EPÍLOGO

Hoy me he despertado muy temprano, he visto que Tomás y la niña seguían durmiendo y he bajado sin hacer ruido a hacerme un café. Ahora vivimos en el dúplex, pero tan reformado que mamá, si levantara la cabeza, no lo reconocería. Lo pienso mientras contemplo los detalles de esta amplia y luminosa cocina-comedor diseñada por Tomás y espero a que suene el borboteo de agua en la cafetera. A pesar de lo grande que me parecía esta parte de abajo cuando era un solo espacio, nunca pensé que se pudieran sacar de ella, además de la cocina, un living grande, un despacho, un cuarto de huéspedes con baño, varios trasteros y una despensa. Los dormitorios y el cuarto de jugar de Cecilia están arriba. Mi hija se llama Cecilia. Tiene año y medio.

Faltan tres días para Nochebuena, es domingo y he tenido que dar la luz, porque aún no ha amanecido. Hay una niebla espesa que oculta los edificios de enfrente.

Cierro el gas, porque el café ya está. Me lo sirvo y me lo traigo en una bandeja a un rincón con escritorio que se ha puesto en un recodo de la cocina. Fue idea de Tomás. Quiere que si me visita la inspiración cuando estoy guisando o dando de comer a Cecilia, tenga a mano un lugar donde apoyar mis libros y cuadernos sin que se pringuen de yogur.

Hace una semana que he vuelto a ponerme con la historia de Vidal y Villalba y me gusta repasarla por las mañanas. Es como hacer memoria. El 14 de octubre de 1788, aún en la cárcel de Madrid, declaró ante don Blas de Hinojosa que no se hallaba con fortaleza de cabeza suficiente para poder continuar su confesión «con la formalidad que se le tomaba». Busco, mientras saboreo con placer este primer café mañanero, el informe de don Blas al Gobierno, desconfiando de la presunta desmemoria del reo, quien se acusa a sí mismo de falta de cordura,

… pero sus mismas respuestas disparatadas para la causa —escribe Hinojosa a Floridablanca—, tienen tal conexión entre sí que manifiestan que son meditadas y pensadas para persuadir la locura y que el reo tiene su cabal juicio. Para reducir a este hombre a que se dejase de fingimientos para poder acabar su causa, mandé en vista de su tenacidad que le pusieran dos pares de grillos atravesados y unas esposas, que son los apremios ordinarios en estos casos. Pero como su fin declarado sea quitarse la vida no ha querido menearse del sitio donde estaba sentado ni para hacer sus necesidades corporales…

Interrumpo la lectura porque he oído abrirse la puerta de arriba, me levanto y me asomo al arranque de la escalera.

Cecilia baja despacito, agarrándose a los barrotes de la barandilla. Trae puesto el pijama de rombos azules, el que más le gusta. Se para y nos miramos.

—¿Dónde? —pregunta con mucha curiosidad. Busco con los ojos al gato, que está dormitando sobre un almohadón viejo. Supongo que se refiere a él, porque son muy amigos.

—Mira, ahí —le digo, señalándolo.

Gerundio abre un ojo perezosamente y lo vuelve a cerrar. Tampoco Cecilia muestra demasiado entusiasmo ante su presencia, se limita a decir «gato» con tono distraído y sigue bajando peldaños hasta llegar a mi lado. Alza las manos a lo alto como explorando un fenómeno para mí invisible.

—¿Dónde? —repite.

La levanto en brazos y nos acercamos al ventanal con las caras juntas.

—Lejos —le digo—, no se ve porque hay niebla. Más allá.

Hace un gesto circular y parsimonioso con la mano como si quisiera investigarlo todo, abarcarlo todo.

Madrid - New York - El Boalo

Diciembre de 1994 - abril de 1996