XI. PUNTAS DE ICEBERG

Las voces del pasado trepan por la espalda a manera de viento súbito. Somos como una montaña cuya vertiente delantera, más feraz pero más vulnerable, está defendida por fortificaciones y poblada de huertas, casas, paseos y almacenes; allí se aprende lo conocido, se teme a lo desconocido y la vida se rige por leyes que zurcen lo uno con lo otro; en la parte de atrás nadie repara, es más difícil acceder a ella desde el valle —según rezan los mapas—, casi nunca da el sol y la vegetación es escasa. Acabamos por olvidarnos de que existe. Y, sin embargo, por esa grupa atacan de improviso las fantasmales huestes del pasado, apenas perceptibles, tan sólo una cosquilla. Aquí delante no han llegado nunca, no pueden hacerme daño —decimos al notar los tenues síntomas—, ni siquiera merecen atención, como llegan se van por el mismo camino. Pero nos protegemos el vientre y el pecho con los brazos, cerramos los ojos y aguzamos el oído con la respiración en suspenso. Suelen aprovechar los tramos de descuido que preceden al sueño o lo convocan, cuando ya hemos desembarazado de trastos y envases vacíos nuestra buhardilla; en eso no quiero pensar, en eso tampoco, en eso tampoco, y es como ir pulsando botones y desenchufando clavijas para que dejen de zumbar todas las máquinas. Entonces se percibe el sutil traqueteo por la espina dorsal, no es nada. Pero ahí sigue. ¿Qué dicen esas voces? Bordear la pregunta es ceder al peligro. ¿Quién está hablando? ¿Desde dónde? Se diría que desde una boca tan pegada a nuestra piel que el mismo aliento entrecortado ahoga las palabras que pronuncia. Pero también desde lejos, y esa mezcla de lejos y cerca mete droga en la sangre. Ecos que trastornan y excitan, que en vano se procuran ahuyentar, dime más, no oigo bien, ¿quién eres?, ven más cerca.

—Soy yo, Rosario Tena, ¿estás ahí?… Bueno, veo que no estás, o no te quieres poner, que es lo mismo. ¿Te acuerdas de mí? La profesora de las gafitas… En fin, no me quiero poner ácida. Dentro de unos días salgo para Santander, me quedaré todo el verano o puede que para siempre. Antes necesito verte, es inaudito que no nos veamos. Por favor, llámame, pagando lo que sea. Yo es la cuarta vez que lo hago. Un beso. Ciao.

Es el recado que me encontré aquella noche en el contestador, al volver del poblado indio. Lo escuché ya en la cama, con los ojos cerrados. Le di a la tecla y me volví de espaldas. Era algo reciente, metido en la máquina poco antes, tal vez mientras yo hablaba con papá de mis cuentas pendientes con esa persona, pero la urgencia del mensaje, su actualidad, la queja e incluso el leve sarcasmo —¡tan comprensibles!— por parte de alguien que sufría y me echaba de menos, que seguramente no me había dejado de querer, quedaban cruelmente arrinconados, desactivados, ya lo pensaré mañana.

En cambio, el pasado y sus huestes trepaban por la única frase que me inyectaba turbación, «pagando lo que sea». A Rosario, al decirla, se le había puesto la voz de mamá, aquel tono tan suyo entre cínico, bromista e impaciente con que se enfrentaba a la incompetencia, la cobardía o la lentitud de reflejos, «por favor, ¡pagando lo que sea!». Ella nunca tomaba indecisiones ni se demoraba en cumplir lo pactado, si la engañaban, miraba a los ojos. Sabía salir sola de los atolladeros, y también se equivocaba sola. En este caso emprendía el camino de consolación que lleva al bosque tupido de las metáforas, era inútil llamarla, se había escondido allí.

«Bajaré al bosque esta noche —murmuré ya medio dormida—, quiero verte, lo demás no importa. Tengo que encontrarte en el bosque, pagando lo que sea».

