XV. LA PROFESORA DE LAS GAFITAS

Vino en noviembre, para cubrir la ausencia por enfermedad del catedrático titular, profesora asociada creo que se llamaba a eso, «va a venir una enchufada de don Carlos», oí decir a unos compañeros en el bar cuando llevábamos semana y pico sin clase, solían ser puestos que se aceptaban en trance de penuria. No tenía escrita ninguna tesis doctoral ni estaba segura de querer hacer oposiciones para dedicarse de lleno a la enseñanza, pero le entusiasmaba la pintura del trecento italiano, que fue la que nos explicó, aunque en el programa vinieran también otras materias.

—Bueno, yo empezaré aludiendo al dolce stil nuovo, algunos de cuyos cultivadores como Orcagna, Giotto o Ambrogio Lorenzetti alcanzaron el siglo XIV en la plenitud de sus facultades creadoras, y procuraré llegar dando un salto hasta Leonardo da Vinci, que murió en mil quinientos dieciséis, si es que el viaje no se interrumpe antes, porque es probable que yo no acabe el curso con ustedes —nos dijo el primer día—; así que me permitirán que les cuente las cosas a mi manera y no siguiendo un orden estricto, pueden imaginar, si les apetece, que hemos salido de excursión.

»El trecento no es un corral cerrado, está abierto por el techo y por el suelo, o sea que los artistas que vivieron, murieron o nacieron dentro del siglo XIV entrecruzan unas trayectorias que vienen del anterior o desembocan en el posterior, en algún momento se conocieron o al menos oyeron hablar unos de otros, están influidos por Dante y Petrarca, que también mirarían alguno de sus cuadros, y dependen de las diferentes familias de magnates emparentados o enemigos a su vez, cuyas fechorías no deben hacernos olvidar los frutos de su mecenazgo. Todo se superpone, es un periodo de mucho fermento, de historias que fluyen sin cesar y sin cesar mezclan sus aguas. De manera que, dada la dificultad de la clasificación y contando con el poco tiempo que voy a tener, porque ojalá don Carlos vuelva pronto, he decidido explicarles los cuadros más por temas que por fechas, y poniendo un interés especial en los que me gustan de preferencia, lo siento. Tendrán que tomarlo a modo de muestrario, como una parte susceptible de ampliación, ya que todo forma parte de algo. A mí me abruman las totalidades, prefiero avisar de antemano, y no concibo el conocimiento más que de forma fragmentaria. Pero bueno, si consigo que miren esos pocos cuadros que les quiero dar a conocer con la décima parte del entusiasmo y la curiosidad que en mí provocan me daré por más que satisfecha. Por cierto, me llamo Rosario Tena y tengo treinta y un años. ¿Puede alguno de ustedes salir a llamar al bedel para ver si funciona bien la máquina de proyección?

No era un discurso demasiado ortodoxo como aval de presentación, y a pesar de la indiferencia y el recelo con que generalmente es acogida en un aula numerosa la aparición de un profesor suplente, se hizo un silencio casi inmediato.

Era menuda, llevaba gafitas sin montura, pelo liso y boina. No había hablado muy alto ni haciendo ningún gesto que delatara afanes de imponerse o llamar la atención, sino con esa convicción de algunos tímidos cuando lanzan al aire semillas atrevidas que no esperan ver cuajar en ninguna tierra. Yo estaba en la segunda fila, junto al pasillo.

—Gracias, señorita… —dijo cuando vio que me levantaba para salir en busca del bedel.

Tengo bastante buen oído para las entonaciones, y la segunda palabra de su frase sonaba a pregunta.

—Soler —dije—. Águeda Soler.

Y nos miramos.

