VI. DIME LO QUE SEA

—Pero a ti te está pasando algo —dijo Tomás—. Vuelves a divagar igual que cuando te conocí.

Su tono de voz era un poco de especialista ante la reaparición de síntomas que alteran un cuadro clínico y dan al traste con la mejoría iniciada. El iris de mis desmesuras narrativas se ofuscó.

—Lo dices como si te preocupara. ¿Te preocupa?

Hubo un silencio a través del hilo. Si una virtud tiene Tomás —que tiene muchas—, es que nunca contesta por contestar. Al menos a mí es la que más me frena y me sirve de antídoto, aunque a veces me pone nerviosa su excesivo afán de puntualización. Veo venir el nublado.

—Te he hecho una pregunta —me impacienté.

—Te he oído, lo estoy pensando. Ya sabes que explicarme por teléfono no es mi fuerte. Y menos a estas horas. No es precisamente que me preocupe. Bueno, no creo que sea eso. Además se trata de ti, como casi siempre, no de mí. De que a ti te siente bien o no.

—Pero que a mí me siente bien ¿qué? Pareces un médico. Dime lo que sea, venga.

Percibí un ruidito que hace chasqueando con la lengua, como de tedio. Mis «dime lo que sea» son estallidos de susceptibilidad y, por implorantes que parezcan, él sabe y yo también que no ofrecen ranura abierta al diálogo, sino ademán de gato que se eriza a la defensiva. Me enfadé por haberlo dicho, pero necesitaba inventar otro soporte para dejar trepar mi ira. Por ejemplo, su silencio, que continuaba.

—¿Sigues ahí?

—Sí.

—¿Qué has dicho? ¿Has dicho «¡uf!»?

—Pues mira, no. Pero es una buena sugerencia. ¡Uf!

Miré el reloj. La una y cuarto de la madrugada. Era yo quien le había llamado para soltarle de buenas a primeras una de mis peroratas de duermevela relacionada con Robert de Niro y sus huéspedes del más allá, sin preguntarle si le había despertado ni si le fascinaba oírme desbarrar. Soy desconsiderada, lo admito, mejor dicho lo admito muy mal, como casi todo lo que no me embellece. Ahora él me dejaba más en paz, por lo visto el trabajo se le había complicado y no podría volver a Madrid tan pronto, pero ya no insistía en que fuera a verlo. Aquel «¡uf!» fue como una cuchillada y me hizo imaginar lo inimaginable: que pudiera estar en la cama con otra mujer. Naturalmente no se lo iba a preguntar, quedó pactada desde el principio una total libertad en ese terreno, y sin embargo yo daba por supuesto que Tomás no hacía uso de ella. ¿Por qué? Era una seguridad temeraria y apoyada en el vacío. ¿Por qué no podía pasar eso? ¿No llevaba yo varias noches con tentaciones de salir por ahí a ligar, acordándome de Roque o soñando con Ramiro Núñez? Eso por no ponerme a hacer repaso de otras infidelidades anteriores que quedaron más o menos inconfesadas. Aún no he adivinado si Tomás es celoso o no; de su alma deja traslucir poco, a mí me ha dado por establecer que no es turbulenta como la mía.

«Para eso no hay leyes estrictas —dijo en una ocasión—. Yo, si te traicionara, te lo contaría. Tú haz lo que te parezca». Yo me tomé a broma su retintín solemne. «La palabra "traición" se pronuncia sin que suene, ¿lo sabías?, como en el cine mudo, ojos desorbitados y mano al corazón, hay que poner boca de Mary Pickford, mira, así». Me besó, se rió mucho y dijo que por qué no me dedicaba al teatro. Era al principio.

¿Pero me lo contaría de verdad si pasara? ¿O tendría a estas alturas un concepto distinto de la traición? Aunque no suele cambiar de punto de vista sin explicar por qué, es cierto que yo tampoco le dejo mucho desahogo para explicarse, desvío las conversaciones a mi antojo y eso puede hartar. Con su «¡uf!» acababa de añadir un punto de sofoco al aire viciado que el ventilador desplazaba perezosamente sobre la cama contrahecha de tantas sucesivas visitas y deserciones, un puro montículo toda ella. El aparato de refrigeración llevaba días estropeado, había que llamar para que vinieran a arreglarlo, pero qué vulgaridad pensar tanto en el calor, y echarle la culpa de los nervios, son recursos de comedia barata. Tomás en Cazorla no pasaba calor o al menos no lo mencionaba, y sin embargo había soltado un ¡uf! muy elocuente, imaginé el pliegue de sus labios, tiene una boca bonita, es un tímido de los que pueden gustar, y mejor sin bigote.

La idea de que pudiera no estar durmiendo sólo la sentí llegar furtivamente como un insecto venenoso y me quedé al acecho, ahora subía reptando por la colcha, abriéndose paso entre los montículos y objetos dispares, se estaba acercando al teléfono, la aplasté con una revista ilustrada, era una araña peluda y se quedó pegada al escote de Estefanía de Monaco, muerta me daba más miedo. Necesitaba beber algo.

—Tomás —dije dulcemente—. Espera un poco, ¿vale?, no me cuelgues.

Se oyó un leve crujido como de cambio de postura, yo estaba en desventaja al no conocer su habitación. Se suele quedar dormido leyendo el periódico.

—¿Colgarte? ¿Cuándo lo he hecho? —preguntó en un tono entre reticente y sufrido que avivó sin transición mis ganas de bronca apenas aletargadas—. Recordarás que no es mi estilo.

