Fue un curso en que pasaron muchas cosas. La principal es que me fui de casa. Precisamente la mañana en que vi por primera vez en el bar de la facultad a la profesora de las gafitas, estaba escribiéndole a mi madre una carta que luego no le mandé, porque mi grafomanía corre parejas con el arrepentimiento epistolar, y por todos los libros y cajones me salen borradores cuyos destinatarios son de preferencia ella o Roque, y más tarde también Rosario, algunas cartas ya cerradas y con el sello puesto, otras incompletas; y eso sin contar con las muchas que he roto.
Aquélla no la he roto. Apareció el otro día dentro de las páginas de La divina comedia precisamente, a la altura del Purgatorio, está sin terminar y dice así:
Querida madre:
Cuando te dije ayer que me marcho de casa, no me pediste explicaciones. Eso es lo que más me duele de ti, que nunca me pidas explicaciones, que me fuerces a darte las que no son para justificar una conducta mía que tu silencio censura, te tuvo que extrañar lo que te dije y hasta ofenderte tal vez, trato siempre de que no me veas mendigando a las puertas de tu cara a la espera de unas monedas de compasión o de cólera, y eso me hace mentir, embarullarme, hubiera preferido que dieras un portazo y que se tambaleara alguna de las paredes de ese dúplex reciente y suntuoso que detesto, es lo que no te dije ayer, me voy porque lo detesto, porque no me pediste consejo para elegirlo ni para deshacerte de muebles que yo quería mucho, dirás que colaborar conmigo es casi imposible, que me fui un mes a Ginebra, que le doy largas a todo y que incluso alguna vez he llegado a pedirte que me dejes en paz, que me da igual, que tomes siempre tú las decisiones y te he dado las gracias, pero yo, madre, los cuatro meses que he pasado ahí me han hecho añorar furiosamente el olor de la otra casa, con tanta huella todavía del desorden y las indecisiones de papá, ya sé que no te gusta que hablemos de él, que te parece inútil, y lo es, barrenar en los asuntos que son agua pasada, papá ya hace ocho años que nos dejó solas y enfrentadas en nuestras diferencias, agua pasada, sí. Quisiera, aunque no sea capaz de pedírtelo, buscar contigo los puntos de contacto que puedan existir a pesar de nuestras diferencias, que me ayudaras a aceptarlas, es cuando las olvidas o cuando pretendes anularlas cuando se ahonda el foso que nos separa, y no sé desde cuándo. Quisiera saber también en qué te he defraudado, ya sé que no soy de fácil acceso y que pongo barreras, que puedo parecer poco flexible, pero tú te doblegas tan poco como yo. En fin, volviendo al dúplex…
No terminé la carta. Posiblemente porque me empecé a entretener mirando a la profesora de las gafitas.
En fin, volviendo al dúplex (que mi madre había dicho poner para las dos con tanta ilusión y en el que no paré ni cinco meses), estaba y sigue estando por la zona del Bernabeu, era amplio y luminoso, tenía tres baños, dos entradas independientes y suficiente espacio como para vivir juntas sin tenernos que molestar una a otra. Se daba por supuesto que yo, mi parte, mucho más reducida, la podía decorar y atiborrar de trastos a mi manera, traer a ella a quien me diera la gana, pero más tarde he entendido que mi rechazo surgió, casi como una repugnancia física, al darme cuenta, ante tanta luminosidad y limpieza, de que yo mis huellas familiares las había perdido y allí no tenía ninguna que dejar.
