Llegué tarde a la urbanización de mi padre, después de dar mil vueltas. Digo tarde porque se había puesto el sol, no porque nadie me estuviera esperando. En algunos porches había un farol encendido y a través de las puertas abiertas salía el resplandor movedizo y coloreado de las televisiones. Casi todas las calles laterales, de trazado reciente, estaban a medio edificar y abundaban las grúas. No se veía a nadie por allí.
Yo había aminorado la marcha, y mientras surcaba la avenida central, dejando resbalar la mirada por jardines y verjas en busca del número 73 o de un buzón donde se leyera mi propio apellido, me iba ganando una sensación de extrañeza similar a la que transmite el rostro de ciertos viajeros en películas del Oeste. Acaban de bajarse de un tren. Tampoco ellos conocen el terreno que pisan, y por algo que han dicho antes puede suponerse que siguen el rastro de alguien o de una historia olvidada cuyas pistas se presentan confusas. Y se detienen desorientados, con aire de indefensión. ¿A qué han venido? ¿No sería mejor dejarlo?
Casi al final de la avenida había parado un camión de mudanzas y estaban bajando un piano entre dos hombres corpulentos. Un perro enorme con collar de pinchos se puso a ladrar furiosamente de patas contra la verja del chalet hacia donde avanzaban los porteadores del piano. Lo dejaron en el suelo, se consultaron indecisos y le dijeron algo al chófer, que asomó la cara y luego una mano gesticulante por la ventanilla de la cabina. En ese momento salió corriendo del chalet un niño rubio como de ocho años, que empezó a gritarle al perro y a tirar de él hacia dentro. Era mi hermano Esteban. Paré el coche y me bajé.
A medida que me acercaba, el perro parecía más grande y sus dientes más afilados. Impresionaba que un niño tan delgadito se atreviera a agarrarlo por el collar o a intentar convencerlo de nada.
—¡Quieto, Fiero! ¡Aquí, Fiero! —chillaba—. ¡Mamá, sal, que traen el piano!
—¡Y tan fiero! —dijo uno de los hombres—. ¡Jolín con los elementos disuasorios que se gasta esta gente! Oye, guapo, ¿por qué no lo atas?
—Si no hace nada. Es sólo para asustar. ¡¡Mamá!! En cuanto te conoce no hace nada. ¿Verdad, Fiero?
—Menos mal —comentó el otro—. Pues dile que yo me llamo Juan, ¿o tenemos que enseñarle el D.N.I.?
—¡Transportes Martínez, S.A., que eso igual le parece cosa más seria! —añadió el chófer desde la cabina, con acento marcadamente cheli—. ¡Adelante, colegas, que ya parece que lo tenemos dominado!
Los ladridos, efectivamente, remitían, y los dos hombres, entre risas, volvieron a cargar con el piano. Era de madera oscura, no muy grande. Yo me oculté a medias detrás del camión.
Montse, en vaqueros y con una camiseta escotada, acababa de aparecer en el porche, y tras dar las luces de fuera, algunas de las cuales surgían del césped, se llevó al perro para encadenarlo en una argolla del fondo. Luego vino y se puso a capitanear la expedición del piano a través del jardín, encareciendo a los transportistas con voz autoritaria que tuvieran cuidado y avisándoles de los desniveles del terreno, cables, montículos y escalones donde podían tropezar. Ella misma, que iba andando hacia atrás, a mitad del camino perdió el equilibrio y cayó sentada sobre un arriate.
Apareció en el porche otra figura, pero no era papá, sino una mujer más o menos de la edad de Montse, tal vez alguna amiga. Llevaba el pelo cortado a lo chico y minifalda.
—¿Te has hecho daño? —preguntó con voz aguda.
Pero Montse ya se había puesto de pie y se sacudía los pantalones.
—¡Malditos cables! —dijo de mal humor—. No ha sido nada. Dile a Gregoria que abra las puertas de atrás, que el piano lo vamos a meter por la cocina.
—¡Yo también voy! —dijo Esteban—. ¡Espérame, tía Loli!
