Para visitar un recuerdo conviene —según creencia bastante extendida— haberlo cultivado antes. Hay gente que dedica mucho tiempo y esmero a ese cultivo, igual que a abrillantar las letras doradas de la lápida que encierra a sus muertos, pensando que si no lo hace de un modo continuado y metódico, ya ni nombre tendrán los que murieron. No sé, son puntos de vista, cuentas que no a todo el mundo le salen igual. Por lo menos en los relatos de terror la aparición sobrecogedora o el eco de un nombre persiguen casi siempre a los que han renegado de esas sombras y huyen de un pasado que intempestivamente les echa la zarpa. Hay quien no se fía de la literatura, claro, pero yo lo veo una equivocación.
Las personas que, copiando a Edith Piaf, alardeamos de haber encendido el fuego de la supervivencia con nuestros recuerdos y de considerarlos inocuas pavesas, salimos chamuscadas un día sí y otro también, tan torpes en piromanía como en ese cultivo de la memoria, que se encabrita contra quien lo ejerce clandestinamente y usando técnicas chapuceras. Da igual. El tiempo, que es como la lluvia, cae implacable sobre todos los huertos, y siempre llega la sazón de que algo asome. Hasta en la fachada de una iglesia románica sin culto ya, atrancada con cerrojo, hemos visto crecer algún arbolito entre la juntura de sus piedras, y vaya usted a saber de dónde sale o a quién conmemora. Pero está allí.
A diferencia de lo que ocurre con otras siembras, estas semillas del recuerdo pasan largas temporadas vagando por el aire, y las oímos zumbar a manera de insectos, un rumor de mal presagio para el fugitivo. De vez en cuando se apresa alguna y volvemos a dejarla volar, casi espantándola, pero ya nuestros sentidos alerta no pueden por menos de espiar su rumbo hasta verla perder altura y posarse. Acudimos entonces, aunque sea a hurtadillas, a echar abono en la tierra de secano que eligió al azar para su breve descanso, marcamos el sitio con una señal, abrigando la esperanza de que se aficione a tomarlo por suyo y retorne allí a echar raíces. Y si no vuelve, mal asunto: ha caído una helada sobre los almendros que empezaban a florecer, así lo percibimos; nos estamos convirtiendo, lo aceptemos o no, en hortelanos de ese recuerdo.
Bueno, es todo muy raro. Y la culpa la tienen las metáforas. Que cuando me cogen por banda hacen de mí lo que quieren, veo lo que no hay y no veo lo que hay. Puede que tenga razón Magda cuando dice que yo debía dedicarme a escribir versos. A veces forzamos una vocación inexistente y otras nos resistimos a atender la llamada de las musas. A Rosario Tena le pasa más bien lo primero. Está segura de que ha nacido para pintar, ha quemado todas las naves en el intento, y no logra pasar de la mediocridad. Me pregunto si lo sabe, si mi madre se lo habrá dicho alguna vez. En cambio sus dotes para la docencia eran realmente extraordinarias, a mí la pasión por el estudio no había logrado inyectármela nadie hasta que la conocí a ella.
Lo pensé aquella tarde nada más despedirme de Magda, tras rechazar, aunque amablemente, sus ofrecimientos de acompañarme en coche, cuando supo que no había traído el mío. «Hablando contigo se me han revuelto muchas cosas por dentro —le dije—, no te lo tomes a mal, pero prefiero volver a casa andando, me hace falta un paseo yo sola». Le agradecí que no insistiera y ella a mí que le hubiera contado unas historias tan bonitas. «Pero no me refiero a las de don Luis y sus congéneres», puntualizó sonriendo; porque habíamos acabado hablando un rato sobre las extrañas peripecias de los viajeros del siglo XVIII, todos ellos bastante extravagantes por tarannà, de lo difícil que resulta imaginar desde una época de teléfonos portátiles, helicópteros y fax las incomodidades que debían entrañar aquellos desplazamientos, menudo valor, «porque se lee en los documentos —le dije a Magda—, que tan pronto están en la isla de Trinidad, como en Jamaica, como en Londres, como en Cádiz o Las Rozas, y a mí lo primero que se me pasa por la cabeza es dónde harían sus necesidades, el equipaje, las ropas, los medios de locomoción por mar y por tierra, los amigos dejados atrás, que eso en las cartas nunca lo escriben, y claro, te agarras al cofre con retrato de mujer dentro como a un clavo ardiendo, Carlota Picolet, qué nombre tan bonito, ¿verdad?, ¿cómo sería, rubia o morena?». «¡Qué curiosidad más tonta! —dijo Magda—, con tantas fotos de familia como tendrás tú perdidas por los cajones sin que les hagas caso». Y esa frase se me quedó clavada para muchos días.