Me dormí enseguida, pero el encuentro debió de producirse ya contra el día. Dicen los tratadistas de lo subterráneo que esos plazos no se pueden medir por muy tenazmente que se eche la caña en sus aguas revueltas y profundas («¡oh Innana, no investigues los secretos del mundo inferior!»), aunque sospechan —eso sí— que en escasos segundos de los del mundo superior ahí abajo puede pasar de todo, cabe un argumento con preámbulo, nudo y desenlace, incluidos otros datos que no aclara lo mostrado en escena, como si tuviéramos escondido dentro un novelista al que nunca se ve la cara, pero que en cuanto cerramos los ojos arranca a toda mecha. Y nos deja siempre con la sed de otro capítulo.

Yo iba a ver a mamá. Alguien me tenía que haber dado sus señas, pero no sé quién, era una trama oscura, sólo sé que llegaba de noche y con miedo, pisando por un terreno resbaladizo, y miraba a la luz de un farol un papel parecido al que me dio papá para llegar al poblado indio, pero con las palabras borradas porque le había llovido encima. Vivía ella de incógnito en un refugio de los bajos fondos, y se avergonzaba de no haberse muerto y de los líos que la situación podía provocar si se levantaba la liebre. Andaba sin papeles, había envejecido y compartía su suerte con un chico parecido a Félix que la maltrataba y la obligaba a trabajar de equilibrista en un circo. «Fíjate si nos pasa algo —me dijo—, no tenemos ni siquiera seguro de enfermedad». La vivienda era una especie de palafito sobre un río sucio y se accedía por unas tablas rudimentarias a modo de puente. Se había quedado pálida al verme y me rogaba con las manos juntas que no le contara a nadie que aún vivía, por favor te lo pido, pagando lo que sea, pero no había cinismo ni risa en su voz, sólo terror. Le temblaban los hombros y hablaba en voz muy baja, mirando a Félix, que estaba tumbado de bruces en el suelo, posiblemente borracho. Supe que todo se arreglaría si nos abrazábamos ella y yo, pero no era capaz de acercarme ni de decirle una frase cariñosa, aunque lo deseaba mucho.

Me desperté y busqué a tientas mi agenda para apuntar el sueño, pero cuando la estaba tocando dentro del bolso tirado en la moqueta (lo cual venía a ser un logro parecido al de besar a mamá), me di cuenta de que andaba gente por la casa y de que precisamente aquellos ruidos eran los que me habían despertado. Alguien se paró a la puerta del dormitorio.

—¡Tomás! —exclamé—. ¡Menos mal que has vuelto!

Pero no era Tomás. Lo noté enseguida. Él nunca llama con los nudillos.

—¡Adelante!… Ah, es usted, Remedios. Buenos días. ¿Y cómo viene hoy?

—Pues porque me toca. Es martes.

Era corpulenta y hablaba con acento gallego, cuñada de la portera. Llevaba año y medio subiendo dos veces por semana a limpiarnos el piso, y estaba empeñada en enseñarme a guisar, obstinación francamente meritoria si se tiene en cuenta mi desinterés.

—¿Martes? —pregunté, mientras miraba de reojo la agenda, que ya había rescatado del maletín de prestidigitador, junto con un boli.

—Sí, señorita. Por todo el día. ¿Qué pasa? ¿No va hoy a trabajar? Son más de las diez. No estará mala.

(¡El sueño! Era urgente. Tenía que descifrar el sueño. Sentía como si estuviera reflejado en un espejo, pero del revés).

—Un poco. Claro, por eso creí que ayer era domingo, porque no fui a trabajar, no me encontraba bien… ¿Fue ayer? Sí, sí, ayer.

Junto a las escenas del pasado reciente, empezaban a perfilarse los dilemas. Me convenía telefonear al archivo. Y luego estaba el recado de Rosario, pobre Rosario, igual había dormido mal. Al fin y al cabo, ¿qué tenía yo contra ella?

