IX. PARADA EN LAS ROZAS

Aunque llevaba más de treinta horas sin pegar ojo, me funcionaban bien los reflejos, pero una vez dejadas atrás las salidas para El Plantío y Majadahonda, la intensa sospecha de estar viviendo una alucinación me hizo apelar a todas mis dotes de sensatez para contrarrestarla. Estaba llegando a Las Rozas y los carteles de Leroy Merlin, materiales de construcción, Európolis y Campsa me mareaban al superponerse falazmente sobre otro cuadro cuyo escenario había sido el mismo, aquella partida de caballería escoltando a un reo de costado que dijo llamarse don Luis Vidal y Villalba, y al que acababa de dejar con grillos en los pies y delirando en la cocina de mi casa.

Abandoné la carretera general y me metí por el pueblo de Las Rozas, aunque el plano de mi padre dejaba claramente especificado que aquella ruta no era la conveniente para llegar a la urbanización. Es más, había dibujado —uno al lado de otro y separados por una rayados itinerarios diferentes cada cual con sus flechas y crucecitas y ése, titulado de su puño y letra como «opción nº 1», estaba tachado con una equis roja, recuerdo el rotulador gordo que sacó y cómo lo cambió luego por el bolígrafo para escribir debajo: «pista engañosa», yo entonces no reconocí las palabras ni me esforcé en ello, era poco capaz de esfuerzos en aquel momento, me daba todo igual, pero sí me gustaba que él hubiera prescindido de otras solicitaciones para ocuparse de mí. Fue en un aparte que hizo conmigo a la salida del cementerio, sorteando el lío de coches que intentaban arrancar, acababa de decirle yo que por favor durante algún tiempo no me llamara, que necesitaba estar sola. «De verdad que iré a verte, papá, cuando menos lo esperes, ya me conoces. Pero enseguida no». Nos miramos a través de nuestras respectivas gafas ahumadas, y había mucha verdad en aquel borrón de luz compartido que nos aislaba del arrastrar de pasos y voces, del intenso olor a flores condenadas a morir. Su respuesta fue cogerme por los hombros y separarse conmigo de la gente. «Si no te explico bien dónde vivimos, se te hará más cuesta arriba tomar la indecisión —dijo sonriendo—. No es fácil llegar, ¿sabes?, yo todavía, si voy distraído, me equivoco, el teléfono también te lo apunto, pero igual te presentas sin avisar, tú eres de prontos impetuosos». Se sentó en un banco y yo me quedé de pie ante él, mirando cómo sacaba un bloc del bolsillo de la gabardina y lo apoyaba en las rodillas, me emocionó que llevara consigo un bloc y un rotulador rojo y que mencionara los dos polos en torno a los cuales se devana la madeja de mis días: el ímpetu y la indecisión; recorrí con ojos sonámbulos las canas que entreveran su pelo hace ya algunos años, sus dedos siempre ágiles y aquellas líneas raras que iba trazando sin prisa para ayudarme a encontrar cierto camino (se debía haber dado cuenta de que andaba sin brújula), tal vez puente o quién sabe si túnel, daba igual, todos los jeroglíficos sacan de lo estancado y estimulan la aventura sólo con ponerse a entenderlos. Él estaba inventando uno para mí, cuando era pequeña a los dos nos gustaban los jeroglíficos del periódico y yo me quejaba de que eran demasiado fáciles, me acuerdo del olor a periódico de los domingos, de mis ganas de conocer a la gente que venía retratada en los periódicos, de ser mayor, de irme de viaje sin meta, me encantaban las películas de jóvenes que se pasaban la vida en la carretera haciendo autostop. Papá trabaja en una empresa de diseño publicitario, ahora gana mucho, pero cuando se hizo novio de mamá los dos querían llegar a ser pintores famosos, ella perseveró, luego él estuvo algún tiempo de delineante con un arquitecto, son anécdotas que pertenecen a la prehistoria. Con mi llegada al mundo parece que se acabaron los sueños de vida bohemia y se debió iniciar ese ruido de carcoma que cimenta todas las discusiones a puerta cerrada cuyo gas venenoso se fugaba por la ranura de abajo, argumentos ilógicos, fraguados de mala manera y arrojados al vertedero de mi memoria, un archivo donde nadie ha entrado a poner orden. Pero cuando papá se pone a dibujar —pensé aquel día—, todo se disipa como un mal sueño y nadie tiene edad ni al mañana se le ven dientes de amenaza, suena una música perezosa, nos hemos levantado tarde los tres y huele a café, es domingo.

