XIII. LA NOCHE Y EL DÍA

—¡Es tan absurdo todo! —le dije a Magda.

Y ella me miró con ojos de incomprensión.

Cuando aparecí, ya estaba recogiendo las cosas de su despacho, y sufrieron una alteración perceptible los gestos exactos y apagados a través de los que aflora, haga lo que haga, su propio tarannà. Tiene cincuenta años, lleva veintitantos en ese puesto de trabajo del que nunca la he oído renegar, y si le diera la gana podría hacerme la vida imposible porque, se mire por donde se mire, es mi jefa. Pues nada de eso, todo lo contrario, soy yo quien le para los pies cuando se pone pesada. Pero, por otra parte, no tengo escrúpulos en rentabilizar descaradamente la mezcla de admiración e instinto maternal con que disculpa todas mis faltas.

Aquella tarde, cuando nuestras miradas se cruzaron, me sentí vil gusano. Tal vez ni siete horas habrían pasado (calcularlo acentuaba mi extravío) desde que por la mañana Remedios me entregó el sobre amarillo que había provocado mi reciente deambular urbano, y recordé con amargura mi ataque de ingratitud y desdén al enterarme de la visita frustrada de Magda, quien no daba muestras ahora de intentar pagarme en la misma moneda. Asomaba, al mirarla, esa parte podrida del propio ser cuyo olor nos acusa y desazona cuando una racha de aire limpio levanta intempestivamente los faldones que la cubrían. Todo era absurdo, sí, tanto las oscilaciones de mi conducta como el intento de justificarlas o entenderlas. Ya al entrar en el taxi y dar las señas del archivo con la respiración entrecortada, me había extrañado mi vehemente decisión. Ausente Tomás como estaba, ¿hacia dónde dirigir mis pasos? No podía imaginar en aquel momento, liberada milagrosamente de las garras del diablo, ningún lugar más acolchado contra las amenazas externas y contra mi propia neurosis que aquel despacho; necesitaba ver los papeles en orden y el gesto invariable de su depositaria para que a mí también se me aquietara el alma y cada escena de las que se me revolvían por dentro regresara a su cajón, aunque no fuera más que por un rato. Veía literalmente así mi radiografía interior, como un habitáculo plagado de cajones desordenados y rebosantes que escupían su contenido al suelo en fatal revoltijo.

Menos mal que había llegado a tiempo. Eran las seis y ella es siempre la última que se va. El taxista tuvo suerte con los semáforos.

—¿Absurdo qué? —preguntó Magda, que, evidentemente, no acababa de asimilar mi aparición—. ¿Te ha pasado algo? Pero siéntate, mujer, traes mala cara.

La suya se iluminó con una sonrisa repentina. Yo había dejado encima de la mesa el sobre amarillo recibido aquella mañana junto con el diccionario de catalán, y eso le dio pie para cambiar momentáneamente de conversación, agarrándose al cabo de un hilo conocido.

—¿Qué tal don Luis? —preguntó—. ¿Te ha servido para algo el artículo que me mandó Emma?

—Sí, es una verdadera trufa. Precisamente venía a darte las gracias, nunca fallas cuando se te pide un favor. Da muchas pistas sobre la época suya de Sudamérica y Londres, y luego lo de su locura final, eso es impresionante, diecisiete años rodando por cárceles sin que nadie supiera muy bien por qué lo tenían preso, ¿te das cuenta?, y al final había perdido del todo la cabeza, decía que era un príncipe, sin dar su brazo a torcer en nada, que era hijo de la Reina de la Gloria celestial, se le había disparado la manía de grandezas. Murió en mil ochocientos tres en el Peñón de Gibraltar. Es una historia muy triste. Y completamente desligada de toda lógica.

Magda me miró inquieta, como a la expectativa.

—Pues me alegro, mujer, de que te haya servido. A ver si por fin te animas y te pones a redactar.

—No sé —dije—, no creo.

—¿Y eso?

—No sé lo que me pasa, Magda, estoy cada día más confusa. Ya sé que otros investigadores se concentran en su tema, van al grano y punto, son capaces de separarlo de lo demás. Pero yo no puedo. Para mí todo es grano.