—Pues una amiga suya estuvo llamando ayer por la tarde aquí y no le abrieron. No estaba usted.

—Estaría dormida. ¿Qué amiga?

—No sé. Le dejó a mi cuñada este sobre. Dice que era muy simpática, con canas, me ha dicho.

Lo cogí. Era un sobre amarillo bastante abultado. Traía remite de Magda, mi compañera del archivo. Mira que es meticona, si no viene, revienta.

—Ah, ya, es un asunto del trabajo. Ahora lo abriré —dije de mal humor.

—Pues nada. He traído pomelos. ¿Quiere que le haga un zumo?

—Sí, muchas gracias.

—No sé cómo le puede gustar una cosa tan agria, donde esté un trozo de tarta de Santiago… Pero en fin.

Se marchó y dejé el sobre de Magda en el suelo. No quería distraerme con argumentos accesorios hasta haber apuntado el sueño, era demasiado raro como para dejarlo escapar. Pero ya se había contaminado un poco de la luz intempestiva de aquel martes y a la escena, algo desmoronada por los bordes, le empezaban a crecer yerbajos y adherencias confusas. De todas maneras, el gigoló que se parecía a Félix seguía tendido de bruces en el suelo, sin moverse. Alguien, tal vez yo misma, lo estaba iluminando con una linterna y decía: «¡que nadie toque nada!», frase que no venía en el sueño inicial. Pensé que he visto en mi vida demasiado cine. El escondite de mi madre (cuya figura, por cierto, se esfumaba cada vez más) era exactamente igual al de Richard Widmark en la película de Samuel Fuller Manos peligrosas. Todo esto lo apunté en el apartado «EXCRECENCIAS» de mi agenda. Algún día tengo que ampliar estos resúmenes y pasarlos a limpio, aparecen cosas muy singulares. Aunque nada más pensarlo ya supe que no lo haría nunca, así que aventé la idea. Luego me metí en el cuarto de baño.

Y ya bajo el chorro de la ducha, que siempre me inspira, seguí sacándole punta al circuito incesante que se establece entre el cine, los sueños, las normas de conducta y la interpretación de la realidad. Al decir «Rosario Tena», por ejemplo, ya casi nunca pensaba en la profesora que me dio clase en mi último curso de carrera como auxiliar de Historia del Arte, aquella chica no mucho mayor que yo, ni tímida, ni pedante, delgada, con gafitas. Ante las diapositivas de los cuadros que explicaba, se expresaba con pasión y claridad, siguiendo las líneas de un paisaje o un rostro con sus dedos afilados, como si estuviera contando cuentos a un niño. Si había desaparecido con tales atributos —me dije mientras el agua resbalaba por mi cuerpo desnudo que veía reflejado en la pared de espejo—, la culpa la tenía Joseph Mankiewicz. Desde que, unos años más tarde (cuando yo ya vivía en el apartamento de paredes azules), mi madre la admitió en la parte alta del dúplex donde había puesto su nuevo estudio, Rosario pasó a tener la cara y los gestos de Anne Baxter, aquella admiradora supuestamente ingenua pero pérfida, que acaba suplantando a Bette Davis en una de las películas que he visto más veces: Eva al desnudo. Y mirando mi propio desnudo puse cara de interrogación, anda, que también llevaba dinamita caer en la cuenta con tanta seguridad precisamente en aquel momento, ¿quién hace coincidir las cosas de esa manera?, si es que no sabemos nada de nada, queda todo por descubrir, asoma de vez en cuando una punta de iceberg y nos pavoneamos como si el mérito fuera nuestro. Pues sí, la culpa la tenía Eva al desnudo, lo que son las cosas. Todo lo que ignoraba de la amistad posterior entre Rosario y mamá lo inventaba sin querer sobre la falsilla de un guión cinematográfico servido por dos rostros de mujer en blanco y negro. Y al acordarme de la profesora de las gafitas, cuya voz dolida se encerraba aún reciente en el contestador, me alarmó mi permanente y viciosa instalación en lo irreal.