Nos dimos un beso y las dos notábamos que nos habíamos hecho amigas. «Cuídate —me dijo—, y atente a lo que hay, piensa que yo tengo menos recursos que tú y estoy más sola. En este valle de lágrimas, felices los que podéis pasarlo bien alguna vez, ¿te parece poco privilegio discutir con una persona, reírse con ella, acariciarla, esperar a que vuelva?, tu marido debe ser un sol».
Y por asociación de ideas con aquello del valle de lágrimas, que me parecía estarlas viendo caer del cielo como si las lloraran los huéspedes del más allá sobre nuestra memoria esquiva, no hice más que dejar a Magda y ya empecé a liarme con lo de los huertos del recuerdo y las semillas volanderas, metida de lleno en el bosque de las metáforas, irremisiblemente. Pero también sin miedo, avanzando alegre como a los sones de un himno, un vicio que daba gloria. Se habían barrido las nubes del miedo y por los claros del bosque se colaba el sol.
Llegué a casa cansada, ésa es la verdad, porque entre unas cosas y otras llevaba unos cuantos kilómetros en el cuerpo, y después de tomarme dos cuencos de un gazpacho exquisito que me había dejado en la nevera la fiel Remedios, entré en el dormitorio limpio y recogido y noté que tenía la conciencia en calma. No había ningún recado en el contestador. Me tumbé en la cama, que llevaba varias semanas siendo para mí un potro de tortura, y me puse a pensar en lo horrible que sería que Tomás me dejara. Miré el reloj; a las diez le llamaría para decirle que no habían venido los de la Panasonic, pero que ya no hacía falta, que la habitación se había convertido en otra cosa, en un espacio abierto y ventilado surcado por semillas volanderas. En fin, cosas bonitas, insinuantes y animosas, lo que me saliera, que había puesto piso y le invitaba a venir. Se extrañaría, me diría que estoy loca, pero ya me las arreglaría yo para hacerle notar cuánto le estaba echando de menos. Y saboreé de antemano nuestra conversación, perfilé incluso algunas frases, aunque ya se sabe que este tipo de ensayos no valen absolutamente para nada.
Olía bien. Seguramente Remedios habría comprado un ambientador de marca nueva. Pero no, ¡qué tontería!, no olía a eso, sino a jardín encantado cuyas plantas exóticas se disfrazan de apariencia normal: los frutos del recuerdo. «Porque ya llevas mucho tiempo, mujer, durmiendo en esta habitación —me dije—, dejando poso en ella, ¿hasta hoy no te habías dado cuenta?», y mis ojos resbalaban despacio, con deleite, por objetos y muebles conocidos, recuperando al mismo tiempo divagaciones que se quedaron agarradas a determinados perfiles, una mancha en el techo, enchufes, cajones, libros, brillos de espejo, el teléfono, iba explorando toda aquella vegetación doméstica y aspiraba el aire como tratando de entender de dónde partían los diferentes olores y de localizar frutos escondidos, con cierto talante de investigadora que quiere ir más allá de la borrachera de aromas para intentar también clasificarlos. Y así salió lo del retrato azul.
—¡¡No todo se puede entender!! —le dije a Tomás cuando traje de la buhardilla el autorretrato de mi madre y le pedí permiso para colgarlo en lo que se había ido configurando como nuestro cuarto de estar.
—Ni yo lo pretendo —contestó extrañado—. Y menos todavía investigar tu alma. No soy curioso, hace un rato lo decías tú misma, no me gusta sacar este tipo de conversaciones. ¿Te apasiona que no sea curioso o te parece un defecto?, eso es lo que no sé, resulta difícil aclararse contigo.