Echó a correr hacia el porche y desapareció en el interior de la casa, detrás de la chica de la minifalda. Era un chalet de dos pisos bastante pretencioso y llamativo. Con él se acababa, por el momento, la urbanización. Luego sólo había un conato de calle y desmonte. Salí de mi escondite, rodeé la verja y me puse a fisgar desde aquel lado. Siempre me ha encantado fisgar y cambiar de perspectiva. No era muy probable que me viera Montse, tan embebida en su tarea, pero no dejaba de haber algún peligro. Me agaché un poco.
El jardín era muy grande, notablemente mayor que el de las otras casas, y estaba decorado un poco en plan de «mírame y no me toques», tal vez bajo la batuta de algún diseñador de exteriores fascinado por las páginas de House and Garden. Me imaginé a Montse señalando una de aquellas páginas satinadas («¡Yo quiero un rincón como ése, igualito!»), y discutiendo luego con papá el presupuesto. Había un par de estatuas bastante horribles, bancos de hierro forjado y un balancín con toldo. Una gruta de piedra artificial, que no venía mucho a cuento, lanzaba desde una especie de concha hilos de agua a la piscina en forma de habichuela. No guardaba relación en absoluto con el estanque de agua verdinosa que yo había visto en mi sueño, ni apareció por ninguna parte el agujero negro vomitando porquería, a pesar de que lo busqué afanosamente, casi con inquietud, como cuando se nos escapa de las manos o de la memoria un argumento fundamental. «Creo que es lo que habría dado sentido a mi visita —pensé—, ya sé a lo que venía, a encontrar el agujero negro y explorarlo».
Me quedé mirándolo todo a través de los hierros de la verja, sin que nadie parara mientes en mi presencia, hasta que el cortejo dio la vuelta a la fachada y se apagaron las luces del jardín. Entonces comprendí que tardarían en volver a salir, me moví, doblé la esquina y, aprovechando que la puerta había quedado abierta, entré cautelosamente. Miré hacia atrás. El chófer ya no estaba en la cabina. Avancé procurando no tropezar con ningún cable y me senté en el balancín, que tenía unos almohadones muy mullidos. En el cielo pálido había empezado a parpadear la primera estrella, suspiré hondo y me puse a columpiarme. ¡Qué gusto!, nadie podía suponer que estaba allí. «Me he metido en un cuento», pensé. Me sentía cansada, pero tan libre y desligada de todo como cuando se deja en el suelo un equipaje pesado después de aguantarlo a cuestas muchas horas. ¿Cuántas horas llevaba despierta? Ponerme a echar la cuenta y notar que se me caían los párpados fue todo uno. Don Luis Vidal y Villalba, con bata blanca de dentista, se deshilachaba entre nubes remotas, quiso decirme algo pero no le salía la voz, luego se convirtió en una espiral de humo.
Me devolvió a la realidad la intuición de una presencia cercana alertada por los ladridos que enseguida cesaron y el zumbido de un motor al arrancar. Abrí los ojos. Esteban, clavado de pie delante de mí, me contemplaba como a una aparición sobrenatural. Ya era de noche y el camión de la mudanza se alejaba. Me enderecé. Estaba casi tumbada encima de los almohadones y sentía hormiguillo en una pierna doblada en mala postura. Me la empecé a frotar.
—¿Por qué te has quedado dormida en el columpio? —preguntó Esteban—. No es tuyo. Esta casa no es tuya. ¿Quién eres?
—Soy tu hermana.
—Mentirosa. Eres muy mayor. Y no eres rubia. La de la foto es rubia.
—El pelo se oscurece con los años.
Se quedó pensativo.
—O se puede pintar. Mi mamá se lo pinta. Se pone mechas.
—Pues yo no.
Me agaché a recoger un zapato que se me había escurrido. De dentro del chalet llegaban voces alteradas. Ninguna era la de papá.
—Pero eres tonta —dijo Esteban—. Y una mentirosa.
—Mentirosa asquerosa, / tonta ni un pelo, / me vuelvo mariposa, / mira, levanto el vuelo.
Me levanté y empecé a agitar los brazos como si fueran alas. El verso me había salido de un tirón con tonillo de saltar a la comba. Cuando hacía «entrerrock», las letras las inventaba siempre así, casi sin darme cuenta, la música me costaba más. A Esteban lo tenía alucinado. Tardó en reaccionar.