Pasadas las navidades, que me dulcificó la lectura de Dante, me mudé al ático de Antón Martín, donde poco a poco, a base de divagaciones solitarias primero y de excesos eróticos después, se fue consumando la ruptura con mi adolescencia de hija única, decidida a escapar, aunque fuese de mala manera, de la tiranía de unos padres separados y cultos, que dicen haberla educado para que vuele con alas propias y no caiga en sensiblerías. Vivía de mis traducciones de ruso, leía muchísimo y mis relaciones con mamá habían mejorado. Nos veíamos a menudo para comer, y yo seguía teniendo libros y ropa mía en el dúplex, ella me había dado un juego de llaves, que nunca consintió que le devolviera, pero las usaba poco. «Aunque no vengas tú por ahora —me decía—, pueden servirle a un amigo en apuros, nunca se sabe. Y ese ámbito es tuyo». Decía «por ahora» de una forma maquinal y poco convincente, como pulsando un interruptor que oscurecía sus palabras más que iluminarlas, la mentira y el deterioro se suelen colar a través de los adverbios de tiempo. Enseguida noté que mi ruptura con el dúplex no la interpretaba como algo provisional. Y creo, aunque no tengo pruebas, que le produjo alivio.
Lo que no admite duda, en cambio, es que aquella sospecha de su alivio, fundamentada o no, fraguó definitivamente mi decisión de no volver.
Los principios del verano coincidieron con una racha de efervescencia y plenitud, de esas etapas en que te parece que nada va a ser imposible. A Roque lo había conocido a principios de marzo y aunque tal vez empezara a convertirse para mí en droga dura, nada me hacía ponerme en guardia. Ni había aparecido el síndrome de abstinencia ni los efectos de su trato se revelaban contraproducentes para el cultivo de mis aficiones, cada día más intensas y variadas. Al contrario, leía vorazmente, iba a museos que nunca había visitado, componía canciones y entregaba con más puntualidad que nunca mis traducciones de ruso. Me bastaba con una breve ducha y un café para sentirme ágil como un gamo y con la cabeza a punto, por mucho que hubiera trasnochado. Aunque no descartaba la idea de presentarme a alguna oposición, y ni siquiera se me planteaba la posibilidad de no sacarla, había conseguido instalarme en el puro carpe diem. Y mi nueva vivienda empezaba a gustarme. Había vencido lo peor. O eso creía.
Del trecento italiano, incrustado en el centro de aquel periodo como un jardín profuso, encantado y a veces terrible, arrancan en el recuerdo una serie de senderos que se entrecruzan con los recorridos por personajes de Giotto, Dante, Fra Angélico o Lorenzetti, veo aún aquellas escenas reproducidas en postales pinchadas por la buhardilla de las paredes azules, allí quedaron sus huellas junto a las de mi propia historia, mezclados sus olores y sabores, un guiso que admitía la lujuria y el ensimismamiento, la maldad y el perdón cociendo en la misma marmita.
«¿Es que no te cansas nunca de nada?», me preguntaba Roque con los ojos negros como carbones fijos en cualquier pirueta de mi cuerpo. Otras veces los entrecerraba, era sensual y perezoso, siempre se quedaba dormido antes que yo y tampoco recuerdo que ninguna vez se levantara antes. Lo que sí era frecuente es que me despertara él llamando al telefonillo de abajo a horas intempestivas porque tenía ganas de verme, tardó mucho en aceptar un juego de llaves que de vez en cuando le ofrecía, «los juegos de llaves son la cerradura del juego del amor, cuantas más dificultades quitas, más pones, ¿no lo sabías?», y a mí me encantaban entonces aquellas consignas, en las que probablemente tuvo razón, como se vería luego. Me duchaba, me vestía, le daba un beso, le dejaba dormido y me marchaba a la calle, tarareando algún entrerrock nuevo. Si al volver no me lo encontraba ni había dejado ninguna nota, daba igual, formaba parte del juego que no tenía nada que ver con el de llaves, tampoco me importaba por entonces perder su pista durante algunos días, siempre iba a quererme y a echarme de menos, estaba segura, era horrible aquello de «más vale pájaro en mano que ciento volando».