Ya nos habíamos mirado un rato antes en el bar, de esas miradas en que percibes simultáneamente que el propio aspecto ha chocado a otra persona tanto como a ti el suyo. Me llamó la atención su palidez, un abrigo negro muy largo que llevaba y también la postura del cuerpo levemente echado hacia atrás contra el respaldo de la silla. Tenía las manos cruzadas por detrás del cuello, descansando en ellas la cabeza y bisbiseaba algo entre dientes mientras miraba absorta al vacío. «No será la auxiliar de Historia del Arte», me dije, al fijarme en que, junto a la taza de café vacía, tenía abierto el Pijoan y encima unas diapositivas que repasaba de vez en cuando. Yo también debí producirle curiosidad a ella, estaba pensando bastante y me mordía una uña, no sé si sería por eso, antes era un gesto inconsciente, luego se ha vuelto más impregnado de sí mismo, porque en las fotos en que me muerdo una uña he visto que salgo interesante, no sé, lo cierto es que si dirigía los ojos hacia ella a ratos me encontraba con los suyos. Incluso en un determinado momento hubo un conato de sonrisa cómplice ante la torpeza de un chico desgarbado a quien se le derramó un bote de coca-cola sobre los apuntes y no sabía cómo limpiarlos. «¡Huuuy, huuuy, huuy! —murmuraba muy nervioso—, ¡huuy, huuy, huuy!». Y me enamoró la inteligencia que despedía aquella fugaz sonrisa de Rosario, casi imperceptible, piadosa y divertida, propia de quien, sin dejar de pensar en lo suyo, no pierde detalle, al mismo tiempo, de lo que está pasando alrededor. Se levantó, fue a la barra y trajo un trapo seco que le tendió al chico. Luego volvió a sentarse en su mesa, no muy alejada de la mía. Las dos estábamos solas y a lo largo de todo aquel rato no se nos acercó nadie.

La verdad es que yo nunca intimé con ningún compañero ni compañera de clase, mis amigos los cultivaba en lugares más golfos y para mí ir a la facultad, que tampoco iba todos los días, resultaba un expediente rutinario e incluso algo enojoso. Si acabé la carrera, sin gran esfuerzo ni particular interés, fue simplemente para darle gusto a mi padre, que me «veía» como investigadora en alguna universidad americana.

«Te aseguro —le dije un día—, que a poco que me empeñara, podrías empapelar tu despacho con mis sobresalientes, pero es que tengo unos profesores aburridísimos, papá, que no me estimulan nada, muchos sacan la cátedra para trepar luego a puestos políticos, dan las clases como por cumplir, repitiendo peor lo que trae cualquier texto, y son aulas masivas, nadie atiende. Si te apetece hacer un examen brillante es para que el profesor se fije en ti, ¿no?, para tratar de hacerte amiga suya porque te gusta lo que dice o ha encendido tu imaginación. Cuando tú conociste a mamá, ¿no era eso lo que pasaba?». Me dijo que sí, que tenía razón, y acabamos hablando de La rebelión de las masas, un ensayo que a él siempre le ha entusiasmado; bueno, no sé si ahora tiene mucho tiempo de leer ni siquiera una policiaca. Total, que el único sobresaliente que llegué a sacar en toda la carrera se lo debe mi padre a Rosario Tena, aunque ya no lo firmara ella, que se despidió pasada la Semana Santa, sino un don Carlos desmejorado y abatido a quien por aquellas fechas habían extirpado un riñón y no sé si algo más. Desde luego no la neurona que registre y aprecie lo bien hecho, poco puedo presumir de curriculum, pero aquel examen me salió de floritura, ya quisiera yo la mitad de inspiración para contar la historia de Vidal y Villalba, ordenado y riguroso pero divagando a tope. Leonardo da Vinci nos tocó nada menos, con todas las cosas que sabía yo ya a finales de curso sobre Leonardo da Vinci, y las sigo sabiendo porque lo bien aprendido no se borra nunca, hasta sus diarios me había leído enteros y encabecé el ejercicio con una frase suya que tuve pinchada mucho tiempo en la buhardilla de paredes azules: «Es útil al artista repasar en la mente por las noches las cosas que ha estudiado o pensado durante el día. En la cama, en la quietud de las horas nocturnas es bueno trazar con la imaginación los contornos de las figuras que reclaman más estudio. Entonces las imágenes de los objetos se vivifican y la impresión se hace más fuerte y permanente», ¡qué tipo tan genial!, y encima inventando máquinas, por eso me molestaron luego los comentarios burlescos de Roque sobre la Gioconda.

¿Pero será posible, Dios mío, lograr revivir aislada alguna vez una escena cualquiera de mi vida sin que salgan enredadas con ella no sé cuántas más, propias o ajenas, pescar un pez perdido que no arrastre familia y ver brillar el sol en sus escamas?

Es una especie de enfermedad lo mío, no cabe duda. Y precisamente si me apasionaron las clases tan especiales de Rosario fue porque supe desde el primer día que ella, como intermediaria entre nuestro caótico fin de milenio y la pintura del trecento, estaba tocada por mi mismo mal, o sea que todo aquello de clasificar los cuadros por emociones encontradas, sensualidad y horror, armonía y desorden, esfuerzo y abulia, infierno y cielo, etcétera, arrancaba tiras de piel en otras zonas secretas de su alma, no sabía cuáles porque tardé en tener cierta intimidad con ella, pero seguro, vamos, eso se nota hasta en la manera de mirar, igual que se reconocen entre ellos a primera vista los homosexuales o los drogadictos. La profesora de las gafitas pertenecía a la especie de los pájaros ontológicos, o al menos así la catalogué entonces.