—¿Y esa canción?
—Me la acabo de sacar de mi cabeza.
—¿De verdad?
—De verdad no, porque soy mentirosa. ¿No hemos quedado en eso?
Me sonrió por primera vez.
—Pues inventa otra, anda. De relojes.
—¿De relojes? De relojes no se me ocurre. Reloj sólo puede rimar con boj. Por cierto, ¿qué hora es?, he olvidado el reloj escondido en el boj, mi corazón se agita, ay hermano pequeño, llego tarde a la cita que tengo con el sueño; se acabó la visita.
—Jo, te sale todo seguido, qué tía. ¿Por qué no hacemos un verso a medias? No te pensarás ir, ¿verdad?
—Creo que sí, porque estoy cansada. He venido de Londres hasta Las Rozas y ahora me quieren meter en la cárcel. ¿No estará tu padre en casa por casualidad?
Empezó a dar vueltas a la pata coja y a sacarme la lengua.
—¿Quieres que te proteja de los polis?
—Eso mismo, qué listo eres.
—Pues no está, pero están mamá y la tía Loli.
—No me sirven. No creo que se quieran meter en nada de polis, ¿a ti qué te parece?
Del chalet seguían viniendo voces de disputa. Ahora se habían encendido las luces del piso de arriba.
—Que no —dijo Esteban—. Mamá está enfadadísima. Es que, ¿sabes?, han traído el piano.
—Ya. Venía yo en la cabina con los del transporte, por eso lo sé, guiando venía.
—¡Mentira! El chófer era gordo.
—Bueno, tampoco me van a meter en la cárcel, hemos quedado en que miento, ¿no?
Se encogió de hombros, enfurruñado.
—Contesta, ¿sí o no?
—¡Qué pesada eres! ¡Sí! Pero contesto porque quiero, para que lo sepas, no porque me lo mandes tú. ¿De qué te ríes?
—De que yo cuando era pequeña decía eso mismo. Venga, ya no miento más, no pongas cara de rabieta. ¿Por qué está enfadada tu madre? ¿Porque he venido yo?
—¡Qué va! Ni te ha visto. Porque han rozado un poco el piano al meterlo y porque no llega papá. Ella quiere que tenga mucha ilusión con lo del piano.
—¿Lo vas a tocar tú?
—Ni hablar, yo quiero ser batería. Lo tocaba ella de pequeña y luego por navidades en el pueblo de los abuelos, villancicos, tangos y «Para Elisa», lo han tenido allí hasta ahora porque en la otra casa no cabía, era más pequeña que ésta, pero a mí me gustaba más porque estaban Manolito y Lauri.
Dentro del chalet se había elevado el tono y la agresividad de las dos voces femeninas.
—¡Métete donde te llamen!, ¿has entendido? —se oyó gritar claramente a Montse.
—¡Pues no me llames y en paz! ¡Como si fuera un plato de gusto venir hasta aquí! Me hartas, te lo juro —dijo la otra—. Me voy.
—Pero no se va —aclaró Esteban mirando hacia la casa—. Siempre están igual. Es por lo del piano, no saben bien dónde ponerlo. Y luego porque la tía Loli dice que a ver si mamá ahora tiene paciencia para practicar todos los días, y aprender cosas más modernas, la tía Loli es muy moderna, se ríe y a mamá la pone nerviosa. Bueno, yo también, todo la pone un poco nerviosa. Es que está adelgazando, ¿sabes? Ahora Gregoria nunca hace dulces para que a ella no le dé envidia. Oye, ¿no tendrás algún caramelo?
—Caramelos no; chicle, me parece. Espera. Voy a ver.
—Chicle también me gusta.
Se acercó a mí y miraba dentro del bolso mientras yo lo revolvía. Le di el chicle, que salió enganchado en el cierre de un collar roto, dice Tomás que mis bolsos parecen el maletín de un prestidigitador.
—Toma, de fresa.
Le quitó el papel de plata y se lo metió en la boca.
—¿Y nada más? —preguntó mientras masticaba—. ¿No me has traído ningún regalo más? Pues vaya una hermana.
