XII. LA ESTATUA VIVIENTE

La ciudad a veces se convierte en una víscera que empieza a funcionar mal, y al llegar a una esquina determinada te asalta de improviso el dolor desconocido, como una punzada en el páncreas.

Cuando salí de Espasa Calpe con mi reciente diccionario de catalán dentro de una bolsita transparente, todo mi ser era un globo escapado de las manos de un niño. Sólo sabía que no tenía ganas de volver a casa y que huía a la deriva de cualquier propósito, incluido el de encontrar un sitio donde sentarme a comer y tal vez iniciar aquella traducción poco antes tan urgente. Conozco bien esa prisa abrasadora por poner el primer ladrillo en la base de edificios que luego muchas veces se quedan por levantar; o sea que no ocurría nada alarmante. Llevaba mi ladrillo encerrado en su envase, era pequeño, de color rojo, y me encontraba bien, la ciudad no me dolía ni se me clavaba. Caminaba perdida entre la gente, a paso perezoso, concentrada con insistencia obsesiva en la palabra «tarannà», igual que cuando se repite el estribillo de una canción pegadiza que desplaza y anula cualquier otro pensamiento. Antes de comprar el diccionario, lo había abierto por la te, y me había enterado de que tarannà quiere decir carácter, modo de ser. O sea que Vidal y Villalba era extravagante por tarannà; me gustaba haber aprendido esa palabra nueva que invadía mis ramificaciones cerebrales exterminando cualquier germen maligno de preocupación, tarannà, me hacía gracia y compañía como un amigo nuevo topado por azar, intrascendente; yo de mi propio tarannà sé poco, bueno, pero no importa, vamos Gran Vía adelante, espera, semáforo en rojo, tarannà, tarannà, tarannà. A ratos me sonaba un poco a tarambana, el tarannà de don Luis, otras a nada, simplemente a redoble de tambor, y yo desfilaba a sus acordes, balanceando la bolsita con el libro de cuyas páginas surgía aquel vocablo amigo que había originado mi placentero deambular. Y así hasta la esquina del metro de Santo Domingo.

Por aquella bocacalle vino la puñalada que todavía me duele cuando la recuerdo a dos años y medio de distancia, aunque quiera pensar en otra cosa, cicatriz que vuelve a dar punzadas. «Es que va a cambiar el tiempo», se suele comentar en casos así. Pero nadie piensa en la climatología al decirlo, sino en el otro tiempo, el transcurrido desde el accidente. Y lo que se revive es el accidente mismo, al tocar la cicatriz, los cambios acarreados a partir de la fecha en que se produjo.

Lo vi desde lejos antes de cruzar, subido en una tarima pequeña, inmóvil, vestido de diablo. La gente se paraba un poco a mirarlo, porque hace dos años los mimos callejeros no formaban, como ahora, parte integrante del paisaje urbano, eran excepciones aisladas y chocantes. O sea que llamaban la atención, igual que siguen pretendiendo, aunque con menos éxito, llamarla ahora. Llevaba la cara pintada de betún y un casquete ajustado con cuernos, también negro, lo mismo que las manos, los pies y una capelina corta. Pero la malla ajustada al cuerpo era roja. Esgrimía un tridente.

Me acerqué con una mezcla de curiosidad y aprensión y me detuve a pocos pasos de él. Lo primero que pensé es que debía estar pasando mucho calor tan enfundado en el disfraz, con aquellos guantes de manopla y luego el agobio del maquillaje y el esfuerzo de no mover ni un músculo. Claro que estaba a la sombra, pero así y todo. Luego me fijé a ver si tenía rabo, y lo tenía, poblado, una cola de zorro artificial. ¡Qué curioso!, y alas también. Era lo más bonito, unas alas membranosas pegadas a la capelina imitando las de un insecto enorme, pero desiguales. La derecha medio rota y más caída. Parecía ideado a propósito, un posible homenaje al descalabro de Lucifer al ser arrojado del Paraíso. La postura debía resultarle incómoda, echado para atrás, en equilibrio algo inestable.