—¿De lo demás? ¿A qué te refieres?

—Pues no sé, me refiero un poco en general a todo, a cómo se me enreda dentro de la cabeza lo que me va pasando a cada momento con lo que me pasó antes, y con historias ajenas de vivos, de muertos, de aparecidos, con escenas de cine, todo revuelto y arrugado, total que dices: No vale la pena de separar unas cosas de otras, ¿para qué? Y esta pesquisa, con lo que me apasiona seguirla algunas veces, que tú lo sabes, otras no puedo con ella, don Luis es un tumor que se me agarra por ahí dentro, tengo que dejar de pensar en él, ¿entiendes?, porque se me mueve a brincos por el intestino y noto como si estuviera desgarrando otras vísceras. En fin, perdona, igual te estoy molestando, Magda, soy muy egoísta, igual te tenías que ir ya.

Movió la cabeza negativamente. Yo había soltado la última parrafada paseando un poco por la habitación, como para mí sola, y de pronto me paré delante de ella. Se la veía abrumada, sumida en ese tipo de desorientación que asusta más a quienes están acostumbrados desde siempre a viajar con brújula. Había dejado de atender a la recogida de sus carpetas y me indicó con un gesto que me sentara. Lo hice con la cabeza baja, y hubo un silencio.

—Pero bueno —dijo, como si quisiera atar cabos—. ¿Tú no estabas mala?

—Pues no, ya ves, ésa es otra. No he tenido ninguna gripe, y anoche cuando fuiste a casa me había largado a la calle. Y no sé para qué, además, porque todo lo que hago me sale al revés, se me cruzan los cables. Y encima les echo la culpa a los demás de mi propia cobardía, de verme en callejones sin salida, de los líos en que me meto yo solita para esquivar responsabilidades; total, que cada día que pasa se me amontonan más asuntos pendientes. Y ya esta tarde he dicho le voy a contar a Magda que le metí una mentira y a pedirle perdón. Porque oye, no sé si me lo habrá pegado don Luis, pero últimamente miento mucho, casi sin darme cuenta, y a veces por tonterías, que es lo peor. Me pregunto cuándo empecé a mentir. De pequeña no mentía nunca.

Aquello se estaba encaminando, a poco olfato que se tuviera, por vericuetos parecidos a los que desembocan en el diván del psiquiatra. Me di cuenta con pasmo de que era la primera vez en mi vida que le hacía confidencias a Magda, a pesar del peligro que eso entrañaba, dada su tendencia a hacerlas y su avidez por recibirlas. Y lo más sorprendente es que no me disgustaba, que más bien me producía alivio, quién lo iba a suponer. Noté que ella enrojecía un poco, como alguien a quien ofrecen un regalo inesperado y no sabe si tomarlo o rechazar lo que pudiera ser un espejismo.

Su madre viuda, con la que vivió durante muchos años, había muerto poco después de entrar yo a trabajar en el archivo, y mi orfandad posterior sugirió en ella puntos de contacto entre ambas que se complacía en fomentar a base de preguntas y consuelos que a mí me ponían los nervios de punta y a los cuales acabé cerrando la puerta con frases ácidas. Ya se había acostumbrado, por lo tanto, a que no le contara nada de mi vida y a considerarme un ser de otra galaxia, aislada en un reducto inexpugnable. Radiábamos —según solía comentar ella— en ondas diferentes. Pero en el tono de ese comentario no se adivinaba resentimiento, sino más bien fascinación.

Busqué alguna forma de acercamiento para borrar la perplejidad de su rostro, y eché mano de una de nuestras complicidades lingüísticas de oficina que otras veces le habían hecho reír. Y de paso le pedía un favor, signo de confianza.

—Oye, ya sé que no te gusta, pero ¿sabes?, estoy r.p.f., me pasa cuando hablo mucho.

Se rió, en efecto, y sacó del cajón un cenicero. R.p.f. eran las iniciales de «rabiando por fumar». Encendí aquel pitillo con verdadero deleite. Los ojos de Magda seguían las volutas de humo como el rastro de un jeroglífico.