En vez de contestar, volqué el contenido del bolso encima de los almohadones del balancín. Apareció una calculadora pequeña que nunca había llegado a usar. Era dorada, en forma de polvera. De esas compras estúpidas que se hacen en los grandes almacenes una tarde de depresión. Se la enseñé y la miró atentamente.
—¿Qué te parece?
—Bien, tengo otra pero no mola tanto. ¿Me la das?
—Bueno.
Vi que la abría, apretaba los botoncitos y empezaba a manejarla con toda soltura. Luego se aburrió, se la guardó en el bolsillo y se puso a dar vueltas a mi alrededor, mirando cómo volvía a meter las cosas en el bolso.
—Pero lo que más me gusta —dijo— es cuando haces versos.
En ese momento se oyó una voz potente al fondo del jardín.
—¡Esteban! ¿Dónde te metes? ¡Ven a cenar!
—Es Gregoria —dijo él—. Voy a decirle a mamá que estás aquí, ¿vale?
Y arrancó a correr hacia la casa. Esperé a verlo desaparecer en el porche, y me escapé furtivamente, pegada a las tapias, camino de mi coche. No podía explicarme por qué tenía tantas ganas de llorar.
El regreso con su correspondiente extravío por calles, rotondas sin señalizar y descampados a oscuras convirtió en leve el peso de la melancolía, al echarle encima el de la repetición como condena, otra vez dando vueltas, siempre igual, perdida, sin saber por qué hago lo que hago, tomando indecisiones, qué pesadilla. ¿Cuándo despertaré? «Cuando la ciudad sea murmullo de cenizas cociéndose allá abajo y vengan limpios todos los arroyos». ¿Quién había dicho eso dentro de mí? No recordaba que fuera fragmento de ningún poema conocido, pero me gustaba, así que me detuve, encendí el intermitente y lo apunté en una agenda que saqué de la maleta del prestidigitador, en una zona que titulo «EXCRECENCIAS». Pero fuera estaba muy oscuro, no pasaba nadie, sólo había unos cuantos edificios solitarios y tuve miedo. «Siempre se tiene al final de las pesadillas, eso indica que te vas a despertar», me dije para tranquilizarme.
Así que cuando descubrí en la acera de enfrente a una chica que se apeaba de un coche y decía adiós con la mano a alguien que se había quedado al volante esperando verla entrar en su portal, toqué la bocina repetidamente y bajé la ventanilla.
—¡Oiga, por favor! ¡Oiga!
El conductor volvió la cabeza. O sea que me había oído, que le traspasaba a otro mi pesadilla. Me miró como si no diera crédito a sus ojos, se bajó del coche y cruzó la calzada.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó.
—Pues ya ves, espiarte.
Le vi en el rostro ese agotamiento de quien se esfuerza por encontrar una explicación después de haber dado muchas a lo largo del día. Y las que le faltaban cuando llegara a casa. Me dio pena.
—Bueno —dijo—, es una chica que trabaja conmigo, no te vayas a creer.
Estaba evidentemente turbado. Me eché a reír.
—Pero papá, por Dios, si yo no creo nada, ¿me ves cara de Sherlock Holmes?, no pierdas el sentido del humor. Y vete a tranquilizarla, anda —añadí con los ojos fijos en la acera opuesta—, que nos mira un poco mosca. Si no quieres confesarle que tienes una hija de mi tamaño, dile que se trata de una automovilista perdida. Las dos cosas son verdad.
—Bueno, te lo agradezco. Pero espera.
Tanto la voz sumisa con que lo había dicho como sus andares hacia el portal donde la chica, efectivamente, parecía mantenerse a la expectativa, me parecieron los de un niño en apuros que obedece el consejo de un adulto. Mis esperanzas, ya bastante problemáticas, de encontrar consuelo y apoyo en aquel señor se volatilizaron. Pero persistía un poso de ternura hacia su garabato familiar, su voz era la misma, sus hombros se alzaban como siempre, andaba igual, las gafas más bien sucias, el tic de apretar la mandíbula, y yo seguía siendo una especie de coraza para él, desde niña supe que era más débil que mamá.