Luego, por fin, es cuando le miré a la cara, y me quedé tan estatua como él mismo. Porque a pesar de que se la cubría a medias con la mano que dejaba libre el tridente y aun contando con que el maquillaje negro podía despistar, se parecía tanto a Roque que era Roque. ¿Lo estaba viendo de verdad o se trataba de una alucinación? «También inventa cosas para seguir jugando a ser otro —me había dicho Félix pocos días atrás—. Su fantasía va por libre». Yo eso lo sabía muy bien y es lo que me gustó de él desde el primer día, nos unió la repugnancia a ser fiscalizados por nadie y menos uno por otro, nos reíamos de las parejas que intentan compartirlo todo a expensas de la propia libertad, se espían mutuamente o se endilgan sermones. Más tarde —todo hay que decirlo— yo fallé por ahí cuando empecé a sufrir atrozmente de celos, se me quebró esa ala y fui expulsada del Paraíso, son cosas que pasan, que ya han pasado, nadie tiene la culpa, mejor no hurgar en ellas.

No me atrevía a mirarle con intensidad. Había percibido apenas un fulgor estático de ojos en blanco, el rictus de la boca y el brazo en ángulo recto cubriendo a medias la nariz aguileña. ¿Era él? No estaba segura del todo, y aquella imprecisión acentuaba el «dolor de esquina», que así llamo desde aquella mañana de julio a eso: a un trozo de calle que se te clava.

Y menos aún me atrevía, naturalmente, a preguntarle nada, estatua como era al fin y al cabo, o tal lo pretendía su apariencia. No sólo por vergüenza de la gente detenida a mirarlo igual que yo, ni por la distancia que ponía entre nuestros cuerpos su inmovilidad y la mirada aquella perdida en el vacío, sino además —y eso era lo peor— por la vuelta de tuerca que había pegado el tiempo, era lo que dolía, los años transcurridos desde la última bronca que nos separó definitivamente, resentimiento de herida vieja. Me avergonzaba recordar aquella escena vulgar y sin excusa provocada por mí y condenada al desastre total, una tentativa fuera de lugar por hurgar en el rescoldo de un fuego apagado, cerril ataque de amor propio y soledad, mala mezcla, y yo era la primera en saberlo antes de presentarme en su casa; pero oírselo decir a él me sacó de quicio, «impropio de ti, honey», sonreía, y yo rompí un jarrón como en las películas.

Nunca había estado antes en aquella habitación, venía él a la buhardilla empapelada de azul, donde a temporadas se quedaba a vivir, yo alardeaba de mi horror a las intromisiones en la vida de nadie, y por su apartamento nunca quise pisar, lo compartía con un hermano menor que salió algo asustado al oír el ruido del cacharro estrellado contra el suelo, pero él no miraba ni siquiera los trozos, alguno lo apartó con el pie con gesto displicente, «impropio de ti, honey», y sonreía.

Busqué tímidamente su sonrisa apenas esbozada tras aquel guante negro de manopla, y era bastante parecida, o tal vez no, siempre se me mete por medio la Gioconda cuando intento hacer valoraciones de este tipo, el cuadro que con más precisión desmenuzaba en clase Rosario Tena cuando era la chica de gafitas que me caía tan bien; seguramente en el rictus de la boca burlona de Roque pudiera haber rastros de aquella sonrisa inmortal, pero a él se lo llevaban los diablos cuando me lo oía decir, uno de esos diablos que finalmente lo había poseído y clavado en una esquina de la Gran Vía, no aguantaba a la Gioconda, le parecía genial que Marcel Duchamp le hubiera puesto bigotes a la Gioconda, «esa profesora tuya debe de ser un poco cursi, ¿no?, qué paliza con la Gioconda», «bueno, pero tú tampoco me des la paliza con Marcel Duchamp», «golpe encajado», admitió. Y nos reímos.

—Parece de verdad —dijo una señora de oscuro que estaba a mi lado.

—Eres tonta, mamá, ¡cómo que es de verdad! —dijo la joven que la acompañaba.

—¿Tú crees? Se atreven con todo. Pues no suda.

—Pero acaba de parpadear. Es de verdad, te digo.

—No estés tan segura —intervine yo—. Algunos muñecos también parpadean.

Y supe que lo había dicho para que Roque, si era Roque, oyera mi voz. «Que es lo más peculiar que tienes —me dijo un día—, la reconocería entre mil, por muchos años que pasen». Pero no se inmutó. Ni siquiera al oír el sonido de la moneda que la muchacha aquélla echaba en su platillo antes de irse agarrada del brazo de su madre.

