VIII. UN GATO QUE ESCUCHA

Había estado un buen rato dudando entre llamar por teléfono o presentarme sin más, y creo que la segunda opción —menos comprometedora por ser la más absurda— se me debió imponer de improviso y sin que yo me diera cuenta, porque hasta llegar a la salida de Madrid por la Moncloa no me acordé de adónde iba. Un taxista me estaba dando bocinazos para avisarme que llevaba mal cerrada la portezuela de la derecha, remedié el desaguisado, le di las gracias con un gesto, y es cuando vi encima de la guantera el papelito amarillo «Visitar a papá» pegado a una hoja de bloc con el plano que me había dibujado él de cómo llegar a la urbanización adonde acababan de mudarse a finales de abril, cuando mamá murió, estaba más allá de Las Rozas. No se trataba de una casa para los fines de semana, me había aclarado en aquella ocasión, sino de una mudanza definitiva, Montse no soportaba los ruidos de Madrid, «pero te vas a pasar el día en la carretera, ¿no?», se encogió de hombros «nada es perfecto, hija, ya lo sabemos, pero tiene sus ventajas», con una sonrisa que al recordarla rezumaba cansancio, sumisión y vejez incipiente.

Me perdí y llegué tarde. No porque me oriente mal, sino porque iba un poco sonada. La madrugada de aquel mismo día, al volver del Residuo, había empezado el cuaderno sobre Vidal y Villalba, y me había dado cuenta de que se abría un periodo —no sabía si largo o corto— en que el insomnio había vencido la cuesta escarpada de los misterios dolorosos para iniciar el camino florido de los gozosos.

Cuando empezó a amanecer estaba tan espabilada que había tenido ánimos para recoger la cocina, la parte más fresca de la casa, limpiarla a fondo y habilitarla como despacho provisional. Traje un flexo que sustituyó a la batidora, y arrimé la gran mesa a la ventana. Nunca se me había ocurrido escribir allí, me parecía un milagro verla despejada de chismes culinarios, convertidos en libros y carpetas, haber sido capaz de crear un espacio tan mío sobre la geografía de otro que nunca dejó de rezumar tedio ni de imponérseme como ajeno. Inventarle nuevas posibilidades era como acariciar a un enfermo abandonado y lograr arrancarle una sonrisa.

Procuré que los objetos que necesitaba y que iba trayendo sin prisa de los otros cuartos compusieran un conjunto armonioso, libros, pisapapeles, el fichero, el reloj, una bandejita para los lápices y hasta un capullo de rosa —cortado de la terraza— dentro de un florero. Gerundio, el gato gris atigrado en blanco y canela, me seguía los pasos maullando y frotándose contra mis piernas. Le puse un cuenco de leche, se la bebió relamiéndose los bigotes y luego de un salto se encaramó a la mesa y se acomodó sobre una Historia del reinado de Carlos III con tal elegancia que no fui capaz de decirle ¡zape! Parecía un tótem. Toda el alma de aquella estancia, poco antes inhóspita, se desperezaba y revivía.

Abrí el cuaderno y me senté. Primero, como preludio, una mención a Tupac Amaru. Durante un rato me mantuve inmóvil, respirando acompasadamente, con los codos sobre la mesa, la frente apoyada en las manos y los ojos cerrados, como si estuviera en oración. No sentía ni gota de sueño pero sí ese aleteo de irrealidad que precede a las sorpresas, de vez en cuando entreabría los párpados, y la luz del flexo resbalando por el lomo aterciopelado de Gerundio parecía enviar en lenguaje cifrado ciertos avisos que encontraban eco en su dulce ronroneo más humano que felino. Hasta que me di cuenta de que era con él con quien necesitaba hablar antes de ponerme a escribir nada, que se había subido allí para escucharme y que si le contaba la historia de Tupac Amaru como a un gato de cuento de hadas, no sólo la entendería sino que tal vez me ayudase a entenderla mejor a mí con la aportación de algún dato secreto. Levanté los ojos y nos miramos.

—De acuerdo —dije—. Petición atendida. Enseguida empiezo, pero espera, a ver por dónde…

Luego me rodeé de los papeles y fichas donde estaban las citas más sabrosas sobre aquella narración preliminar y los coloqué en forma de medio arco entre mi cuaderno y el pedestal de libros sobre los que él se había encaramado. Me miraba preparar aquella especie de baraja de nigromante entornando los ojos verdes y sabios.