—No sé qué decirte —reflexionó tras un silencio—. Ya sabes que yo soy una persona muy elemental y contigo, sin querer, acabo metiendo la pata. De todas maneras, lo que es el alma humana, yo siempre te he considerado una mujer segura de sí misma, de las más que conozco, la que mejor sabe lo que quiere y por qué hace lo que hace.

—Pues ya ves… —me encogí de hombros.

Me invadió una ola retrospectiva de melancolía, al recordar cuántas personas habían acuñado de mí esa imagen. Excepto mi madre. Ella sabía muy bien que era falsa, los plagiados son los primeros en darse cuenta de quién los copia, pero, aunque yo la veía pensar, nunca me lo confesó claramente, nunca me dijo: «¡pero si en el fondo no sabes lo que quieres!», y a mí me enconaba su mutismo, como tal vez a ella el mío, pensándolo bien. Le escribí varias cartas antes de irme de casa, y también luego, unas cartas que de repente ansiaba releer. ¿Las habría destruido? Era poco amiga de conservar papeles viejos. De todas maneras, tal vez Rosario supiera dónde guardaba ella sus recuerdos íntimos, algún cajón secreto tendría en aquella vivienda nueva que yo no pude soportar más de cuatro meses, tan despejada de trastos como carente de rincones y escondrijos, aséptica y luminosa, con un estudio enorme. Necesitaba ver a Rosario. Aunque, pensándolo bien, yo muchas cartas las escribo y no las mando nunca. Viven un tiempo dentro de mí, repito su texto y llego a olvidar que no las he mandado para seguir añadiendo una respuesta contra la cual de antemano me vacuno. Tal vez alguna de esas que echaba de menos la tuviera yo perdida por algún cajón o la hubiera roto.

—También será que estás nerviosa, ¿no? —aventuró Magda con cautela—. Son días que se tienen. A mí también me pasa, no creas. Aunque me veas siempre tan tranquila, luego en casa muchas noches me hincho a llorar. Ya sé que no hay ningún caso igual que otro, pero que se te muera la madre es siempre algo tremendo, ellas te han llevado nueve meses dentro de su cuerpo, lo mires por donde lo mires, y eso no se puede borrar de un plumazo. Se van y te dejan mutilada, a partir de ahí es cuando empiezas a envejecer. En fin, te agradezco que hayas venido, es una prueba de confianza. Yo tengo pocas amigas. Tú tendrás muchísimas.

—No te creas.

Se bebió un vaso de agua mineral, como si hubiera hecho un esfuerzo excesivo. Quizás temía una reacción desconsiderada por mi parte, como otras veces que había intentado comparar su orfandad con la mía. Pero no se produjo. Aquella tarde su voz me resultaba balsámica, y estaba deseando darle pie para que me hiciera más preguntas. Seguía pensando en aquellas cartas salvadas de la censura que le pude enviar a mamá, al filo de mi tormentosa adolescencia, y a las que nunca contestó con el despliegue incondicional de amor que yo esperaba. Pero no tenía la culpa sólo ella. Culpas no hay, además, sólo causas.

—A veces pienso —reflexioné en voz alta— que se miente por incapacidad de pedir a gritos que los demás te acepten como eres. Cuando te resistes a confesar el desamparo de tu vida, ya te estás disfrazando de otra cosa, le coges el tranquillo al invento y de ahí en adelante es el puro extravío, no paras de dar tumbos con la careta puesta, alejándote del camino que podría llevarte a saber quién eres. A don Luis es lo que le pasaba, ¿sabes?, cada vez me doy más cuenta, sed de aprecio, o como lo quieras llamar.

—¡Deja en paz a don Luis! —dijo Magda—. A ti yo creo que te iría mucho más escribir versos, dices cosas tan raras que no te sigo, pero son de las que te dejan temblando, como la poesía, que de suyo se entiende sólo a medias. Yo ahora estoy leyendo por las noches a San Juan de la Cruz, «un no sé qué que quedan balbuciendo», eso sí que es grande. Bueno, además yo ya sabes que soy religiosa, te lo he contado, que de joven tuve vocación de monja.

—Yo también soy religiosa a mi manera. Quiero decirte que no voy a misa, pero creo en el más allá y eso.

