V. LOS HUÉSPEDES DEL MÁS ALLÁ

Por aquellos primeros días de julio, mientras esperaba la llamada del hombre alto, pensaba mucho en la muerte. Pero de una manera sorda y abstracta, a modo de tamborileo persistente que no dejaba de sonar a pesar mío, un telón de fondo con dibujos que los faraones encargaron para conmemorar a sus muertos. Lo que más me extrañaba era haberme acostumbrado tan pronto a pensar en mi madre como en alguien que nunca más pasaría calor en verano ni se asomaría de noche a mirar las azoteas de Madrid, tan perteneciente al pasado como Vidal y Villalba. Ya no oye —me decía—, ya no puede explicar nada aunque se lo pregunte, ya no puede mentir ni defenderse, se ha ido de puntillas con sus cosas, con su mirada indescifrable, ya no pasa calor, la parte de mi infancia enredada en su ovillo se la llevó con ella. No pensaba «se la llevará», como otras veces al imaginar con sobresalto su ausencia, sino «se la llevó», lo pensaba como algo inexorable. Y el cordón umbilical de las historias pendientes se cubría de herrumbre.

Decir «se llevó parte de mi infancia» era verme volando en sus brazos aún jóvenes hacia un lugar remoto; se interrumpían mis juegos y mis preguntas, quedaban los atlas sin cerrar, las fichas del parchís sin recoger, el puzzle a medias, los lápices de colores con la punta rota, la bici derribada, «¡date prisa!», y un torbellino nos arrancaba del suelo aire arriba, «vamos, no tengas miedo, agárrate fuerte a mí»; era como un cohete espacial, pero yo sabía que luego iba a caer y meterse en las entrañas de la tierra, y cerraba los ojos temblando.

Al volverlos a abrir, subía de la calle anochecida un trepidar de motos y un runrún de gente, es una zona de mucho pub, trasiego y bar al aire libre, me hacían una compañía como de hospital aquellos ruidos que decoraban una novela urbana sin final intrigante, ya la he leído mil veces esa novela, y la he visto en el cine. También yo podía disfrazarme de algo y bajar a solicitar un papel, buscar al encargado del casting, hágame una prueba, tengo descaro, capacidad de reflejos y de esquivar a un navajero, copas aguanto muchas, sé improvisar una réplica pronta y si lo pide el guión me desnudo hasta en la Cibeles, hágame una prueba, ¿quiere?, a ver, ¿llevas sostén?, qué aburrido, ya me lo sabía todo. Encendía la televisión suspirando, me servía un whisky, hacía una caricia furtiva al gato y echaba furiosamente de menos a Tomás. Pero había decidido resistir a pie quieto, aquel asunto era sólo mío, mi infancia yacía mutilada sobre la moqueta, habría que hacerle la respiración artificial o tal vez la autopsia, buscar fotos, papeles, recordar cómo se vestía ella, el gesto tras el cual ocultaba sus enfados, prepararme, en una palabra, para la entrevista con el abuelo, porque el hombre alto podía estar a punto de avisarme para que entrara en escena. En cuanto oyera su voz me animaría, era de las que dan pie. Pero, mientras tanto, ¿dónde estaba mamá?

En mi aceptación de su muerte no entraban ni la idea de una desaparición total ni cálculos del tiempo transcurrido desde la tarde en que me dieron la noticia —¿dos meses?, ¿tres?—, y qué más daba eso, lo que contaba era la sólida muralla alzada desde entonces para siempre entre su viaje y el mío; lo que se llevó ¿se lo llevó adónde?

Verla muerta no había querido, ni casi preguntar de qué murió, la ceremonia del entierro me pareció un pastiche, fui con gafas negras y vaqueros. Rosario, su compañera de estudio, iba de luto y lloraba tanto que le daban el pésame a ella; papá, a su manera, estuvo muy cariñoso conmigo, aunque tímido, le pedí que no me llamará en unos días, «ya te llamaré yo si no te importa, ¿vale?», y pareció comprenderlo, se quita las gafas y se frota los ojos cuando ha entendido algo, dijo: «pero no me dejes solo mucho tiempo», una frase que parecía salirle del corazón y totalmente inesperada, yo creo que Montse lo oyó porque estaba cerca de él y frunció el ceño, que, por cierto, no me explico lo que pintaba ella allí, menos mal que no habían llevado al niño. Aquella misma tarde me la pasé poniendo música estridente mientras oía a Tomás atender el teléfono y disculparme, pedirle a la gente que no viniera, un cielo de hombre, creo que su madre se escandalizó al escuchar aquellos acordes de rock, no le cabía en la cabeza, «cada cual siente las cosas a su manera, no seas convencional, por favor, mamá», desde entonces está enfadada con él y también conmigo, porque se imagina que lo malmeto, qué anecdótico todo, qué inconsistente y mezquino. Quedarse y seguir viviendo no tenía ningún misterio. Distraía de lo fundamental. Era aburridísimo.