Incliné la cabeza hacia mis manos y fue como si reapareciera entre ellas un timón invisible. Tragué saliva. No quería mirar hacia el portal ni enterarme de si tardaba mucho o poco en despedirse de aquella chica. Fumar tampoco. No estaba nerviosa, sólo cansadísima, pero dispuesta a no cargar mi cansancio sobre el suyo. Ya tenía costumbre.
Cuando volvió, le recibí con una sonrisa, pero no le invité a sentarse a mi lado, y me pareció que lo agradecía. Se apoyó ligeramente contra la portezuela.
—En fin… Hay días de prueba —dijo, ya sin tapujos, como un niño pillado en mentira.
—Y que lo digas, jefe. Déjame que te limpie las gafas, anda, que eso te puede ayudar a ver las cosas más claras.
Las solía perder mucho, aunque tenía otros dos pares de repuesto, y siempre sucias, a veces nos las alargaba a mamá o a mí en cuanto le mirábamos con un gesto especial, «¿cómo seré tan calamidad?», decía. Me las tendió y se frotó los ojos. Se tenía que estar acordando. Las de ahora iban montadas al aire. Le habían aumentado las dioptrías.
Intercambiamos a través de la ventanilla unos datos escuetos y fragmentarios acerca de nuestras situaciones respectivas ofuscadas por la fatiga, y quedó claro —cuestión que parecía preocuparle un poco— que yo a Montse no la había llegado a ver. Luego trató de perderse en explicoteos insustanciales, pero a mí aquello me aburría. Eran más de las once. Le aconsejé que reservara algunas energías para cuando llegara a casa, que le iban a hacer falta. Conmigo estaba cumplido.
—No gastes saliva en balde, papá. Te esperan un piano, una cuñada con minifalda y los nervios de Montse. Mira a ver cómo te han quedado las gafas. ¿Bien?
Se las devolví y se las puso.
—Buen trabajo, gracias.
—Pues, entonces, ciao. Sólo te pido un favor que te hará perder pocos minutos. Sírveme de guía con tu coche para salir a la carretera general. Estoy como perdida en un poblado indio.
—No faltaba más. Pero antes dime, hija, ¿venías a algo concreto?
—Creo que no. Tal vez a preguntarte si te sigue gustando resolver crucigramas difíciles.
Puso su mano sobre el brazo desnudo que yo apoyaba en la ventanilla.
—Ya no. Para qué te voy a engañar. Me marea todo lo difícil.
—O sea que te pasas el día mareado, supongo.
—Más o menos. ¿Y tú?
—Depende de las horas, de los ruidos y del color del cielo. Pero los crucigramas me siguen ayudando mucho. Sobre todo inventarlos.
—Quiero decir que si estás bien.
—Muy bien, papá, tranquilo. Otro día hablamos… Oye, sólo una cosa, ¿de qué murió mamá?
Se quedó muy sorprendido.
—De un aneurisma. Ya lo sabías, ¿no?
—Sí, pero es una palabra tan fea. No le pega a ella, y además…
—Además, ¿qué?
—Quiero decir que si se cayó de repente al suelo y punto.
—Pues sí, no hubo tiempo ni de llamar a una ambulancia, eso dijo Rosario, que estaba con ella.
—Pero habrá un parte médico, supongo. ¿No le hicieron la autopsia?
—No que yo sepa —dijo papá, desconcertado—. ¿Qué estás pensando?
—Nada, como yo no estaba en Madrid, me imagino que te acuerdas, y no llegué a tiempo de verla viva…
—¡Claro que me acuerdo! Pero creí que habrías hablado con Rosario.
—Pues no, es un asunto pendiente, de los muchos que tengo, me ha dejado recados más de una vez…, bueno, muchas, pero me da pereza verla.
La presión de su mano en mi antebrazo se hizo más intensa.
—¿Sólo pereza?
—Pereza o lo que sea. Déjalo.
Lo había dicho con voz cortante e intempestiva. De repente me acordé de Ramiro, del frunce de mis labios reflejado en su mirada irónica; me paso la vida a la defensiva sin saber si hago daño o no, haciéndomelo a mí misma. Papá se encogió de hombros y retiró su mano.
—Tú te lo dices todo, hija —comentó abrumado.
Me sonó la alarma roja: crispación incipiente.
