El viejo Hermann Baier está sentado en su mecedora de madera restallada, en la casa que adquirió en la calle Gibraltar, cerca de la plaza Roquesas. Reside ahí desde que llegó al pueblo. Hace tanto tiempo de eso que ya no hay nadie vivo de los que le vieron aparecer en la estación de ferrocarril aquella fría mañana del invierno de 1945. El ruidoso tren se asomó al apeadero de Roquesas de Mar de forma tímida. No eran buenos tiempos para nadie y una nutrida muchedumbre llegaba de todas partes de Europa en busca de refugio. Las ciudades se saturaron de inmigrantes que vagaban por sus calles en busca de una paz olvidada. Reducidos grupos de militares patrullaban los andenes; el aún desorganizado Régimen no quería que a través de los pasos fronterizos se colaran agentes extranjeros que pretendieran desestabilizarlo. Hermann Baier bajó del expreso venido directamente de Alemania. Antes pasó dos severos controles fronterizos, pero en el año cuarenta y cinco los alemanes tenían salvoconducto para entrar en España sin impedimentos. Esa mañana la pareja de la Guardia Civil patrullaba los andenes ondeando al viento las embalsamadas capas de sus trajes y apresando los mosquetones, por las bocachas, con las dos manos juntas. Los agentes no pedían papeles ni documentación a todos los viajeros, porque los aventureros que bajaban de ese tren no tenían identidad. Seres anónimos que cruzaban una Europa en llamas, llena de cráteres a causa de las bombas, llenas de odio a causa de la ira. El veterano guardia civil se acicaló el bigote y miró directamente a los ojos del alemán, y tuvo que bajar los suyos; aquella mirada irradiaba tal incandescencia que diríase que de un momento a otro arrojaría una columna de fuego sobre él.
—Documentación —pidió.
El alemán alargó la mano sosteniendo con firmeza un papel doblado, que abrió ante la mirada censuradora del agente.
El guardia civil lo cogió y retiró la mano lo suficiente como para leer lo que ponía. No lo entendía, pero había un sello de la Gestapo y eso era suficiente para no preguntar nada más. Se limitó a anotar el nombre de aquel viajero en una libreta, por si sus jefes le solicitaban algún nombre de la gente que llegaba al pueblo.
—¿Miramos su macuto? —preguntó el otro guardia, más joven.
—No es necesario —dijo el mayor y a continuación le preguntó al viajero—: ¿De dónde viene?
—De Berlín —le respondió quedamente—. Del infierno.
El alemán volvió a doblar el salvoconducto y lo introdujo con cautela en un bolsillo de su gabardina. Con el codo se cercioró de que la Luger aún seguía ahí. Los guardias civiles no se dieron cuenta, ni siquiera lo cachearon para comprobar si llevaba armas. Luego se escabulló de la mirada de los agentes y se marchó de la estación.
Hermann Baier se estableció en Roquesas de Mar. Allí fijó su hogar. Enseguida fue uno más de sus vecinos, uno de tantos. En tiempos se dijo que lo buscaba el servicio secreto israelí, que lo habría matado de haber sabido dónde estaba, pero nunca vino nadie al pueblo preguntando por él. El demacrado alemán había llegado de Berlín, eso dijo a los guardias civiles que le preguntaron cuando bajó del tren. Era la respuesta más cabal. Para los agentes de entonces Berlín era una ciudad derruida, una ciudad situada en el epicentro de una guerra. La capital del infierno. Un documento escrito en alemán atestiguaba que huía. La Guardia Civil observó sus ojos. En ellos no había miedo. Era una mirada desafiante, casi arrogante. Pero Hermann Baier había llegado desde los campos de exterminio de Majdanek, a las afueras de Lublin, en Polonia. Allí fue comandante de la Gestapo y huyó antes de que los rusos le capturaran. Era el comandante más joven que los nazis tuvieron en sus filas. Y también el más cruel y despiadado.
Ahora, el decrépito alemán se balancea en su destartalada mecedora. Las lágrimas de sus pequeños ojos resbalan por su agrietado rostro y se canalizan por una hendidura junto a la nariz, donde una pizca de sollozo se ha estancado como si quisiera curar la herida que le produjo una joven polaca en el campo de Majdanek. El flamante comandante nazi abusó de la chiquilla, lo hizo todas las veces que quiso. «¿Quién me va a decir nada?», pensaba entonces el engreído oficial. La chica gritaba, pero a su demanda de auxilio solo respondían las risas de los demás oficiales. Sus emblemas dorados brillaban en la oscuridad del campo de exterminio. En una ocasión, ella quiso defenderse y clavó sus uñas rotas en el rostro de Hermann. Quería arrancarle los ojos, pero un acto reflejo del comandante hizo que las uñas de aquella chiquilla resbalaran por la comisura de su nariz.
Y ahora Hermann se limpia el lloro estancado en esa hendidura. Durante los años posteriores a la guerra le salieron muchas arrugas, como si hubieran querido tapar la marca del horror. Pero el viejo alemán sabe que esa huella no se borrará nunca.
Se queda dormido en la mecedora. Los fantasmas del pasado llenan su habitación y lo rodean, le susurran al oído para no dejarle dormir, para que no descanse, para que sea un muerto en vida. Pero un ruido conocido le despereza. Son las bisagras de la puerta de entrada. Alguien está accediendo al comedor de la casa. La mecedora se detiene poco a poco hasta quedar del todo inmóvil. Con su firme y esquelética mano derecha empuña la Luger. Y se hace el dormido…
Unas semanas antes…