—Ya… —dijo pensativa.

Hubo un silencio raro que amenazaba con dar por empantanada aquella conversación. Pero inesperadamente Magda volvió a encauzarla. Se acodó en la mesa que nos separaba y adelantó su cuerpo hacia el mío. En su cara redonda se leía una intensa curiosidad.

—Perdona —dijo—, ya sé que no te gusta que nadie se meta en tu vida, si no quieres no me contestes, pero… ¿a tu marido también le mientes?

—Pues sí, algunas veces. Y no tiene perdón de Dios, cuando lo pienso me da rabia, porque es el tío más legal y más majo que me he encontrado en mi vida, no sé cómo me aguanta, te lo digo de verdad. Cuando lo conocí estaba yo hecha un trapo, para que me recogiera el camión de la basura, así como suena, y no te imaginas cómo me enderezó él, pero no en plan paternalista y menos de macho salvaje, fueron las cosas viniendo como lo más natural, poco a poco. Con él pasa así, me preguntas ahora «¿Cómo se las arregló?»…, y, chica, no sabría contestarte, todo surge del mismo trato, de que me toma como soy pero tampoco me lo pasa todo sin rechistar, lo que cree que tiene arreglo lo discute, cabezota a veces, pero ¡una paciencia!, y tenerla conmigo lleva su mérito, no te creas, porque soy un hueso duro de roer. ¿Sabes lo que me dijo nada más conocernos? Es increíble.

—¿Qué te dijo?

—Bueno, yo no lo conocía de nada, te aviso, ni de vista, era de noche, empecé a notar que estaba a mi lado en un bar de aquellos por la zona de Huertas, y cuando me quise dar cuenta le estaba soltando rollos insoportables, supongo, porque yo cuando bebo me pongo incapaz; pero ni siquiera me había fijado en él, como hombre, digo, sólo en que no se marchaba ni me dejaba con la palabra en la boca, como otros conocidos que iban desapareciendo al pasar de un local a otro, y que es lo corriente, claro, yo también lo hago, si les siguieras la bola a todos los borrachos que se te pegan como lapas a contarte su gloria o su martirio acabarías en Leganés. En fin, para no cansarte, que terminamos en su apartamento ya muy tarde y yo cargadísima de copas, de esas veces que lo que menos te apetece en el mundo es volver a casa, porque no te aguantas a ti misma; estaba medio pensando en cambiarme de piso, me había dejado un novio, tenía la vida entera manga por hombro, debía dinero, a mi madre por puro orgullo no quería pedirle nada, naufragio total… y, bueno, caí en aquel sitio como podía haber caído en otro, un sábado, ya sabes cómo acaban esas noches de sábado.

—No, yo no lo sé. De noche no salgo nunca.

—Bueno, yo ahora tampoco, está Madrid sosísimo. Pero te estoy hablando de hace ocho años o cosa así, madre mía, ¿será posible?, da miedo cómo pasa el tiempo, ¡ocho años!… Sí, justo, porque mi hermano Esteban acababa de nacer.

—Pero bueno, cuenta lo que estabas contando —interrumpió Magda.

Se había quitado las lentillas, que usaba por consejo mío, y a las que no acababa de acostumbrarse. Las guardó en su estuchito y se puso las gafas. Recordé, ya antes de seguirla, que aquella historia de mi encuentro con Tomás se remataba con una frase de las que te hacen llorar si la oyes en el cine, y caí en la cuenta de que yo la había oído de labios de una persona de carne y hueso «que aún existe —pensé—, que aún me quiere, no tengo pruebas de que se haya liado con otra en la provincia de Jaén». Y mirando los ojos azules de Magda, tan expectantes y solidarios por detrás de las gafas, la estatua del diablo se desmoronaba como un delirio de arena, lo mismo que aquel empeño de enfatizar lo complicado, lo oscuro y corrosivo, común a muchas amistades mías anteriores a la aparición de Tomás, ¡cuánta literatura sobre las tinieblas!, y en general qué mala, pura pacotilla. Tomás, que odia las tinieblas, me había sacado a la luz, porque despide luz. Pero la luz la damos por normal, la dejamos resbalar sin prestarle los cuidados que merece, que ruede, que se la trague el sumidero de los desperdicios. Estaba emocionada porque acababa de hacer un descubrimiento asombroso: Tomás se parecía al chico de mis sueños de adolescente más que nadie. Había estado ciega. Era él.