—No tenías que haberle echado nada —iba diciendo ella.

—¿Por qué no? Es un artista.

—Ya, ya, valiente artista. Con tal de no trabajar como Dios manda…

Otros transeúntes también le echaban monedas al platillo, y él seguía impasible, mirando al vacío, sin que el brazo mantenido en el aire le temblara. Me pareció que llevaba demasiado tiempo clavada allí, a la espera de un milagro que no iba a producirse, estaba claro, pero no me marchaba. Temía estarme contagiando de su condición de estatua y el propio miedo me empezaba a agarrotar los miembros, tampoco era capaz de gritar pidiendo ayuda, aunque de todas maneras confiaba en que alguien se tenía que dar cuenta. Fue como si a mi ser entero se le escaparan las fuerzas, necesitaba oír llegar el pitido de una ambulancia, ¿cómo no me prestaban ayuda?, me estaba desangrando en plena calle. Y nada, todo igual, sin moverse el diablo y sin moverme yo, rodeados de gente distraída, indiferente, que esparcía a voleo comentarios banales como si se movieran entre las esculturas de piedra de un cementerio.

Tal vez no fuera Roque. Yo había bajado los ojos y sus tobillos se me antojaron algo más gruesos, tal vez se le hubieran hinchado de estar tanto rato de pie, a la cara ya no me atrevía a mirarle. Pero ¿y si fuera él? Entonces sería horrible. Si es él y no me conoce y no me mira —pensé—, también habré soñado que tuve una madre, que aprendí ruso, que estudié Historia del Arte y compuse canciones de entrerrock, que me gusta el zumo de pomelo, que he llorado muchas noches cuando nadie me veía; será como si una esponja empapada en vinagre borrara sobre la pizarra de mi pasado toda huella de tiza, cualquier alusión al crecimiento y al enlace de unos episodios con otros, se convertirá en humo la esperanza, en mentira el desengaño y en cifra equivocada la osadía, aquellas ganas de jugar a lo que saliera, de seguir apostando siempre por lo no conocido, todo el amor al riesgo que Roque fomentó, y mentira mi cuerpo y el suyo, mi palabra y la suya. Y mentira también la muerte.

Nos habíamos quedado solos el uno frente al otro. Tocaban a despedida. El corazón me latía tan fuerte como la primera vez que lo vi apoyado en un extremo de la barra del Fuego Fatuo, él solo, con una bufanda clara, y entendí inmediatamente que era mío, parte de mi vida. Tampoco aquella noche me había mirado, ni lo hizo a lo largo de varias semanas. Muchas más aún tardó en confesarme que me había visto de sobra, que esperaba con ansia mi llegada y me observaba a hurtadillas como yo a él. Pero posiblemente eso también era mentira.

Me atreví a alzar los ojos y le busqué las orejas que tantas veces había besado, pequeñas, descaradas, inconfundibles, pero las llevaba tapadas con el casquete de diablo.

Conseguí arrimarme a la pared y me apoyé desfallecida a poca distancia de su cuerpo. Mi cabeza le llegaba por el codo, a causa de la tarima. Sus ropas no olían a nada. Le miré de perfil.

—Roque —logré decir, ni muy alto ni muy bajo—. Adiós, que tengas suerte. Y siento haber roto aquel día el jarrón.

No se movió. Entonces saqué del bolso la agenda, arranqué una hoja y apunté en ella mi número de teléfono. Luego, ya sin mirarle, me agaché a dejar el papel, junto con una moneda de quinientas, dentro del platillo cóncavo que tenía en el pedestal. Me daban ganas de arrodillarme y besarle los pies como a un Cristo, pero no parecían sus pies, se los desfiguraba mucho el calzado en punta con un dibujo de llamas en naranja fluorescente. Un poco hortera eso. Tal vez no fuera Roque. Y además daba igual.