Podía haberle dicho que ya casi nunca me entran «prontos impetuosos», haberme sentado en aquel banco y echarme a llorar abrazada a su cuello por todo lo mezclado, lo roto, lo incomprensible, por tantos jeroglíficos sin resolver. Pero no me moví ni saqué las manos de los bolsillos de la chaqueta, recuerdo el tacto del llavero, un san Cristóbal en relieve. Luego él se levantó, me dio un abrazo y me entregó el papel, encareciéndome que no lo perdiera. «Descuida, no lo perderé». Montse ya estaba reclamando su compañía desde lejos, inquieta porque llevaba algunos segundos sin localizarlo, «Ismael, por favor, Ismael», ni en un entierro es capaz de mantenerse en una zona discreta de penumbra; y ya se acercaba a pasos menudos mientras yo recogía la hoja del bloc, la doblaba parsimoniosamente y aquel mar de fondo entre mi padre y yo se ensombrecía acorralado por el paréntesis negro de nuestras gafas, más insondable cuanto más tardábamos en despedirnos, como un bosque secreto e inquietante cuyos peligros nos unían y al que ella jamás podría bajar ni asomarse siquiera por mucho que agitara una mano y elevara la voz intentando desviar nuestra atención hacia un problema baladí relacionado con cierto coche que estaba impidiendo la salida de otros si no lo movían pronto, papá dio un paso vacilante en aquella dirección, ¿qué coche?, ella dijo «el Volvo, Ismael, nuestro Volvo» y sonó a obscenidad en sus labios pintados de un carmín muy oscuro. Detrás de ella venían acercándose como a cámara lenta otros grupos de personas, tal vez no todas pertenecientes a nuestra ceremonia, hay gentes que se filtran de otras historias, como se mezcló Vidal y Villalba con el obispo de Mondoñedo, llegan en trance de extravío, miran alrededor y antes de preguntar nada se ponen a llorar sobre un hombro equivocado que duda entre sacudirse al intruso o aceptarlo como miembro que es de un duelo universal, al fin y al cabo todos los ausentes ya sea por leucemia, vejez, accidente de coche, cáncer o navajazo tienen en común que brillan por su ausencia y que dejan una orfandad parecida, el mismo rastro de perplejidad.

En los entierros siempre impera esa impresión de desconcierto, la sensación de estar rondando arenas movedizas, y lo angustioso es que no se sabe quién coordina la expedición ni se conocen bien sus pautas; jamás los vivos se han mirado unos a otros con tanta avidez por descubrir a alguien que tenga aspecto o ademanes de capitán. Cualquier paso en falso puede llevarnos a girar en espiral hacia una meta imprevisible, aglomerados con víctimas de las que no querríamos saber nada, pero que se atropellan pegadas a nuestro flanco.

Me costó mucha pena doblar la hoja de bloc, guardarla y articular un «gracias, adiós, papá» que no dejara traslucir emoción alguna, en lugar de besarle junto a la oreja y decirle bajito: «no te vayas, por favor, deja en paz a Montse, no le hagas caso ni te dejes secuestrar por ella, qué pinta Montse aquí, vamos a tomarnos ahora mismo un café, escapemos a uña de caballo, si echo a correr, ¿me sigues?». Pero sólo dije gracias y adiós.

Me he pasado más de media vida diciéndoles a mis padres cosas que no tenían nada que ver con las que hubiera querido decirles, educando mi voz para que se acoplase a una traición que fue dejando de serlo a medida que se debilitaba la voluntad, cediendo a los pactos de disimulo y medias verdades que la relación entre ellos proponía a modo de paliativo insensible para aliviar la inquietud sin hurgar en sus causas. Aprendí desde edad bastante temprana a mirarme en aquel espejo oblicuo donde mi rostro asomaba a medias tapado por el de ellos, pero no me di cuenta de que estaban torcidas las sonrisas hasta que empezó a reflejarnos solas a mamá y a mí con la sombra de él al fondo. Yo intentaba borrar aquella sombra, la frotaba con rabia una vez y otra vez, pero reaparecía como la mancha de sangre en la llave de Barba Azul, y dentro del espejo se congelaban los gestos, nada era verdad, a todas las sillas les faltaba alguna pata, no corría el aire, en los estantes había ceniza en vez de libros, mi cara era azul y las figuras se ladeaban como esos muñecos que no asientan bien y están a punto de caerse. ¿No sería —empecé a pensar— que casaban mal unas con otras desde siempre, y que mejor estaríamos cada cual por su cuenta, como ella solía decir, a la conquista de la propia ración de aire? Mamá se quedaba mirando por la ventana cuando dejaba caer esa propuesta teñida del color de sus pinceles, amarillo bilioso, nacarado o granate, y a mí se me encogía el corazón ante su perfil agudo de pájaro impaciente. «¡Que no se vaya —pensaba—, que no eche a volar!», luego todo volvía a estar como antes, aunque aquel aviso podía repetirse inopinadamente, y se sabía. Pero qué difícil es buscar la propia ración de aire, aguantar el aire libre cuando te has aficionado a los paños calientes, abandonar la cueva sin rencor y sin daño, resignarse a olvidar lo que no se ha entendido.