En general casi todos los refranes eran bastante horribles y a mí me encantaba exhibir una actitud contestataria ante aquel compendio de consejos atesorados por la sabiduría popular. Hoy pienso que se trataba de una postura demasiado radical, que en realidad no todos son tan mezquinos como yo sostenía, y además debiera estarle agradecida a la riqueza metafórica del refranero, ya que alimentó —aunque fuera para llevarle la contraria en su contenido— el estilo poético de alguna canción mía como «Pájaro en mano». Otro refrán odiado por mí, «Quien mucho abarca poco aprieta», inspiró la letra de «Abarcar apretando», un entrerrock que, aunque no llegué a grabar nunca, me dio algún dinero porque le cedí los derechos a otros cantautores conocidos. Y aquel verano a que me refiero se había hecho bastante famoso, se oía por la radio y en discotecas. Yo quería eso, y me parecía entonces posible: abarcar apretando.
A principios de septiembre, me encontré con Rosario Tena un domingo por la mañana en el museo Reina Sofía. Durante el curso no había hablado casi con ella, porque ninguna de las dos paraba mucho por el bar de la facultad, yo, por bien que me caiga un profesor, abordarlo a la salida de clase sin más pretexto que el de hacerme la lista era algo que no podía soportar, supongo que ese rechazo a cuanto pueda interpretarse como pelotilleo también lo heredo de mi padre. Era el profesor quien debía dar pasos hacia el alumno —decía—, y no al revés. Y sin embargo, cuando se marchó Rosario Tena casi sin despedirse, me había quedado a disgusto e incluso con una punta de mala conciencia por no haber buscado la ocasión para darle las gracias por sus clases.
También en otros terrenos menos delimitados su ausencia dejó entre nosotras una especie de cuenta pendiente. En muchas ocasiones me había parecido percibir que ella daba las clases exclusivamente para mí, pero teniendo en cuenta que no me buscaba nunca ni me saludaba de una forma especial cuando nos encontrábamos por el pasillo, acabé descartando como falsa aquella impresión, cosa que suele aconsejarme el buen criterio cuando se enfrenta con mi tendencia a la egolatría.
Total que me dio mucha alegría volver a encontrarme con Rosario inesperadamente en aquella mañana de septiembre para la cual no tenía previsto ningún plan excitante. Eran las doce, y mi visita solitaria a una exposición de pintura cubista quedó automáticamente demorada en cuanto descubrí, a través de los cristales de la galería, aquella figura de mujer que me resultaba tan querida y familiar.
De todas maneras me quedé contemplándola antes un rato, e incluso estuve dudando si abordarla o no, porque ella no me había visto ni parecía tener muchas ganas de prestar atención al mundo exterior. Tal vez estuviera esperando a alguien. Estaba sentada en el patio interior sobre un banco de piedra con la cabeza baja y las manos caídas a lo largo del cuerpo. Me pareció desmejorada y excesivamente pálida, no debía haber recibido un solo rayo de sol en todo el verano. Le había crecido el pelo y lo llevaba recogido en una coleta. No se movía ni miraba a ningún lado. Tampoco estaba leyendo.
Me acerqué y me quedé parada delante de ella, pero tardó unos instantes en alzar hacia mí unos ojos ausentes.
—¿Te acuerdas de mí? —le pregunté—. Me diste clase este año, supongo que te puedo tutear.
Asintió sin palabras.
—¿Qué te puedo tutear o que te acuerdas de mí?
—Las dos cosas —dijo con voz átona, sin el menor atisbo de aquella mirada diligente y acogedora que me había llamado la atención la primera vez que la vi en el bar de la facultad.
Le pregunté que si estaba esperando a alguien, que no, que si le importaba que me sentara un rato con ella. A eso se encogió de hombros.
—A mí me da igual, allá tú. Perdona —añadió—, es que no estoy para nada hoy. Tengo un día muy malo. Un día horrible.
Y se le quebró la voz.
No me gusta ser indiscreta. Pero tampoco puedo resistir que nadie llore, aunque mi reacción ante el llanto ajeno suele ser de huida. Aquella mañana, por el contrario, me senté sin dudarlo junto a Rosario Tena y le pasé un brazo por los hombros huesudos que enseguida empezaron a estremecerse. Los llevaba al aire, asomando de un traje negro con tirantes que acentuaba la blancura de su piel.