Una vez comprobado, con ayuda del bedel, que el aparato de proyección funcionaba en perfectas condiciones, Rosario Tena apuntó en la pizarra una fecha, 13 de septiembre de 1321, cuidadosamente, con letra grande y clara.

—Ya les he dicho antes —comentó al volverse hacia nosotros— que no soy muy esclava de las fechas, pero ésta es importante: la de la muerte en Ravena, a los cincuenta y seis años, de Dante Alighieri.

Luego preguntó que si alguno de nosotros había leído La divina comedia y no se levantó ninguna mano. Lo comprendía —dijo—, se le tenía miedo como a todos los clásicos que desde la más tierna infancia nos han intentado inyectar en vena, pero La divina comedia no era más difícil de leer que el Ulises de Joyce, por ejemplo, y bastante más divertida.

—Pero, aparte de cuestiones de gusto —concluyó—, si lo saco a relucir es porque me parece un libro fundamental para todo el que quiera aprender a mirar un cuadro y descifrar sus símbolos, estimula la comprensión de lo caótico. Hay una traducción estupenda de Ángel Crespo.

Casi inmediatamente arrancó a hablar de La divina comedia, y yo me di cuenta de que estaba tomando apuntes, cosa rara en mí, como si hiciera fotografías. Aparecen sucesivamente una loba, una pantera y un león al pie de la colina. Luego sale Virgilio, una especie de sombra que rompe a hablar. Y es que lo estaba viendo, y dispuesta a seguir por donde me llevara la voz de aquella chica de las gafitas solamente ocho años mayor que yo y cuatro más joven que Dante cuando se detiene perplejo en la selva oscura del principio y confiesa que ha perdido el camino. Hablaba sin mirar ningún libro mientras comentaba aquél «por encima», según dijo, pero intercalando citas que parecía saberse de memoria, como sobrevolando el texto entre segura e ingenua; y desde la selva oscura donde se encuentra extraviado el poeta, sin saber cómo ha llegado allí, Virgilio a Dante y a mí Rosario Tena nos iban guiando primero por un inmenso y terrible embudo empotrado en el centro de la tierra y luego camino arriba de una montaña formada por las rocas que desplazó Lucifer en su caída, hasta llegar por fin, franqueando siete cornisas, a la ansiada cumbre de los jardines del Edén donde el poeta va a encontrar a Beatriz mirando al sol con ojos de águila y que le dice: «Te crea confusiones / tu falso imaginar, y no estás viendo / lo que verías libre de ilusiones», un mundo transparente pero al mismo tiempo difícil de entender porque nos pilla desprevenidos, porque estamos acostumbrados al mal, un espacio algo frío tal vez, como lo es el ejercicio agudo de la inteligencia, pero tan dantesco como el que se acostumbra a calificar así por sus espantos, qué cara estamos pagando la exclusiva sublimación de lo sombrío y tortuoso, la excursión literaria por la boca del lobo. Y un chico flaco y con los ojos hundidos que estaba a mi lado y solía dormirse en todas las clases, respiró hondo y luego emitió una especie de resoplido:

—Jo, qué tía —dijo como para sí mismo—, ¡no sabe nada ésa!

No eran sólo cuevas, ríos subterráneos, seres retorcidos por el tormento y lagunas tenebrosas lo que Virgilio y Rosario nos mostraban, sino también la brisa fría percibida al salir del encierro a la luz, una luz lejana e inabarcable de astros que laten en otro hemisferio y nos mandan sus rayos de esperanza. Pero son pausas, y hay que saberlo, cuya esencia reside en su misma fugacidad, el dolor está ahí, detrás de cualquier risco con las fauces abiertas, y eso no hay que olvidarlo, Dante no permite que lo olvidemos. En el Paraíso nunca se deja de hacer referencias a nuestra condición mortal, de la misma manera que se encuentran rastros de placer en el Infierno y en el Purgatorio; en eso consistía el mensaje cifrado, en hacernos notar cómo a lo largo del viaje emprendido se iban revelando aspectos complementarios del friso de la vida y de la muerte, del horror y la bienaventuranza, de lo cercano y lo distante; La divina comedia era sobre todo eso, un libro de viaje con ilustraciones. Y ella, Rosario Tena, nuestro Virgilio, veía en aquellas ilustraciones la aventura del hombre capaz de afilar su inteligencia y vencer su cobardía para buscar salvación en el seno del caos, pero sin prescindir de él, porque es tarea vana y pretensión soberbia la lucha contra el caos; y yo tomando apuntes tan febrilmente que me dolía la mano, porque se me iban ocurriendo cosas sin parar al filo de las que iba diciendo ella, de los ejemplos que ponía.