Llevábamos un mes juntos. Creo que fue su primera tentativa de ponerme ante un espejo y sugerirme que me quitara alguna de mis máscaras. Poco antes, efectivamente, había estado yo alabando su discreción, su escasa tendencia a hurgar en las vidas ajenas. «Debe ser que la gente te interesa poco, ¿no?», le había preguntado luego, esperando que él lo desmintiera, que dijera, por ejemplo, «no siempre, tu vida me interesa muchísimo, todo lo que me cuentas me sabe a poco». Pero no lo hizo, y se fueron liando las cosas. Recuerdo aquella breve charla, a pique de resbalar sobre la cáscara de plátano de mis sofismas, porque empecé a sentirme desprotegida, como tantas veces frente a la mirada impasible de mi madre.
El retrato, en sepias y azules, estaba apoyado contra una estantería llena de libros; la tarde anterior había ido por última vez a la buhardilla para recogerlo con otras pocas pertenencias. Casi todo se lo dejaba a los inquilinos nuevos. Cortaba por lo sano —o eso creía— con otra etapa superada, aunque mi nerviosismo al bajar para siempre aquellas escaleras y luego salir a la calle, tras dejarle a la portera la llave que tantas veces palpé en las profundidades de mi bolso, llevaba tal carga de miedos antiguos que debiera haberme puesto sobre aviso. Pero odio los avisos.
Anduve bebiendo por bares del barrio, pasé por delante del portal de doña Mila, mi profesora de ruso, y estuve incluso tentada de subir a verla, pero me espantó la idea de que se hubiera muerto. Nunca había valorado las ventajas de aquella vecindad que de pronto echaba de menos como se lamenta lo desperdiciado. Si aparecía inesperadamente y me llamaba por mi nombre, no sabría qué decirle, sería como verme frente a un espectro. Y aceleré el paso. En los tres o cuatro bares donde recalé me conocían los camareros, pero no se extrañaron de verme con aquellos bultos ni yo les quise decir que andaba de despedida. Otras veces me habían visto llevando y trayendo cosas de los contenedores de basura a casa y viceversa, los «buscadores de perlas en la escoria» abundan por esa zona de Antón Martín. Con el cuadro es con lo que tenía más cuidado, se trataba de una pista difícil de borrar y podía despertar sospechas, lo volvía del revés y lo apoyaba contra la barra resguardándolo enseguida con mi cuerpo. Y me empecé a montar el guión de una película de misterio, que es en mí el primer efecto del alcohol. Primera secuencia: Chica joven entrando en un bar con algunos bultos, entre ellos un cuadro tal vez robado que trata de esconder. En el bar la conocen. Gestos recelosos. Al otro extremo de la barra hay alguien que se está fijando en ella. La muchacha apura su copa y dice desafiante: «¡Yo no soy de las que miran para atrás!», etcétera, etcétera. Era primavera, las nueve de la noche. Paré a tiempo, porque no quería emborracharme. Desde que vivía con Tomás, no había necesitado volver a beber.
De todas maneras llegué a mi nueva guarida, ya no tan provisional, con una euforia oscilante y la sed sin saciar. No tenía ganas de pensar en nada peligroso, dejé los bultos en la terraza y cuando llegó Tomás le pedí que me llevara a bailar. No sé si vino muy a gusto. El sitio lo eligió él, un local ligeramente pijo cerca de la Castellana. Me preguntó qué celebrábamos y yo le dije que las huellas borradas del pasado. «Pues eso requiere champán», dijo. Y lo pidió. Baila bien pero nos mantuvimos algo a la defensiva. Por lo menos yo. Me desazonaba ignorar si Tomás había notado o no que el cuerpo me pedía alcohol para olvidar mis miedos. Le dije varias veces, sin venir mucho a cuento: «Yo no soy de las que miran para atrás, eso que quede claro». «Bueno, pero mira por dónde vas poniendo los pies, ¿no?». Estuve a punto de enfadarme porque me sonó a reproche, pero enseguida comprendí que se refería a un pisotón que acababa de darle bailando. Y nos reímos allí abrazados en medio de la pista.