Me marché de allí sin volver la cabeza. «El secreto de la felicidad está en no insistir», iba diciendo Gran Vía abajo; creo que es una cita de Gregorio Martínez Sierra, un autor que por lo visto le gustaba a mi abuelo, mi madre se había enterado de que a don Gregorio las obras se las escribía su mujer, María, pero no quería decírselo al abuelo para que no se disgustara, otra punta de iceberg, quedaba pendiente la visita al abuelo, podía entrar diciéndole eso, «el secreto de la felicidad está en no insistir», y sería mamá quien le mirara al decirlo, porque yo no he leído a Martínez Sierra, a ver qué pasaba, buena idea, pero en el abuelo, por el momento, mejor no pensar, ni en Ramiro, eran demasiadas cosas. «Felicidad, secreto, felicidad», repetía mientras apretaba el paso, tratando de no hacer eses y de controlar al mismo tiempo el ritmo de la respiración. Y acabé comprendiendo que la palabra felicidad era un peso muerto. La envolví en un periódico viejo y la tiré en la primera papelera que me salió al paso, olía mal y tenía restos de sangre. Con el secreto, en cambio, me quedé. «Será lo último que tire a la basura —me prometí entre dientes—, bajará conmigo a la tumba, cuestión de carácter, tarannà».

Me empezaba a sentir mejor. La ciudad se iba rehaciendo poco a poco y mi taconeo sonando más firme, a medida que me alejaba de aquella esquina desde donde me saltó al cuello la mordedura de la zozobra; los secretos pasados y futuros hilaban su copo armoniosamente en torno a la palabra tarannà, y mi paseo recuperaba su gratuidad, su falta de designio, tarannà, tarannà, puro dejarse ir, abono de presente para un campo agostado.

Cuando me quise dar cuenta, estaba sentada en un banco de la Plaza de España, mirando las estatuas de don Quijote y Sancho. No me gusta que el caballero vaya tan delante y aguerrido, lanza en ristre, dejando atrás al otro pobre. Yo siempre me los he imaginado andando uno al lado de otro para que se puedan oír, porque, si no, ¡vaya compañía!, y lo importante es lo que dicen, las palabras que han quedado para siempre; de qué sirve que a esas estatuas, que ya no conmemoran nada, les saque fotos un turista japonés. Sancho se encoge de hombros.

Pero digan lo que quisieren; que desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano; aunque por verme puesto en libros y andar por ese mundo de mano en mano no se me da un higo, que digan de mí lo que quieran.

A mí es que las estatuas me dan mucha pena. Tan inmóviles.

En cambio, mi cuerpo se iba desentumeciendo y los recuerdos abejeaban en tropel, como si quisieran salir todos al mismo tiempo por una abertura demasiado estrecha. Se movían y me movían a mí por dentro, sentía la trepidación. Y era vivir de nuevo, reenhebrar los sueños enterrados. Y la pizarra del pasado volvía a cuajarse de signos de tiza.

Las noches que soñaba con él no me levantaba de la cama hasta muy tarde para no abandonar el sitio donde se había producido el encuentro. Era esporádico, entre mis trece y dieciocho años, calculo. Un sueño que se prolongó incluso después de empezar yo a tomar la píldora, y que olvidaba de una vez para otra hasta que reaparecía como un acontecimiento conocido. Solía apuntar la fecha al despertarme, porque a esa edad lo apuntaba casi todo. Eran fechas cada vez más espaciadas, enlazadas entre sí por un pasadizo raro. «Otra vez ha venido», ponía, «todavía existe», o «llevaba medio año sin aparecer». Y a continuación una inicial de alfabeto ruso rodeada de rayitos a manera de sol, porque yo sabía ruso; la inicial variaba de unas veces a otras, pero me encantaba dibujarla y colorearla, me parecía que haber estudiado ruso me servía sobre todo para mis secretos, por ejemplo ese incubado a través de túneles de sombra que me sacaban a la luz donde me esperaba un amigo sin nombre. Le inventaba cada vez un nombre.

Uno de los pocos empeños tenaces de papá con respecto a mi educación fue que aprendiera desde pequeña aquel idioma que él no conocía y que me estuvo enseñando durante años una señora amiga suya, recién llegada de Moscú, donde se había exiliado con otros niños de la guerra. Se llamaba Mila y vivía por Antón Martín en un piso miserable, no muy lejos, por cierto, de la buhardilla empapelada de azul que más tarde alquilé yo y en la que estuve viviendo hasta que conocí a Tomás. Era paciente, melancólica, amable y desde luego muy buena profesora. Pero a mí me daba mucha pereza tener que subir tres veces por semana cinco pisos de escalera empinada para meterme en aquel cuarto mal ventilado y lleno de retratos y flores de papel que daba a un patio oscuro. Y luego que el ruso es muy difícil, para qué nos vamos a engañar. A lo largo de aquellas mañanas tediosas entendí por primera vez lo que significa heredar algo. Mi padre me transfería su deseo insatisfecho por aprender una lengua para él mítica, y yo heredé, quieras que no, el homenaje a una guerra que no era la mía, a manera de penitencia que acabé aceptando. Más tarde, sin embargo, esa penitencia (la única, a decir verdad, que me infligió mi padre) vino a convertirse en bendición del cielo, porque una licenciada en Historia del Arte lo tiene más bien crudo para ganarse la vida y en música nunca pasé de amateur. En cambio, traductores de ruso hay pocos buenos, y los pagan bien. Gracias a eso me pude ir de casa.