—Verás, Gerundio… Bueno, España conquistó América, que era un país inmenso lleno de indios, andaban por allí libres con sus propios ritos y danzas y costumbres, llega Colón con las carabelas y los mete en vereda, según voluntad de los Reyes Católicos, en fin, eso ya lo sabrás, viene en todas las enciclopedias y tampoco quiero alargarme mucho. Transcurren dos siglos, el afán de avasallar a los indios y hacerlos súbditos obedientes del rey de España crece a medida que se descubren más países y más minas de oro, no se da abasto a gobernarlos y venga a mandar allí tan lejos a militares, virreyes y administradores de mano dura que no se entendían bien con los nativos, imposible, es como si yo a ti me empeño en cortarte el rabo para que seas menos gato, surgen una enormidad de problemas. Hemos llegado al reinado de Carlos III, un periodo de la historia, por cierto, sobre el que estás sentado tú y puede que dentro de un rato tenga que pedirte que te desplaces para buscar algún comentario, no, ahora no hace falta, quieto ahí, veo que me vas siguiendo, en cambio yo me estoy armando un poco de lío.

Me di cuenta de algo muy sorprendente. Cada vez que me detenía, el ronroneo de Gerundio, acallado por mis palabras, se reanudaba con acentos progresivamente mimosos, como la protesta de un niño cuando teme que vayan a dejar de hacerle caso. No llega a ser llorar. No creo que exista en el diccionario una voz para describirlo, tiene algo de gemido erótico. Suena como una u encerrada que busca salida por la nariz. De pronto recordé que mi madre lo llamaba «ninfrar», una palabra de las muchas que inventaba ella, yo emitía ese ruido de niña cuando venía a contarme cuentos por la noche y se paraba intempestivamente, tal vez para comprobar si ya me había dormido o todavía no. Allí estaba el primer dato secreto, desenterrar una piedrecita perdida. Acaricié el rabo del gato.

—No ninfres, Gerundio. Estaba simplemente pensando. Puede que no sea bueno pensar demasiado para contar un cuento, pero es que en éste pasan tantas cosas. Perdona, necesito hacer un dibujo.

Me puse a dibujar el mapa de América y el contorno de España arriba a la derecha, para que se diera cuenta de lo lejos que estaban los dos países, de toda el agua que tenían que surcar los navíos para llevar noticias y mercaderías de las colonias a Carlos III, el monarca afable y piadoso, generalmente cazando venados en el Pardo. Dibujar mapas se me da bien, me produce un placer especial, la historia no puede entenderse sin la geografía, me alegré de haber traído a la bandejita algunos lápices de colores; en torno a las costas, el azul del mar se intensifica a modo de nimbo.

—¿Te das cuenta, Gerundio, de lo lejos que queda Madrid de Perú? Era un trasiego continuo, barcos y más barcos, pero todos los españoles iban a lo suyo, a hacer fortuna, y el provecho de los indios no le importaba a nadie, se pensaba en ellos como en unos salvajes con plumas, y fue cundiendo el malestar, porque ya no aguantaban tantos impuestos y castigos. La culpa la tuvieron los corregidores, aquí lo dice, «verdaderos diptongos de comerciantes y jueces que habían torcido la vara de la justicia con la del comercio»; y también los empleados de aduanas. Unos niños indios en Arequipa llegaron a dar muerte en sus juegos a otro que representaba con gusto el papel de aduanero, fíjate a qué punto habrían llegado las cosas, te estoy hablando de mil setecientos setenta, no sé por dónde andarías tú en ese tiempo, Gerundio, o convertido en qué.

»Bueno, vamos a Perú, es esta provincia grande que he pintado de amarillo y con sombras marrones en medio: la cordillera de los Andes. Ahí empezaron los brotes de rebeldía, porque a los indios, como dice un informe, «no se les daba respiro a la queja», pero las quejas se pueden escribir, volaban pasquines bien argumentados donde se alababa al gobierno paternal de los antiguos reyes incas, oponiéndolo al despotismo de los corregidores. Entre Tucumán y Cuzco, por aquí, un arriero joven y guapo descendiente de príncipes, propagaba la insurrección echando por el aire papeles volanderos. ¿A que te gusta cómo se van poniendo las cosas? Se llamaba Tupac Amaru, que significa «resplandeciente culebra».

El serpenteo lento y solemne de la cola de Gerundio al oír aquellas palabras me sobrecogió. No me atrevía a mirarle a los ojos. Pero la sospecha fulminante de que ya pudiera saberlo todo no me impedía seguir. Añadía, por el contrario, emoción a mi relato.

