álvaro. ¿Qué quería decir con que la conservara? Posiblemente era solo una frase hecha, pero viniendo de César Salamanca contendría algún mensaje subliminal de doble filo, tan habitual en él.
—¿Y esta casa? —preguntó Álvaro, señalando con la barbilla hacia ella.
—No sé. ¿Qué tiene de especial?
—¿De quién es?
—Supongo que de algún ricachón de Santa Susana que quiere fijar su domicilio aquí. ¿Por qué ese interés?
—Nada —dijo Álvaro—. Me gusta conocer a los nuevos vecinos.
—Vete acostumbrando a ver caras nuevas por la urbanización —le previno—. Roquesas de Mar está creciendo y dentro de unos años ya no será el idílico pueblecito de la costa donde todo el mundo se conoce.
—Más trabajo para ti —apuntó Álvaro.
—Más trabajo para todos. Ya no se dormirá con las puertas abiertas, como hasta hace unos años. Con la gente vendrá más delincuencia. Más delincuencia, menos seguridad… Y la inseguridad nos hace infelices.
—No pintas un futuro muy halagüeño.
—Es el precio de la prosperidad. Más trabajo, más dinero, pero también más dolores de cabeza.
—En eso estriba la planificación —sugirió Álvaro—. Hay que crear buenos cimientos para que el progreso no nos engulla.
—Así es. Nos vemos otro rato.
El jefe de policía desenvolvió un chicle de un arrugado paquete que sacó de su bolsillo y, arrojando el envoltorio al suelo sin preocuparse por la limpieza de la calle, se lo metió en la boca mascándolo ruidosamente.
Álvaro Alsina siguió el papel con la vista y aunque César lo advirtió, fingió no darse por aludido. Estuvo a punto de recriminarle su acción, pero era tarde y no tenía ganas de enzarzarse en una discusión dialéctica acerca de la limpieza de la urbanización.
—¿Con azúcar? —preguntó Álvaro entornando los ojos.
—Sí —dijo—, es la única marca que aún los hace. Chelfire, los mejores que hay.
Por la mente de Álvaro pasó el recuerdo de los engolosinados anuncios donde unos jóvenes mascaban chicles de esos sin parar e hinchaban enormes globos que rápidamente eclosionaban para volver a engullirlos de nuevo.
Como no podía ser de otra forma, el antisocial César Salamanca pasaba de las modas y seguía mascando chicles con azúcar, a pesar de la advertencia de los odontólogos acerca de la caries.
—Me voy —dijo finalmente el policía—. Ya es tarde.
Álvaro saludó con la cabeza y César escupió sobre la hierba que rodeaba el olivo. Y sin decir nada más se marchó silbando por el camino que cruzaba el bosque.