A la tarde siguiente, sin embargo, mirando el retrato de mi madre apoyado contra la librería, aquella frase de «mira por dónde vas poniendo los pies» me subía de nuevo al paladar con el mal sabor de una comida sin digerir. Mamá y Tomás ¿no se estarían aliando para hacerme aquella advertencia?, pues no, no es mi estilo mirar por dónde voy pisando, ¿y qué?, ¿tan difícil resulta aceptarme como soy?, si me meto en líos, ya saldré yo sola. Y me daban ganas de gritar: «¡Dos contra uno! ¡No hay derecho! ¡Me largo de esta casa!».
Pero mi relación con Roque, aún sangrante, si algo me había enseñado era a abominar de las transferencias histéricas. Aparté los ojos del retrato. Tomás parecía estar esperando a que le dijera algo.
—Bueno, de acuerdo —acepté—, no eres curioso. Y sin embargo ahora (te lo digo porque lo veo) me estás mirando con ojos de inquisidor. ¿Qué piensas?
Guardó un breve silencio y luego dijo:
—Pienso en ti. En que te pasa algo raro de lo que tal vez tú misma no te das cuenta. Empieza a parecerme… Bueno, mira, no sé, ¡qué más da! Me aburren estos sondeos psicológicos, te lo juro. Y además tengo prisa.
—¿Te empieza a parecer qué? ¡Di lo que sea!
—Que provocas preguntas, que estás deseando que te las hagan, las mendigas casi. Y luego te enfadas si entra uno en tu juego. En fin…, algo así, en mi profesión se huye de las aproximaciones. Comprendo que es un resumen tosco.
No era ningún resumen tosco, pensé con los ojos vueltos nuevamente al retrato. Con ella me ocurría lo mismo. Me gustaba presumir ante mis amigos de madre no empachosa ni fiscalizadora, pero nada ansiaba tanto como sus preguntas y el gozo maligno de dejarlas sin contestar. La verdad es que ella había llegado a hacerme cada vez menos. Sin ir más lejos, la tarde anterior… Pero no, no quería acordarme de la tarde anterior.
Tomás se levantó y se inclinó para darme un beso.
—Perdona si he sido un poco brusco. Ya sabes que tengo una cita urgente. El retrato de tu madre, por supuesto, cuélgalo donde quieras. Pero no te hagas trampas a ti misma. Era eso a lo que me refería.
—¿Trampas? Por ejemplo ¿en qué? ¡Pon un ejemplo!
—Pues cuando dices que no se puede entender todo. Las cosas que no importan no se entienden porque no se pone uno a ello, claro. Pero si te importan, si te obsesionan, vale la pena hacer un esfuerzo y acaban por entenderse algo mejor. Tampoco es tan difícil.
—¿Se puede saber a qué te refieres?
Ya había dado unos pasos hacia la puerta y se volvió para señalar el retrato con la barbilla.
—A ella —dijo—. No haces más que declarar que no la quieres, que pasáis una de otra, pero la pasión te sale a flote.
Se estaban mirando. Mi madre en ese retrato tiene unos treinta años, los tiene todavía, embalsamados en sepia y azul, y unos ojos oscuros que todo lo penetran. ¿Sería Tomás de los hombres que podrían haberle gustado a esa edad, cuando yo cumplí ocho? Tuve celos pero los volví del revés, soy experta en este tipo de alquimias interiores. Me levanté y abracé apasionadamente a Tomás.
—¿Tienes celos? —le susurré al oído, como quien se agarra a una frágil tabla para saltar sobre las olas encrespadas.
—¡Venga ya! No seas tonta. Hasta luego.
Cuando se fue Tomás, me entró un ataque de furor contra el cuadro y me puse a buscar algún trastero donde meterlo, necesitaba deshacerme de él como de un cadáver. Aún no estaba totalmente familiarizada con el apartamento, pero antes de entrar en la cocina había visto un altillo, encima de un armario con cosas de limpieza. Era muy hondo y estaba medio vacío. Busqué una escalera y se me caían lágrimas de rabia al subir el cuadro. Los daños mal escondidos, al resurgir, añaden veneno a su amargor, era una rabia atrasada que se empezó a incubar la tarde anterior cuando lo fui a buscar a la buhardilla. Ya entrar en la buhardilla había sido terrible.
Cualquier mudanza, aunque no se tenga demasiado apego a los objetos, es dura de por sí, no sólo por lo que hay que tirar, sino por lo que en otras ocasiones parecidas ya se tiró. Lastre inútil. No mires para atrás. Pero tiemblan las manos.