—Perdona, papá. Es que no soy capaz de marcar aquel número de teléfono. Comprendo que son delirios y ya los venceré, pero como me negué a verla muerta, mientras no llame le estoy echando pan a la esperanza, ¿entiendes? Creo que me va a salir su voz, es la voz lo que más se resiste a morir, el alma al fin y al cabo.
—Y sin embargo, acuérdate, la voz de mamá algunas veces te ponía nerviosa.
—Pues ya ves, lo que son las cosas. Ahora daría lo que no tengo por oírla. Me conformaba con cinco minutos, aunque fuera para echarme una bronca. Que además, por desgracia, no me las echaba nunca.
Había bajado los ojos y la pausa que siguió no me pesaba. Pero tampoco pedía más respuesta que el silencio. Noté que se había vuelto a acercar.
—Mírame —dijo inesperadamente.
Le obedecí y en aquella mirada se disolvieron todos los argumentos de la tarde.
—Yo tengo más suerte que tú —dijo serio—. Sigo oyendo su voz al oírte a ti. Y viéndola al mirarte.
Abrí la portezuela, me bajé y nos abrazamos muy fuerte. Hay gente que no huele a nada, y otra a quien se reconoce por el olor. Papá olía como siempre, no se sabe a qué. Me empezó a besar el pelo y temblaba un poco. Nunca me había besado así. No me soltaba. «Estoy dispuesta para pasar la prueba de hablar con el abuelo. Ahora mismo soy ella», pensé. Y hubo como un triunfo en aquel reconocimiento. Le acaricié el cogote y me separé dulcemente.
—Vamos, papá, que si se asoma la vecina de ahí enfrente, lo de que soy una automovilista perdida le va a sonar a cuento chino.
—No creo que sea de las que se asoman —sonrió—. Y además me da igual.
—Por si acaso… Venga, sheriff, ¿me sacas del poblado indio?
—Sí, forastero. Que tengas suerte —dijo—. Al llegar a aquellas montañas encontrarás un caballo de repuesto.
La carretera general estaba cerca. Me precedió hasta ella y me dijo adiós con la mano, antes de enfilar una curva que le devolvía al poblado indio.
Yo, por mi parte, esperé al primer cartel de «cambio de sentido» y di la vuelta. Yendo hacia El Escorial, me separaban pocos kilómetros de la residencia del abuelo. Era otra zona del poblado indio, tal vez la más remota y peligrosa. Ya estaba cerca de las montañas, pero no vi el caballo de repuesto. Cuando llegué, casi todas las luces estaban apagadas. Di las del coche, sin entrar del todo en el jardín escuálido, y hurgué en el maletín del prestidigitador. Siempre llevo un bloc y sobres, por si acaso. Escribí dos cartas breves. La primera decía:
Estimado amigo: han pasado varios días desde nuestra conversación. Creo que empiezo a considerarme preparada para el juego que me propuso, o mejor vamos a llamarlo experimento. Como preludio, y aprovechando que también mi letra (no sólo mi voz) se parece a la de mi madre, podría Vd. entregarle al abuelo Basilio la carta adjunta, si le parece oportuno. Se la incluyo en sobre abierto para que la lea y juzgue al respecto. Espero su llamada. Afectuosamente, A. S. L.
Querido padrito —rezaba el texto de la otra—: perdona que haya tardado tanto en tomar contacto contigo, pero he estado ausente mucho tiempo en un país donde funcionan mal los correos. Me ha ido muy bien, mis cuadros empiezan a cotizarse en las galerías del Soho, en Manhattan; he vendido cuatro. Pero además estoy enamorada, y ya sabes que el amor nos vuelve egoístas. No tardaré en venir a verte, de todas maneras. Te quiere, Tu hija.
Salí del coche sigilosamente y crucé el jardín mirando a todos lados. Nadie. Había luna llena. En el sobre de fuera había escrito «Ramiro Núñez». En el de dentro nada. Subí de puntillas los escalones, y en un buzón pintado de verde que se destacaba a la derecha bajo la Virgen del Perpetuo Socorro, eché el doble mensaje. Cantaban los grillos.
«Ya me puedo olvidar por ahora de este asunto», pensé con alivio, al enfilar de nuevo la carretera general. Llegué a casa cansadísima.