Me parecía inoportuno hablarle de mí, decirle cuánto había aprendido en sus clases, y casi pecado inventar una frase brillante. Ella no era en aquel momento la profesora inspirada capaz de sobrevolar La divina comedia con ademán sereno y mirada diamantina, era un ser torturado que se debatía entre las llamas del infierno. Y a mí, ¿quién me tocaba ser en aquella situación?
—Si quieres contarme algo, cuéntamelo, y si no, nada. Pero yo te quiero mucho, de verdad, y siento que estés mal. Ojalá pudiera hacer algo por ti —le dije, asombrada yo misma del cariño con que se lo decía.
Entonces ella ya se echó a llorar abiertamente, con la cabeza hundida en mi chaqueta y estuvimos así unos instantes, yo acariciándole los hombros y el pelo y ella llorando, hasta que empecé a mirar alrededor un poco de reojo, porque me daba apuro. Fue cuando le pregunté que si quería ir un rato a mi casa, que no quedaba lejos y me dijo que bueno, pero sin deponer en ningún momento ni entonces ni durante el trayecto hasta la buhardilla su actitud muda, e incluso un poco hostil, de víctima que se agarra, desahuciada de toda esperanza, a la primera tabla que le tienden con gestos crispados de náufrago.
Avanzábamos en silencio por la calle de Santa Isabel, ella seguía llorando y yo no sabía qué decir, pero me sentía obligada a seguirla llevando cogida por los hombros, aunque me espantaba la idea de encontrarme con Roque.
Cuando posteriormente se me ha cruzado a veces (sin que yo lo convocara, por supuesto) el recuerdo de esta escena, me he dado cuenta de que casi enseguida me empezó a resultar violenta y Rosario un poco empalagosa, pero tengo que reconocer también que quien le dio pie fui yo, nadie me había mandado sentarme a su lado, pasarle el brazo por los hombros y decirle que la quería. Es la primera vez en mi vida —y la última— que me he puesto a acariciar a un desconocido sin que mediaran propósitos eróticos. ¿Qué había pasado entonces? ¿Se trataba de un homenaje a Dante?
Mientras la precedía, esta vez yo a modo de Virgilio, por las escaleras empinadas de la buhardilla, pidiéndole a todos los santos del cielo que Roque se hubiera largado, ya era consciente de que aquel ser atribulado que me seguía era la contrafigura de quien acertó a separar verbalmente el orden del caos. La profesora de las gafitas había desaparecido dejando como secuela a la provinciana ambiciosa, impaciente y un poco resentida que luego sus confidencias me fueron revelando. Mucho menos dotada, además, para la narración épica de sus propias penas que para abarcar líricamente el sufrimiento irremediable de todo el género humano.
Afortunadamente Roque no estaba, me había dejado una nota diciendo que se pasaría por la tarde con la moto para ver si me apetecía dar una vuelta.
Cuando llegó a buscarme a las ocho, a Rosario Tena ya la había expedido al dúplex, porque uno de sus problemas más urgentes era el del alojamiento, tenía la cabeza como un bombo y estaba agotada. Le dije a Roque por el telefonillo que subiera un rato si quería pero que me dolía la cabeza y no tenía ganas de salir.
Subió y, a pesar de lo poco que le gustan las historias sentimentales, la de Rosario se la resumí. Era de una familia de pescadores de Santander, estudiante destacada con becas, no tenía trabajo y acababa de irse de la casa donde vivía en Madrid, porque las relaciones con su cuñado, dueño de un bar en Moratalaz, habían llegado a hacerse insoportables, y su hermana no era capaz de sacar la cara por ella, todo un poco sórdido; hacía causa común con el marido.
—No todo el mundo tiene la misma suerte —le dije a Roque—, ya ves, se ríen de ella porque quiere ser pintora.