—¿Qué te pasa? —preguntó Magda—. ¿No me quieres contar lo que siguió luego? Me dejas en mitad de la película.

Suspiré hondo. Sí, sí, claro que quería. Por oírlo yo misma, sobre todo.

—Pues nada, que me dio por vomitar, y él me hizo un café y me quitó los zapatos, todo observándome más que hablando él, «descansa, mujer», me decía. Y tampoco notaba que se quisiera aprovechar de mí, ¿entiendes?, de eso te das cuenta rápido por mucho muermo que lleves encima. Me intrigaba un poco, pero me daba igual, yo a lo mío, a ponerme cómoda para ver si la cabeza me dejaba de dar vueltas y unas punzadas que ni abrir los ojos podía. Total, para resumir, que me quedé dormida encima de un sofá sin beberme del todo el café, y al amanecer desperté sobresaltada de una pesadilla, tengo muchas y horribles además, de esas que te caes, y te caes, y no acabas nunca de caer; y no sabía cómo llamarle porque no me acordaba de su nombre, ni siquiera de si me lo había dicho o no. Y lo vi allí cerca, de espaldas, dibujando encima de un tablero inclinado, porque es arquitecto, ahora esa mesa se la ha llevado a otro estudio que tiene. La luz era muy suave, verdosa, y entonces me levanté y me abracé a él temblando de miedo. Por lo visto se había desvelado y estaba rectificando un plano, le gusta aprovechar los insomnios para trabajar. «Pero ¿de qué tienes miedo, vamos a ver?», me preguntaba, cariñoso pero sin meterme mano ni eso. Y noté que me espantaba pensar en irme de allí. «De volver a mi casa —le dije—, de eso tengo miedo, y también del día, de que llegue la luz de otro día». «¿Sí? A mí, en cambio, la luz me consuela —dijo—, estoy deseando siempre ver salir el sol». No me preguntó si es que me trataban mal en mi casa, ni con quién vivía, ni nada. Sólo dijo: «Pues no te vayas, mujer, si no quieres. Quedarte no te obliga a nada». «¿No?, ¿de verdad?». «Claro que no». «Pero quedarme ¿hasta cuándo?». Se encogió de hombros: «Tú sabrás, hasta que te encuentres mejor, por lo menos». Miré alrededor con cierto recelo. No parecía un piso de soltero, lo tenía todo ordenadísimo. «¿No vives con nadie? Te pega ser casado». «Pues no», contestó escuetamente. «Pero debes salir poco de noche». «Bueno, según me da, pareces un entrevistador. Anda, duerme otro rato. ¿Quieres una aspirina?».

»Entonces le miré con detalle por primera vez y me pareció muy agradable, lo más opuesto del mundo, eso sí, a los hombres a quienes yo suelo colocar el letrero de «enloquecedores»; se notaba a la legua que éramos como la noche y el día, y sin embargo estaba recogiendo mi malestar y brindándome albergue. Era tan evidente, que me hacía desconfiar. En ninguna película había visto una cosa así, a no ser que sepamos de antes que el tío es un sádico, pero suelen ser más guapos los que hacen ese papel, espectaculares a tope, o de mirada sombría. O un cura que recoge almas perdidas, pero no era el caso. No le gusta hablar de estas cosas cuando se las recuerdo, pero le pregunté que si era homosexual, porque me había entrado un ataque de curiosidad horrible, compréndelo, necesitaba hacer mi composición de lugar, a pesar de que ganas de acostarme con él en aquel momento no tuviera ninguna. Y él me dijo, terminante: «Eso lo aclararemos mejor si te quedas hasta mañana, ¿de acuerdo? Ahora voy a terminar este plano».

»Y cuando yo, ya totalmente desorientada, murmuré «no te entiendo», me volvió a acompañar al sofá, me tapó con la manta y sonreía: «Yo a quien no entiendo —dijo—, es a la gente parecida a mí. Buenas noches».