—Por ejemplo, Virgilio le hace entender a Dante, al final de la primera parte, que para escapar del Infierno no tiene más remedio que contar con el diablo, dejarse caer por los flancos hirsutos de su cuerpo gigantesco, y así empiezan a deslizarse ambos como por escalones por las púas de su vello. En un determinado momento, Dante nota aterrorizado que están subiendo en vez de bajar y cree que están volviendo al reino de las sombras, pero no ha sido ninguna jugarreta del diablo, ni se han hundido cuando más se hundían, al contrario, suben sencillamente porque están saliendo: «A otro hemisferio tienes ahora acceso», le dice Virgilio. ¿No les parece a ustedes emocionante salir del mal por las mismas escaleras del mal, lograr cambiar su rumbo sin negar su existencia, aprovechándola?

Habría pasado más de un cuarto de hora y en el aula reinaba un silencio unánime. Era noviembre, acabábamos de tener tres días de vacación por el puente de Todos los Santos y Rosario Tena dijo que el fresco que nos iba a proyectar a continuación le parecía muy adecuado para conmemorar a los fieles difuntos.

—Porque vivimos en los suburbios de la muerte —dijo—, y sólo habiendo percibido eso alguna vez se pueden entender obras como la de Orcagna.

Lo dijo con voz seria y apagada. Bastante tiempo después supe que por aquellos días se había matado un hermano suyo en accidente de moto.

—Vamos a encontrarnos muy frecuentemente con temas de La divina comedia en los cuadros que a lo largo de clases sucesivas les iré dando a conocer, ascensión y caída, levitación y abismo, miedo y coraje, y siempre la amenaza de la muerte rondando como un cortejo invisible a la vida. O al revés, porque otras veces son las tropas de la vida las que acosan el castillo de la muerte y ponen en fuga a sus fantasmas. En fin —concluyó Rosario—, los pintores del trecento habían leído a Dante como un breviario y Giotto, por ejemplo, era además amigo íntimo suyo. Son artistas tan literarios como pictórica pueda ser La divina comedia. Incluso nos falta a veces algún letrerito a modo de leyenda de cómic. Enseguida vamos a verlo.

Nos proyectó a continuación unos frescos del Camposanto de Pisa atribuidos a Orcagna, un pintor del que yo no había oído hablar en mi vida. La proyección duró lo que quedaba de clase, y ella se limitaba a hacer breves comentarios, a medida que iba ampliando detalles significativos e insignificantes, como si explorase uno por uno los rincones de una habitación. Todo con mucha lentitud, para que se nos quedara grabado en la retina, que en eso consistía —dijo— el placer de la contemplación.

Se ve en uno de los extremos a un grupo de damas y caballeros solazándose en un vergel al son del clavicordio. Dos ángeles sostienen sobre ellos, desplegado como una colgadura, un letrero que dice: «Ni el mucho saber ni la riqueza, y menos vanidad o una rancia nobleza, los va a librar a éstos de la muerte», en italiano, claro, pero ella lo tradujo. Al otro lado, una cabalgata también de damas y caballeros que avanza descuidada por el monte se sobresalta al descubrir tres ataúdes abiertos con cadáveres en estado de descomposición. Todo el cielo está surcado por ángeles y demonios que, a manera de bandada de insectos surrealistas, se disputan la presa de los vivos. En el yermo, alejados de la colosal guadaña de la muerte, dos ermitaños, entregados a sus meditaciones, parecen ser los únicos en cuyo rostro se pinta la serenidad.

—El autor, si fue Orcagna, que no se sabe seguro —acabó Rosario Tena—, ha puesto el acento más en lo inexplicable y misterioso que en una pretensión de moraleja. Yo veo en este cuadro sobre todo un himno a lo absurdo, tal vez por eso me parece tan moderno y tan intemporal por otra parte. Desde que el mundo es mundo, vivir y morir vienen siendo la cara y la cruz de una misma moneda echada al aire, pero si sale cara es todavía más absurdo. Para mí, si quieren que les diga la verdad, lo raro es vivir. Hasta el viernes.

Así concluyó su clase. Yo anoté en el cuaderno, como remate de mis apuntes: «Lo raro es vivir. (Posible título para una canción)».

Aquella misma tarde empecé a leer La divina comedia.