—José Gabriel Tupac Amaru, descendiente de las antiguas dinastías del Perú y que había frecuentado la Universidad de Lima, se convirtió en cabecilla de una guerra, que empezó el cuatro de noviembre de mil setecientos ochenta, cuando él mismo le echó un lazo al cuello al corregidor Arriaga, que venía caballero en una mula y le mandó ahorcar. Inmediatamente reclutó gente, se tiró al monte y puso su campamento en escarpadas alturas junto a desfiladeros y ríos difíciles de vadear. Aquí dice cómo era él, te lo leo: «Montaba siempre caballo blanco, usaba traje azul de terciopelo galoneado de oro, y encima la camiseta o "unco" de los indios, cabriolé de grana, sombrero de tres picos, y como insignia de la dignidad de sus antepasados un galón de oro ceñido a la frente, y del propio metal una cadena al cuello con un sol al remate. Sus armas dos trabucos naranjeros, pistolas y espada; de la muchedumbre recibía continuas señales de entusiasmo y reverencia». La guerra duró poco, Gerundio, seis meses, fue muy cruel y la ganaron los españoles, aunque no tan fácilmente como esperaban, por eso se les quedó luego tanto miedo a los indios y a los que apoyaban su propuesta. Enviaron seis columnas con quince mil soldados al mando de un tal don José del Valle, pero Tupac Amaru se les escapaba una y otra vez de entre las manos.

»Cuando por fin lo cogieron, lo pasaron por las armas en la plaza de Cuzco a él, a su mujer Micaela Bastida, a su hijo Hipólito de veinte años y a no sé cuántos parientes y amigos más. Era el dieciocho de mayo de mil setecientos ochenta y uno, te leo el relato de un testigo, aunque es muy triste, a mí, desde luego, se me encoge el corazón:

Cerró la función el rebelde José Gabriel a quien se le sacó a media plaza, allí le cortó la lengua el verdugo y despojado de los grillos y esposas lo pusieron en el suelo, atáronle las manos y los pies con cuatro lazos y asidos éstos a las cinchas de cuatro caballos tiraban cuatro mestizos a cuatro distintas partes, espectáculo que jamás se había visto en esta ciudad. No sé si porque los caballos no fuesen muy fuertes o porque el indio en realidad fuese de hierro, no pudieron absolutamente dividirlo después que por un largo rato lo estuvieron tironeando, de modo que lo tenían en el aire en un estado tal que parecía una araña.

De un salto ágil, casi vuelo, Gerundio se lanzó contra mi regazo desde su pedestal de libros, se hizo un ovillo y empezó a maullar lastimeramente. Yo, inclinada hacia él, le besaba las orejas y le acariciaba el cuello, casi con lágrimas en los ojos.

—Pobre Tupac —murmuraba—. Menos mal que existe la reencarnación.

Luego apagué el flexo porque entraba a raudales la claridad del día y Gerundio se escapó a la terraza. Ya era otra vez el gato vagabundo que se había colado en nuestra casa el verano anterior saltando de tejado en tejado con una pata rota.

Bajé un poco la persiana y me hice un café. Estaba asombrada del ritmo tan distinto con que puede transcurrir el tiempo de unos ratos a otros, a tenor de nuestra buena o mala disposición para colaborar con él.

A las nueve y media llamé al archivo y pregunté por Magda, una compañera que me quiere mucho, tanto que a veces me agobia. Bueno, en realidad es mi jefa. Puse voz de fiebre, me sale muy bien. No podía ir. Había pasado una noche muy inquieta y con escalofríos. Ahora tenía la cabeza cargadísima y la garganta hecha polvo.

—No me extraña —dijo—, es de tanto sudar. ¿Tienes aire acondicionado?

—Sí.

—Pues no me digas más, es la muerte del humano. Debías ponerte el termómetro.

—Ya lo he hecho. Tengo treinta y nueve y medio.

—Eso es mucho, tú. Toma Clamoxil enseguida. ¿Tienes quien te cuide? Porque si no, puedo ir a verte por la tarde y llevarte lo que necesites.

—Gracias, pero no hace falta. Está aquí mi suegra.

Fue la última mentira antes de meterme a desembrollar o simplemente poner una detrás de otra las de Vidal y Villalba, a ver si conseguía formar un camino de piedrecitas que me llevara a reconstruir su paranoia de intrigante sin éxito.

Pero lo más importante de aquella vigilia es que el relato oral dirigido a Gerundio me había abierto cauce a la palabra escrita. Le perdí el respeto al cuaderno de Tomás y fue como desatrancar un desagüe, lo empecé decidida, sin miedo a las tachaduras ni a las repeticiones. Era un borrador. Bueno, ¿y qué?, se trataba de contar cosas más o menos descabaladas de un señor mentiroso pero que no era un invento mío, atención a eso, sino alguien que había vivido de verdad, y las vidas van siempre en borrador, tal que así las padecemos, nunca da tiempo a pasarlas en limpio; la ventaja de aquélla es que a mí no me clavaba los dientes, podía adornarla incluso con comentarios de por qué me había ido interesando por ella, no me obligaba a mentir.

«Para Ambroise Dupont, que me regaló una flor de papel», puse en la primera página.