—¿Pintora? ¿Pero no decías que es una profesora tan buena?
—Sí, es muy buena, la mejor que he tenido, pero ella no lo ve así, desde niña ha soñado con llegar a ser alguien a quien se reconozca por su obra y se piensa dejar la piel en eso. Ha hecho alguna exposición en pueblos del Norte, dice, pero cosa de nada.
—¿Y qué tal pinta?
—Pues mira, no sé. De eso entiende más mi madre. La he telefoneado para que se ocupe un poco de ella y la he mandado al dúplex. Pensaba que era en plan de alquiler, pero ya le he dicho que no. Que cuando sea famosa ya me pagará alquiler.
—Le habrá parecido un cuento de hadas.
—Más bien. Sobre todo cuando se ha enterado de que soy hija de Águeda Luengo; no se lo podía creer. La admira muchísimo, por lo visto.
—Pues, entonces, ¿qué problema hay para que tengas esa cara? Has actuado de hada madrina, le has dado utilidad a ese dúplex que tantos remordimientos raros te causa, y encima a tu madre igual la haces feliz.
—Ojalá —dije pensativa—. Tampoco es que tengan que verse mucho, porque son apartamentos aislados. Y, al fin y al cabo, el mío es mío. Pero preferiría que se llevaran bien.
—Depende de la tendencia que tenga tu madre a ejercer de Pigmalión.
—Ninguna, pues buena es, conmigo nunca la ha tenido. Me ha pedido desde pequeña que no le permita angustiarse por mi vida ni intentar influir en ella, le dan miedo esas madres que de tanto echarles en cara a sus hijos lo que han hecho por ellos acaban creyéndose con derecho incluso a que les devuelvan lo que nunca les perteneció, dice que la vida sólo es de quien la agarra y la conquista por su cuenta. A mí no me protege, desde luego.
Roque me miraba con cierta burla, como quien está de vuelta de ese tipo de discursos. Nunca solía hablarle de mi madre.
—Pero bueno, chica, tú qué tienes que ver, no te metas en esa olla. De Pigmalión no se ejerce con los hijos sino con gente de otra especie. Son tendencias secretas, nosotros de lo que sienten los padres por esa gente no sabemos nada. Igual le va el rollo. Y como le vaya, yo te aseguro que esa cuñada ofendida que sueña con la gloria, es carne de Pigmalión para tu madre. Venga ya, olvídate, el dolor de cabeza se te quita con el aire en la cara. Vamos, no te andes arreglando, que estás sexy en plan superlativo y no hay tiempo. Tengo la moto abajo subida a la acera de mal través.
Andando el tiempo, cuando asistí a la primera exposición de pintura que Rosario había logrado hacer en Madrid, sin duda mediante recomendación de mi madre, no pude por menos de pensar en Roque —que para entonces, por cierto, ya me daba más disgustos que placeres—, y reconocer el buen tino que siempre tuvo para clavar a la gente, como si fueran mariposas dentro de una caja de cristal.
En primer lugar, los cuadros de Rosario eran lamentables, sobre todo porque a cualquier entendido le tenía que saltar a la cara que eran un vil remedo de los de mi madre. Pero además es que también la imitaba en la manera de vestir y de moverse, hasta incluso un poco en la voz. Mi madre tiene un estilo demasiado personal como para que el copista, y más si va a su lado, no quede en evidencia. Rosario con aquel traje sastre rosa de pantalón, la sonrisa presuntamente altiva y mechas en el pelo, se movía entre los amigos de mamá sin gracia ni soltura, pendiente a cada instante de la figura de ella. En un determinado momento, cuando me acerqué a saludarla, noté que notaba lo que estaba pensando de sus cuadros y de todo lo demás, aunque no se lo dije. Y entonces creí percibir en el fondo de sus ojos afables un brillo de espada en alto.
Fue cuando se me apareció por primera vez la imagen de Anne Baxter en Eva al desnudo.