Pero, antes de dar semejante paso, dibujar iniciales rusas rodeadas de rayos de sol para designar al protagonista nocturno de mis sueños adolescentes me parecía suficiente pago. Lo raro es que con tantos años como han pasado y tantas historias capaces de echar tierra sobre las imágenes borrosas de aquel leitmotiv, resurja todavía de vez en cuando como una presencia fantasmal y al mismo tiempo con la intensidad de lo vivido muchas veces, una sensación parecida a la que, según dicen, experimenta un ciego cuando intenta recordar los colores. No sé si la apariencia corporal de aquel hombre era la misma de una vez para otra, creo más bien que lo que me llevaba a identificarlo era que lo sentía antes de verlo y empezar a alcanzarme las ondas de su vibración protectora, la noción de que andaba por allí cerca. Pero desde luego yo notaba que no vestía como los demás, y tampoco estaba muy segura de que los demás lo vieran. El argumento de aquellos sueños era bastante elemental, por otra parte. Coincidíamos en locales cerrados con otra gente, todo el mundo riéndose, bailando o buscando a alguien, pero un poco perdido. Reconocía a amigos míos de los de carne y hueso y era con quienes hablaba más que con él. Solían ser cuevas con pasillos y la trama cambiaba poco. Otras veces salíamos a la superficie y yo sabía que era París, mucho frío, farolas, nunca había estado en París, pero reconocí la ciudad en aquellas calles y en aquellos ambientes profundos, cargados de humo. Yo, si no lo sentía a él cerca, tenía miedo, aunque estuviera rodeada de amigos, aunque alguno de ellos incluso me estuviera abrazando. Pero cuando lo veía a él al fondo del local, o simplemente notaba que había entrado, que estaba allí, se me pasaba el miedo, y lo buscaba con la mirada para decírselo. Y si salíamos a la calle, salía él también. Al despertar, nunca recordaba que hubiéramos mantenido ninguna conversación memorable, pero sí la promesa de no fallarnos, de volvernos a encontrar otro día. No se trataba de sueños eróticos. Nunca me besó.

—¿Qué te pasa? —me preguntaba a veces mamá, si entraba en mi cuarto y me encontraba con la cabeza metida debajo de las sábanas.

—Nada, déjame.

—¿Pero estás mala o te pasa algo?

—Por favor, déjame.

—Te iba a recordar que hoy…

—¡No me recuerdes nada! Bájame la persiana, por favor.

Luego, durante el día, jugaba a llamarle imaginariamente por teléfono, casi siempre a hoteles donde no sabía cómo preguntar por él, ya que no conocía su nombre, y por eso colgaba en cuanto me decía «¿allô?» un recepcionista que solía ser Mischa Auer; otras veces, si me paraba delante de un escaparate, cerraba los ojos muy fuerte, segura de que al abrirlos lo vería reflejado detrás. Pero nunca vino.

A todas éstas fue pasando el tiempo, me enteré bastante pronto de lo que tiene que hacer una chica para no quedarse embarazada, empecé la carrera y la seguí con altibajos, me gustaba gustar (tendencia que se ha ido matizando), me atuve a las recetas de rigor para sacar partido de ser joven, y supe que casi todas las personas de mi edad —rizofitas o no— teníamos problemas parecidos pero nos gustaba contar otros, disfrazarnos de algo que no éramos aún o no seríamos nunca, y en aquel baile de disfraces sólo podía resistirse bebiendo, exhibiendo descaro y desconfianza en el amor para siempre de las películas. Yo tenía mucho éxito con los chicos, lo sabía. Pero hasta que una noche en el Fuego Fatuo, adonde acudía asiduamente con rizofitas de ambos sexos, vi apoyado en el extremo de la barra a aquel chico flaco de la bufanda clara, nunca se me había ocurrido vincular con ningún ser de carne y hueso al desconocido reincidente de mis sueños, designado sobre el papel con diferentes iniciales rusas.