Me temblaban al descolgar el cuadro de la pared, porque me dio por imaginar cuándo y para quién se convertiría en un trasto inútil. ¿No sería mejor que la condena partiera, sin más, de mí misma?, la firma de mi madre empezaba a cotizarse. «¿Por qué no lo vendes?», me susurraba una voz interior. Pero estaba segura de que nunca podría. Colgarlo en aquel sitio que no albergaba para mí ningún recuerdo significó una especie de toma de posesión, como delimitar un territorio baldío que necesita de muchos cuidados y esfuerzo para dar cosecha. Ahora me estaba despidiendo al mismo tiempo de lo conquistado allí día a día y de la muchacha cinco años más joven que contempló por primera vez aquel recinto vacío e inhóspito y que, parada en el umbral con sus maletas, se había preguntado: «¿seré capaz?», mientras se arrugaban sus sueños rabiosos de independencia y percibía ruidos y olores ajenos que llegaban del patio a través de una ventana que tardó en cerrar bien.
Poco a poco, la buhardilla fue oliendo sucesivamente a pintura Titanlux, a sándalo, a café, a hash y a colonia Álvarez Gómez, hasta que llegó Roque y unió el suyo inconfundible a mis olores.
Su conquista del territorio no colaboró con la mía, se desplazaban y superponían una a otra, así era nuestro juego, una exhibición de ingenio, descaro y placer que nos iba corroyendo a nosotros y arrasando la posible cosecha. Me pregunto si quise a Roque o sólo me incitó a los ejercicios de esgrima y me aficionó a bebidas cuya dosis había que aumentar continuamente, segregadas por cada uno para el otro y apuradas con avaricia. Era una especie de apuesta por ver quién se quedaba antes con el depósito vacío y la credibilidad rota contra la aurora en aquel cuarto de paredes azules.
Y más tarde Roque dejó de venir y olió a su ausencia, que florecía por todas las grietas del ático, un olor estridente y pertinaz al que puso letra mi necesidad de supervivencia, «entrerrock de vivir con penas amputadas, rock de sobrevivir»; y luego traje a diferentes rizofitas a la buhardilla y se infló mi ego, tan descascarillado como andaba el pobre, y empezó a oler a flores putrefactas. Me rondaba a menudo la idea de la muerte y la consideración de lo raro que es vivir. Pues bien, toda esa historia larga y quebrada, con chispas de fuego y agujeros de sombra, la presidió el retrato que estaba descolgando con pulso tembloroso. Mi desconsuelo al mudarme tiraba del que sentí al llegar y entre los dos sepultaban a Roque, lo emparedaban.
Y de pronto, cuando acababa de bajar el cuadro y empezaba a aquietarse el temblor de mis manos, sonó el teléfono y me sobrecogió. Era mi madre.
—Me pillas de milagro —le dije—. He venido a recoger unas cosas. ¿Recibiste mi carta?
—Sí, pero como no me decías adónde te has mudado, te he seguido llamando ahí por si acaso. ¿Qué tal estás?
—Bien. He mejorado un poco de status. ¿Querías algo?
—Saber de ti. ¿En qué sentido has mejorado de status?
—Bueno, el apartamento donde vivo ahora tiene ascensor, no salen cucarachas y es más grande. Resulta difícil, de todas maneras, que te hagas una idea porque como a éste nunca has venido.
—Tampoco me has invitado tú.
—Eso es verdad, mujer. Si además da igual. A ver cuándo comemos. ¿Vas a estar en Madrid estos días?
—No. La semana que viene tengo una exposición en Barcelona. Por cierto, quería pedirte un favor.
—Tú dirás.
—Que me prestaras mi autorretrato para un mes aproximadamente. Yo mando a buscarlo donde me digas. ¿Te importa?
Se me empezaron a caer lágrimas de rabia. Había llamado sólo para eso. Le importaba un pito que yo estuviera bien o mal, que me hubiera costado mucho o poco decidir marcharme de la buhardilla, y antes de su casa, y luego sabe Dios. Su imagen, allí enfrente, la veía a cada momento más borrosa; la pintura se estaba corriendo y el sepia se desteñía sobre el azul.