En el espejo, salpicado de gotitas, el rostro de mamá, coronando mi cuerpo desnudo, se iluminó con una mueca de cachondeo que disolvió mis remordimientos. Agitaba la melena mojada.

—O sea, que entonces yo soy Bette Davis. Mírame bien, ¿me ves ojos saltones?

Me acerqué al espejo, riendo también. Éramos idénticas.

—Pues no, francamente. Estás muy guapa y muy rejuvenecida. ¡Qué gusto que lo de Félix fuera un sueño! No vives con él, ¿verdad?

—No sé quién es Félix. Cuando te da por delirar, no se te puede dejar sola. ¡Mira que colgarle un crimen a la pobre Rosario! A ver si le haces un poco de caso, que lo está pasando fatal. Al fin y al cabo, quien me la metió en casa fuiste tú. Decías que era maravillosa. Te entran unas manías…

Me acerqué al espejo y puse los labios sobre mi imagen. Eran las paces que habían quedado pendientes en el sueño.

—¡Qué gusto que me riñas y estés tan viva, mamá! Ven esta noche, ¿vale?, pero ya sin Félix. Ahora te tengo que dejar. Asuntos domésticos, ¿sabes?

Remedios, la asistenta, llevaba un rato diciendo algo al otro lado de la puerta. Cerré el grifo de la ducha, le dije adiós a mi imagen con la mano, me puse el albornoz y salí. Estaba dispuesta a ser amable con todo el mundo.

—¿Qué hay, Remedios? ¿Decía usted algo?

Estaba parada en mitad del dormitorio con una cara de profundo asombro.

—Sí, claro. ¿Qué ha pasado en la cocina?

—¿En la cocina? No sé. ¿Se ha roto algo?

—Romperse no. Pero han desaparecido la licuadora, el turmix, los cuchillos y… bueno, para que voy a cansarla, todos los cacharros en general.

—¡Ah, vamos! Creí que era otra cosa.

—¿Otra cosa? Es que la cocina entera es otra cosa de arriba abajo, no hay quien la conozca, señorita, perdone que se lo diga. Si quiere dejarla así tal como está, pues bueno, yo no me meto, pero entonces ¿dónde se va a guisar? Y ya no digo un caldo gallego como Dios manda, sino una simple tortilla.

Mientras la acompañaba al lugar del conflicto, procuré explicarle que se trataba de un cambio provisional, y para dar mayor verosimilitud a mi aserto me apliqué sin demora a despejar la mesa y a trasladar libros y cachivaches a su lugar de origen, que (como pasa siempre en este tipo de mudanzas) no era exactamente el mismo; con lo cual, al depositarlos en otro, se infiltraba el virus de la pérdida.

Remedios, que me seguía los pasos sin dejar de hablar, aprovechó mi actividad, insólita a aquellas horas, para desgranar una serie de consejos, recados y pequeños agravios que almacenaba desde hacía varias semanas.

Total, que a partir de ese momento hasta que abandoné la casa hora y pico más tarde, sin saber muy bien qué dirección tomar, los añicos de todos los asuntos pendientes no hicieron más que reclamar mi atención, sustituyendo cualquier propósito por el de armonizar las sugerencias y reflejos que de cada uno recibía.

Volvía a hacer un calor horrible.

Alrededor del mediodía, llegué con la cabeza hecha un bombo a la terraza del Bellas Artes, pedí un granizado de café y abrí el sobre amarillo de Magda.

Lo primero que salió fue una nota manuscrita de ella:

Te acompaño —decía—, esa fotocopia enviada por mi amiga Emma, la profesora de la Universidad de Barcelona de que te hablé, y que espero entretenga tu estancia en la cama. Me imagino que te interesará saber que Vidal y Villalba no era italiano, como pretendía hacer creer, sino hijo de unos humildes menestrales de Barcelona. Bueno, y muchos más detalles, todos bastante sabrosos, sobre las andanzas de tu querido embustero. No te quiero destripar el cuento. El único inconveniente es que el artículo viene en catalán, y no me acuerdo si este idioma se cuenta entre los que dominas. De todas maneras, caso de que necesitaras un diccionario de catalán, llámame, porque yo tengo uno y no me cuesta nada llevártelo. Que te mejores y un abrazo, Magda.