De todas maneras, acabé comprendiendo —aunque me costó— hasta qué punto se había distorsionado mi imagen dentro de un azogue empañado por oscuros vicios de origen que yo heredaba a ciegas, sin culpa ni alegría. Y un día dije ¡basta! y rompí aquel espejo. Pero lo rompí mal, porque sus añicos se me siguen clavando. No los supe barrer. Nunca han servido para gran cosa mis prontos impetuosos. Seguramente era de eso de lo que me apetecía hablar con papá. Aunque sabía que no iba a hacerlo.

Paré el coche en la primera placita donde encontré un hueco y me bajé a tomar un poco el aire que empezaba a correr. Hacía menos bochorno que el día anterior. Me senté en la terraza de un bar, pedí una cerveza y saqué del bolso la hoja de bloc. Debajo del itinerario tachado con una equis roja decía: «Pista engañosa. Por ahí te pierdes seguro». Bueno —suspiré—, me había metido por la pista engañosa, no es una situación desconocida para mí y tiene su aliciente porque invita a reflexionar. En todos los juegos infantiles, en los cuentos de hadas, en las adivinanzas, hay una o varias pistas engañosas. Y más tarde también en las novelas policiacas, y en la investigación judicial y en las conjeturas sobre la conducta sospechosa de un amante. Contraponer la verdad al engaño es el juego por excelencia, aunque difícil: o nos engañamos o nos engañan.

Pero además hay varias partidas simultáneas que se juegan en el mismo tablero, nunca estamos atendiendo a una sola, aunque parezca que sí. Por ejemplo, si yo me seguía metiendo en averiguaciones sobre un aventurero del siglo XVIII y sus mentiras, ¿no era para escurrir el bulto de otra pesquisa pendiente y mucho más sinuosa, que interfería aquélla? Por eso me había perdido y había tenido que detenerme a recapitular; un nudo, un cruce de vías, parada en Las Rozas.

La cerveza estaba muy fresca y me encontraba a gusto. Pedí otra. Las Rozas ya no es un pueblo, sino un distrito anexionado a Madrid, y construcciones del XVIII, si las hubo, no queda ninguna. Miré alrededor, cafeterías, un supermercado, un buzón amarillo, una pareja de mulatos, chicos en moto, una señora con su perro, coches mal aparcados, como en cualquier barrio. Todo era un espejismo engañoso, ni siquiera como decoración de teatro me servía para evocar la llegada de una partida de caballería escoltando a un preso a quien se espera en la Corte con recelo porque se sospecha que es muy peligroso, que ha conspirado en Londres con jesuitas rebeldes, que pudo conocer a Tupac Amaru y sus partidarios, y hay que someterlo a tortura para que confiese, pobre don Luis. La verdad que yo iba percibiendo y me hacía compadecerlo, los ministros de Carlos III no la sabían ni se la arrancaron tampoco nunca a aquel reo incapaz de transitar por caminos que le apeasen de lo ilusorio, enredado ya al llegar a Las Rozas en una maraña de espejismos. Tal vez no habría consentido que yo me acercase a él y le arrancara la máscara de conspirador. Lo hubiera sentido como algo más humillante aún que la cárcel misma.

Pagué la segunda cerveza y me levanté en un estado muy agradable de laxitud, con ganas de decir o hacer algún disparate. Porque era todo tan intrascendente…

Cuando crucé la placita para ir a buscar el coche, se me ocurrió, sin más ni más, preguntarles por don Luis Vidal y Villalba a dos señoras de media edad que estaban paradas delante de un escaparate. Una de ellas se encogió de hombros, pero la otra dijo:

—Querrá usted decir Vidal y Varela.

—Pues no sé, puede que me haya confundido.

—¿Quién es? —quiso saber la otra.

—Sí, mujer, el odontólogo ese que ha venido nuevo. En la calle de allí enfrente, en el número cinco. Pero no sé si habrá cerrado ya la consulta.

—¿Es dentista, el señor a quien busca usted? —preguntó la otra, muy sorprendida de mi silencio.

—Podría ser, antes estuvo preso. Ya sabe usted, señora, que la vida no para de dar vueltas y nos equivocamos mucho. Gracias, de todas maneras.

Me metí en el coche con una sonrisa y me miraron marchar como a una loca total. Pero qué divertido. Andaba por allí una especie de doble del reo dieciochesco, cuyo apellido, bien mirado, era más propio de dentista que de conspirador. Pero yo la dentadura la tengo bien. Puse música antes de arrancar.