—Porque ese cuadro lo sigues teniendo tú, ¿no? —insistió ante mi silencio.
Me sequé las lágrimas con la manga.
—Pues verás… Lo tenía…
—¿Cómo que lo tenías?
—Sí, mamá, lo siento. Hubiera preferido no tener que decírtelo, pero me surgieron muchos problemas y lo vendí, no me quedó más remedio.
Hubo un silencio. Estaba segura de que las dos estábamos viendo lo mismo: una calle estrecha y solitaria de Tánger. Me jugaría lo que fuera. Una calle sin nombre.
—¿Buscaste otros remedios? —preguntó al cabo.
—Alguno. Se me ocurrió, por ejemplo, llamarte, pero no me apetecía. Ya sé que hice mal, así es la vida. Después de todo, el cuadro era mío. Y punto.
Encajó el golpe con su flema habitual, que si sabía quién tenía el cuadro, le dije que no, que lo había vendido en el Rastro y ya no estaba allí, si era eso lo que quería preguntar. Pues bueno —dijo—, qué le vamos a hacer, y añadió que no se imaginaba que me hubiera ido tan mal, «no te preocupes, tan mal tampoco, son baches, ahora estoy preparando las oposiciones a toda pastilla», me deseó suerte y yo a ella, y como remate el típico «nos llamamos, cuídate». No recuerdo si hablamos de Rosario, me parece que no. Yo estaba deseando colgar.
Necesitaba que me hubiera echado una bronca. Lo necesitaba muchísimo.
Los recuerdos se ramifican en inesperada profusión, son como los vericuetos de un viaje no programado, difícil resistirse a la tentación de explorarlos, pero más difícil todavía no perderse y volver al cauce que los une y del cual han brotado. Ese control de la aventura es un privilegio poco frecuente, y yo aquella tarde, después de mi conversación con Magda, lo estaba logrando. Repasaba los tiempos, como visitando los distintos niveles de un amplio invernadero para vigilar el efecto del clima sobre cada una de las plantas. El clima era mi madre, sol que vuelve a salir entre las nubes, y el invernadero era mi casa, la de Tomás y mía, nuestra casa. O también podía verse al revés, ella la flor de invernadero que necesita de mi calor, de que yo la evoque para mantenerse en vida. Se me ocurrieron muchas metáforas y saltaban unas encima de otras, mientras esperaba, tumbada en la cama, a que fueran las diez para telefonear a Cazorla, una espera grata y entretenida sin altibajos de tensión.
Los recuerdos giraban en torno a cierto retrato escondido en aquella misma casa, pero el hecho de estarlos convocando desde un recinto con el que me había congraciado los despojaba de todo veneno, adquirían nostalgia de blues, no en vano procedían de una pintura donde predominan los tonos azules.
Empezó a rondarme la tentación. ¿Y si mirara el cuadro ahora, qué pasaría? Necesitaba probar. En un determinado momento me levanté decidida y fui a buscarlo al altillo de la cocina donde había permanecido guardado tanto tiempo. Puse la escalera y me subí. Estaba debajo de unas maletas, lo reconocí al tacto, porque ya otras veces lo había palpado, muy al fondo, tuve que meter casi medio cuerpo para tirar de él. Y antes de sacarlo se me ocurrió pensar: «A ver si ahora tiene la cara surcada de arrugas y un gesto terrible, como el retrato de Dorian Gray». Pero no, ocurría lo contrario. Aunque aparentemente estaba igual, luego, fijándose mejor, los ojos oscuros habían dejado de mirar para adentro de sí mismos y aquella postura típica de la cabeza ligeramente ladeada hacia la derecha tras alguno de sus suspiros hondos sugería una mezcla de abandono, dulzura y petición de auxilio.
Cuando yo tenía siete años, vivimos un mes en Tánger, en casa de unos amigos de papá, no sé por qué fuimos allí, eran dos hombres y tenían un perro, el mayor escribía. Una tarde ella me llevó de paseo y estuvimos comprando cosas en una calle llena de bazares. Hablaba poco y creo que estaba triste como si no tuviera ganas de nada. Suspiró varias veces. «¿Por qué se suspira?», le pregunté yo. Antes de contestar se le escapó otro suspiro, y luego dijo: «Puede ser de pena, también de impaciencia o de miedo. Otras veces de alivio». Pero no me miró al decirlo y entendí que no quería más preguntas; y también que de alivio no suspiraba.