—¡El mío sí, ya lo sé! Y dar portazos, y despertarte sin piedad y avasallar y cambiar de conversación y no escucharte jamás, tú eres perfecto, de acuerdo, un ser mesurado y racional, no me explico cómo aguantas a semejante histérica.

La rúbrica habría sido colgar yo, pero no lo hice, y sobrevino otro silencio empantanado, éste ya de los francamente insoportables; si no quería que la araña resucitara, se imponía la rapidez de reflejos para inventar una pirueta divertida que nos sacara del hoyo, la cosa más urgente era escuchar su risa, lo supe. Tenía la garganta seca, un poco de náusea y las piernas entumecidas, pero me dispuse al salto. Él no iba a dar ninguno. Conozco su capacidad de resistencia ante las situaciones embarazosas.

—¡Uuuuff! —exclamé alargando cómicamente la u, como si imitara a un lobo—. Me pongo dostoievski, ¿a que sí?

—Más bien sí. Pides disculpas como si tiraras piedras.

—Pero no lo digas tan serio, hombre, ¿no ves que estoy echando un poco de disolvente? Vamos a darnos las buenas noches sin que quede mancha. Repite conmigo: «Te pones dostoievski». Basta con eso.

Se echó a reír tenuemente, aunque no sé si con muchas ganas. O tal vez es que no quería despertar los celos de su compañera. Reírse con otro es el mayor síntoma de amor.

—Te pones dostoievski —dijo.

—Pues buenas noches. Y perdóname. Ando hecha unos zorros con el calor. De verdad que estos días en Madrid no hay quien pare.

Era lo lógico que hubiera replicado: «¿entonces por qué no vienes?», o en plan más agresivo: «sarna con gusto no pica», pero estaba claro que no tenía interés en alargar la polémica.

—De todas maneras —comentó suspicaz—, supongo que habrán ido a arreglar lo del aire acondicionado.

Le dije que sí, aunque era mentira, y el asunto pendiente de llamar a la casa Panasonic vino a espesar mi desazón. Tenía cartelitos pinchados por todas las habitaciones para acordarme y me aburría muchísimo verlos. Me preguntó que si ya no hacía ruido, le contesté que no y se limitó a darme las buenas noches sin más comentarios. La araña movía un poco las patas.

—Sólo una pregunta, Tomy —le dije antes de colgar—. ¿Verdad que cuando nos conocimos te gusté porque divagaba y cosía la verdad con hilos de mentira? Esa metáfora es tuya, no la invento yo. Igual reniegas de ella ahora.

—No, mujer, no reniego de nada. Pero no vuelvas a darle coba a esas historias, ni a ninguna que te pueda agobiar. Anda, tómate una pastilla para dormir y mañana empieza el cuaderno sobre Vidal y Villalba.

—Conforme, jefe.

Esperó a que colgara yo. Me costaba trabajo respirar. Pero sobre todo tenía mucha hambre, y ya otras excursiones a la nevera me habían informado de su estado carencial. Desprecié un vaso mediado de whisky donde ya no quedaba hielo y decidí largarme al bar Residuo que tiene la cocina abierta hasta muy tarde y los dueños son gente maja. Llevaba varios días alimentándome fatal y exagerando con el alcohol y el café.

Mientras me quitaba el pijama y cogía un par de prendas tiradas encima de una butaca, me di cuenta con cierta alarma de que era la tercera vez a lo largo de la noche que se repetía aquella misma escena. Ah, no, pues ahora, guapa, no vas a dejarla sin rematar —me amonesté en voz alta—, a la tercera va la vencida, ya está bien de «tomar indecisiones» como tu padre, que en eso os parecéis.

Sonreí. «Ismael, no tomes más indecisiones por hoy». Solía decirlo ella, antes de que se separaran sería, porque luego poco volvió a mencionarlo ni para bien ni para mal, yo tendría dieciséis años, ¿o menos? No quería hurgar en las fechas, pero aquella frase que salía a flote como un ahogado me llevó a «tomar la indecisión» de visitar a mi padre al día siguiente. Lo apunté en un papelito amarillo con borde adhesivo —«Visitar a papá»—, y lo pegué en el espejo del baño encima de otro donde ponía «Panasonic». Me recogí el pelo y me pinté un poco los ojos. Me vi mala cara, tipo perversa de cine antiguo.

De pronto se produjo una especie de desdoblamiento, como si hubiera perdido mi identidad de pareja de Tomás, sin dejar por eso de moverme con soltura por aquella casa que conocía y de la que tenía una llave. Pero qué raro, yo entré aquí para una noche, estaba bastante trompa, Tomás mucho menos. Había un gran tablero de dibujo que ya no está, aquella superficie inclinada era lo primero que se veía nada más abrir la puerta, me pareció un sitio como otro cualquiera, ¿por qué sigo aquí?

Se avecinaba otra remesa de preguntas relacionadas con el antes, el después y el mientras, no las quise incubar bajo techado.

¡Largo, basta de encerrona! La calle abre otra perspectiva, ¿no lo sabes ya?, da pie para bajar a bosques inexplorados, es calle, pasa gente que también va perdida en su propia espesura, y sobre todo en la nevera no hay ni lampo y tú tienes hambre, ¿no?, pues date prisa antes de que cierren el Residuo, no te enredes más en círculos viciosos de interior. ¿Qué importa ahora cómo conociste a Tomás? Necesitas comer algo caliente. Otro día repasarás esa etapa de tu vida, si es que vale la pena. Salí casi huyendo.