No lo conocí inmediatamente ni pregunté a nadie cómo se llamaba, para hacerlo coincidir durante el mayor tiempo posible con la aparición subterránea que, por cierto, llevaba varios años negándome sus favores. Y cuando por fin Roque (la primera persona que me arrancó la cáscara del pasado y extrajo de mí la pulpa de un presente sin contrición) empezó a mirarme y a dejarse mirar por mí, saboreé la certeza de que era él, el del sueño, y al cabo de los años lo que brilla y permanece de mi relación con Roque es sobre todo la primera etapa de silenciosa complicidad, los preparativos del viaje. Porque luego, cuando pasó lo que tenía que pasar sin remedio, aquella cueva ideal donde depositar verbalmente mis incertidumbres y sueños, fue convirtiéndose exclusivamente —si he de ser sincera— en el temblor insoportable y ciego de mi cuerpo esclavo de los caprichos del suyo.

Serían las cinco y media cuando me levanté del banco de la Plaza de España. Hubo un rato en que estuve tentada de meterme a ver alguna película en los Alphaville para cambiar de rollo, pero persistía un malestar interior que no se aplacaba con eso, pedía tal vez otro tipo de distracción, y la encontré en el diccionario de catalán. Lo saqué de su bolsita y allí mismo, frente a las estatuas de don Quijote y Sancho, me fui enterando de algunas andanzas de don Luis por tierras de La Martinica y del nombre de una amante suya, Carlota Picolet, que muy bien pudiera ser la del retrato que traía en aquel cofre cuando lo prendieron, un nombre de novela, así como de todos sus enredos hasta la muerte en una prisión del Peñón de Gibraltar, ya delirando, todo en compendio, porque el artículo sólo tenía seis páginas. Pero me servía mucho. Era como el cañamazo para bordar los demás apuntes dispersos. Me levanté de allí con la idea de ir a ver a Magda para darle las gracias y comentar con ella la variación que imprimían a mi estudio aquellos datos; sería además una manera de reincorporarme al trabajo y tomar tierra, «porque a ti y a mí, don Alonso —dije mirando hacia la estatua de don Quijote—, cuando nos montamos en el caballo de Clavileño no hay quien nos apee, y don Luis era otro que tal».

Entré en un snack-bar de la Gran Vía a comerme un perrito caliente con una cerveza y de repente me dio mucha rabia haberle dejado mi teléfono a Roque; es que no tengo remedio, qué insensateces se me ocurren, como si no tuviera ya la vida bastante complicada de por sí. Y además Roque no se merece que le dé pie a nada, borrón y cuenta nueva, ya está bien de idealizar. Así que me dirigí de nuevo hacia la esquina donde había visto al diablo, con ánimo más que nada de dirimir aquella cuestión y extirpar su daño. Si el papelito seguía en el platillo, es que no se trataba de Roque, porque se habría agachado a cogerlo al verme desaparecer, es lo menos que se podía esperar, y si el papelito, en cambio, había desaparecido, pensaba dirigirme a él y pedírselo, aunque fuera con cajas destempladas.

De todas maneras, lo único evidente era que con el pretexto del papelito ya me bullía la sangre otra vez y volvía a meterme por los laberintos peligrosos de la obsesión, así que subí la cuesta despacio, indecisa, deseando a la vez desentenderme de aquel asunto y seguir hurgando en sus enigmas. A ratos me paraba. Porque además habían pasado tres horas, ¿y quién te asegura —me amonestaba mi parte sensata— que el diablo siga en esa misma esquina?

Pero seguía allí. Y también el papelito, que desenterré de entre las monedas con gestos crispados y sin contemplaciones, resoplando de ira. Luego me incorporé y no pude por menos de mirar a la estatua viviente. Esta vez sonreía un poco más. Era Roque, sin duda.

—¡Eres un asqueroso! —le increpé—. Y además no sé cuándo me has protegido ni me has consolado de nada. ¡No eras el del sueño!

Luego salí corriendo y paré un taxi.