A la vuelta estábamos algo cansadas de andar, pero era una zona solitaria, no se veían coches por allí y de pronto ella dijo que le parecía que se estaba perdiendo. Caminaba cada vez más despacio, mirando alrededor, y la presión de su mano en la mía se fue aflojando hasta que dijo entre dientes «no puedo», se detuvo y se agarró a la barandilla de una escalera. Para mí, Tánger es aquella escalera, aunque si alguna vez vuelvo por allí no creo que sea capaz de encontrarla y mucho menos si la busco, que, por supuesto, no la pienso buscar. Pocos días antes papá me había notificado que a finales de otoño iba a tener un hermanito, el cual, por cierto, nunca llegó a nacer; era primavera y del desmayo de mi madre culpé a ese niño caprichoso y perverso que le subía desde las tripas para apretarle la garganta y no dejarla respirar. Ya sabía que las mujeres llevan a sus hijos dentro del cuerpo durante una temporada, pero yo me los imaginaba completamente terminados desde el primer día sólo que en más pequeño, y que iban aumentando de tamaño igual que de maldad o de bondad. Mi hermanito, aún minúsculo, era malo y me tenía envidia. Mamá se había dejado resbalar agarrada a la barandilla, cayó sentada en uno de aquellos escalones y cerró los ojos. Yo recogí el bolso y los paquetes que se le habían escapado de las manos, luego me arrodillé y empecé a darle besos y a llamarla por su nombre; no contestó. Tenía la cabeza apoyada contra aquella barandilla y la cara muy fría. Las manos también. No sabía qué hacer, pero estaba segura de que si me echaba a llorar todo estaba perdido, porque ella me había dicho muchas veces que en los momentos de verdadero peligro lo peor es llorar, y además lo sabía por los cuentos. También sabía que no podía apartarme de allí porque la estaba protegiendo, que mi sitio era ése, nunca en mi vida he vuelto a saber con tanta certeza que estoy donde tengo que estar como aquel atardecer en Tánger junto a mi madre desmayada que sólo podía depender de mí, de mi fe en la suerte. Y la tuve, convertí el miedo en esperanza y al fondo de la calle estrecha y solitaria se perfiló la figura de un hombre pequeñito con chilaba a rayas y fez rojo que venía caminando despacio hacia nosotras. Le llamé agitando las manos y apretó el paso. «Ayúdeme, por favor, mi madre se ha puesto un poco mala». Entendía el español, aunque lo hablaba raro, era justo el ser misterioso, tranquilo y sabio que hacía falta en una ocasión como aquélla, lo supe en cuanto se agachó y empezó a darle palmaditas suaves en la cara a mamá y a recitar una monserga en árabe que sonaba a oración. Cuando ella abrió los ojos, que fue casi enseguida, le hizo oler un frasquito que sacó de la chilaba. Mamá suspiró hondo, esta vez era de alivio, y sonrió con la cabeza ladeada como la tiene en el cuadro, mientras alargaba sus manos para buscar las mías. El hombrecito nos acompañó a buscar un taxi y no quiso admitir propina. «Su hija es mucho valerosa», dijo al despedirse.
Al día siguiente, en una habitación de arriba de aquella casa rara donde estábamos, mamá empezó a pintar su autorretrato. «Ponle colores azules —le dije yo—, porque cuando te desmayaste todo era azul».
Le limpié el polvo al cuadro, lo llevé al dormitorio y me volví a tumbar en la cama sin dejar de mirarlo. No es muy grande. Recuerdo que lo terminó ya en Madrid el día de mi cumpleaños. Se había quedado varias noches seguidas trabajando para poder dármelo en esa fecha.
—¿Me lo prestas? —le pregunté, cuando entró con él a felicitarme.
—No. Es tuyo, tuyo, para siempre. Lo puedes tener siempre en tu cuarto.
—¿Siempre? ¿Aunque me vaya de mayor a otros cuartos?
—Claro. Siempre es siempre.
Ocho años cumplía aquel once de junio, y la palabra siempre fue el envoltorio del regalo, sentí que lo abrazaba como un papel de seda incapaz de arrugarse.