Había también una ficha manuscrita sujeta a la fotocopia con un clip. La caligrafía era diferente, más apaisada. Decía:

Del libro Vuit segles de cultura catalana a Europa, Ed. Biblioteca Selecta, Barcelona, 1958, págs. 159-166. Siento haberme retrasado en mandártelo, pero es que ando loca de trabajo. Ojalá le sirva a tu amiga. Afectuosamente, Emma.

—Perdone —me dijo el camarero, que acababa de salir con el granizado de café—. Si no retira un poco los papeles, se le van a ensuciar. El velador es pequeño.

—Sí, y asienta mal —dije, mientras trataba de dejar libre algo de espacio.

—Bueno, eso tiene arreglo.

Me hice un poco de lío con el bolso y los papeles, algunos de los cuales se cayeron al suelo. Me agaché a recogerlos y mis manos se rozaron con las del camarero, que se había arrodillado para afianzar la base del velador con la solapa de una caja de cerillas.

Salí a la superficie, sofocada y resoplando.

—Cuando se ponen las cosas de mal través… —refunfuñé.

—Tranquila, mujer, no te pongas nerviosa —sonrió el chico, a quien nuestro breve encuentro bajo el velador parecía haberle dado pie al tuteo—. Son cuatrocientas, si no te importa pagarme ya. Pero tranquila, no hay prisa.

Yo acababa de leer el título del artículo y no sabía a qué atender.

—Si estoy tranquila —dije, mientras sacaba el monedero—. Lo que pasa es que todo son puntas de iceberg.

El camarero se echó a reír.

—No estaría mal, con el calor que hace. Aunque me figuro que será una metáfora.

—Pues sí, hijo, más bien —sonreí—. ¿Te gustan las metáforas?

—Bueno, las practico en mis ratos libres. Ayudan a aguantar marea. El gremio nuestro anda plagado de poetas, a poco que te fijes lo notarás —dijo, mientras recogía la bandeja.

—Ya. Ya me había fijado.

Le dejé una buena propina. Enseguida lo llamaron de otra mesa y yo volví a mi tarea con avidez. El artículo fotocopiado se titulaba «Lluís Vidal, catalá extravagant», y ofrecía un comienzo muy estimulante:

Extravagant, en el sentit etimològic del terme, i extravagant de tarannà, l’aventurer Lluís Vidal és l’exageració d’un tipus molt catalá…

La palabra «tarannà» no la conocía. Me tomé el granizado de café, y tras una breve pausa metí los papeles en el maletín de prestidigitador y me levanté decidida.

«Al fin se le configura un rumbo a esta mañana tan rara», pensé mientras cruzaba el semáforo hacia los impares de Alcalá, donde se inicia la Gran Vía. Gran Vía arriba era lo mejor, no tenía prisa, qué gusto haber dejado el coche en casa, 36 grados marcaba el termómetro luminoso sobre la joyería Grassy. Bueno, en verano es lo suyo. Enfilé la acera de la sombra y caminaba a gusto, mirando de vez en cuando los remates y balcones de los edificios. ¡Qué fina, qué moderna esta avenida cuando la inauguró Alfonso XIII a principios de siglo! Y tan decadente ahora, tan abandonada, tan invadida de cajeros automáticos como de mendigos, esplendor enlatado y miseria en rama. Pero aquellas reflexiones, que ayudaban a remansar el ritmo de mis pasos, no me desviaban del propósito que los encaminaba Gran Vía arriba. Mi meta era la librería de Espasa Calpe. Necesitaba un diccionario de catalán sin pérdida de tiempo. Todas las otras puntas de iceberg desaparecían.