En fin, suspiré de alivio, mamá, a pesar de mis desdenes arbitrarios, no había envejecido como Dorian Gray ni como la mujer del sueño a quien la noche anterior maltrataba un gigoló; ¡cuántas imágenes, cuántas palabras, cuántas habitaciones, cuántos siempres afluyendo al ahora, fructificando en casa! Salí a regar las plantas de la terraza. Había refrescado.
A las diez en punto llamé por teléfono a Tomás y tuve la suerte de encontrarlo, con una voz animosa, además. Todo le estaba saliendo bien, iba a llamarme justo en aquel momento y tenía ganas de verme. Le dije que era el hombre de mis sueños y que le estaba esperando en una casa nueva, mía, llena de flores exóticas. Salió a relucir lo de las semillas volanderas que se posan dentro de los cajones y anidan en las butacas, y notaba que le estaba gustando oírme, aunque me dijo que cada día estaba más loca. Todo consiste en cómo pronuncia la palabra loca, muy frecuente en nuestros diálogos; según el lugar del alma de donde le salga, la siento como una caricia o como una amenaza sombría, aquella noche sabía a cóctel de champán, como todo lo que decíamos.
—Supongo que no te habrás echado una novia por ahí. Quiero la verdad.
Jamás le había preguntado una cosa por el estilo, y menos en serio, se le oyó una risa complacida, y otra vez lo mismo, que si estaba loca.
—Pues mira, un poco loca sí me estoy volviendo, pero es por culpa del tiempo que llevamos sin hablar, han sido demasiados días sin oírte la voz, una eternidad.
Y entonces Tomás dijo algo muy sorprendente:
—Me halaga que se te haya hecho eterno, preciosa, pero las cifras contradicen tu exageración. Han sido dos días.
—¿Dos días? No puede ser.
—Pues sí, menos tres horas, para ser totalmente exactos, porque anteanoche era más tarde cuando me despertaste para hablarme de los fantasmas del más allá y de Robert de Niro como guardián del cementerio…
—No era un cementerio…
—Bueno, lo que fuera. Por cierto, esa escena en que De Niro aparece comiéndose un huevo duro es de El corazón del ángel, yo también he visto mucho cine. Luego te pusiste ligeramente dostoievski, ¿no te acuerdas?
Sí, sí, claro que me acordaba, pero no podían haber pasado solamente dos noches, y él que sí, que estaba absolutamente seguro porque precisamente… Dejé de escucharle, para echar mentalmente mis cálculos, «de la noche del Residuo a la del poblado indio va una, y de ésa a la de hoy van dos»… pues era verdad, salía la cuenta.
—Tienes razón, oye, fue anteanoche, lo acabo de pensar. Y sin embargo me parece increíble, te lo juro.
—¿Y eso?
—Pues ya ves, porque me han pasado muchas cosas, muchísimas, no te haces ni idea.
—¿Te puedo preguntar también yo si te has echado novio?
—No necesito ninguno, sólo te espero a ti, he puesto piso para recibirte y huele a flores. Son cosas por dentro las que me han pasado.
Se echó a reír.
—¿Por dentro? ¡Qué peligro! Pues átalas con cordoncitos de colores para que no se te vuelen.
—Es lo que llevo haciendo toda la tarde. Te quiero. ¿Cuándo vienes?
—No creo que tarde ni tres días, más de tres desde luego no. Ya estamos terminando aquí.
—¿De verdad? ¡Qué alegría!
—Pero espero que no te cundan tanto a ti como los dos últimos, porque no voy a saber cómo orientarme por tus jardines interiores. Vas a tener que contratar a un guía. Pero, por favor, que sea menos siniestro que Robert de Niro. Mira en las páginas amarillas. Puede que venga por la palabra amor.
—Me encanta cuando te pones surrealista. Y además tienes una voz preciosa. ¿Te lo habían dicho alguna vez?
—Tú no, mi novia de Cazorla, una morenita bastante salada.
Cuando nos despedimos, se me había borrado todo rastro de sueño y me sentía despejada y segura. Capaz de cualquier proeza. Miré el retrato de mi madre.
—¿Sabes? —le dije—, creo que me voy a presentar a ver a Rosario. Si no está, me vuelvo y en paz. Tampoco es tan tarde.