Y el hombre alto no llamaba.

Solamente dos días fui capaz de aguantar sin llamar yo para enterarme al menos de su nombre, dije que era para invitarlo a un congreso de geriatría. «Ramiro Núñez», me contestó la voz gangosa de la mujer con pelo tirante que me recibió en el mostrador de la entrada. Y enseguida colgué con el corazón palpitante. Pero a otra cosa no me atreví.

A veces me daba rabia pensar que en la época de los rizofitas me las habría ingeniado como fuera para que el plazo entre el capricho de volver a verlo y su consecución hubiera sido mínimo; era capaz entonces de saltar por encima de cualquier escollo para darle gusto al cuerpo. Y, en último caso, lo de Ramiro Núñez era cosa del cuerpo, se trataba de alguien que me había despertado intempestivamente las ganas de gustar. Eso era todo, ¿no? «Bueno, despacio, también hay más cosas —razonaba en mis ratos de lucidez—, no olvides que en la historia que intentas acaparar encabezan el reparto como estrellas indiscutibles ella y el abuelo; por eso mismo tu papel no va a ser fácil, requiere mucho estudio y sutileza; eso sí, te pueden dar un Oscar de actor secundario, o lo tomas o lo dejas, pero rebaja tu ego. Ramiro no es un director de carril, lo sabes, te está probando desde lejos sin enseñar su juego. Además, ¿no es eso lo que te gusta de él?, pues desentumece la neurona. Si le llamas tú o le fuerzas a cualquier acercamiento, has perdido, será como matar la gallina de los huevos de oro».

Otras veces, en cambio, me engañaba a mí misma obligándome a sentir una preocupación por el abuelo que no tardaba en revelarse como postiza. ¿Y si le pasara algo antes de que me presente a verlo?

Pero tenía que confesarme que no se trataba de apaciguar presuntos remordimientos ni de hacer compañía a un viejo más bien tiránico del que me había desentendido hacía mucho, sino de aceptar o no los riesgos que entrañaba aquel peculiar desafío lanzado por un desconocido al que ni siquiera estaba segura de haber interesado como mujer. Y además daba igual. Era una aventura, aun sin contar con eso. Y si me metía en ella —que ya lo estaba—, tenía que ser en plena forma, no expuesta bajo ningún concepto a remates de ignorante.

«Piénselo despacio. Necesitamos que ponga usted sus cinco sentidos o no servirá de nada», me había dicho Ramiro al despedirse.

«Necesitamos». Aquel plural la incluía a ella, ¿a quién si no? Y aunque no había reparado exactamente al oírlo en el significado de ese detalle, pensarlo a posteriori me erizaba la piel. Eran cómplices, no cabía duda.

Yo le contesté: «Por supuesto. Las cosas se hacen bien o no se hacen, si me conociera no tendría que advertirme eso».

Pero había sido un farol, ahora quedaba claro. No me estaba preparando en absoluto para suplantar a mamá, no me atrevía con ese papel. No me atrevía con ella, hablando en plata, a despecho de todas mis alharacas de insumisión, nunca me había atrevido a derribarla de su pedestal.

Y volvía a sonar como música de fondo aquel tam-tam de lo desconocido, el enigma de su actual paradero.

—¿Dónde estás? —preguntaba a media voz con los ojos entornados y las manos en alto, imitando un gesto entre solemne y cómico que, según versión de ella, acompañó la voz de mis primeros «dóndes» infantiles.

Entraba de la terraza a la alcoba en penumbra y me quedaba de pie ante el espejo, «¿dónde?», y mirar mi silueta enmarcada por el resplandor de las azoteas concedía una garantía fantasmal a aquel gesto de niña curiosa revivido a través de la copia de quien me transmitió una escena protagonizada por mí, archivada con los propios recuerdos como si la hubiera visto, junto a los préstamos, testimonios y versiones laterales que aportan argamasa al pleito de vivir; así, a base de fragmentos dispares, se fragua la memoria y se va recomponiendo el destino. Parece ser que «¿dónde?» es la primera pregunta que formulé yo, la primera palabra con sentido que dije, «muy clarito, cargando el acento en la o y con mucho apuro, como si se te fuera la vida en saberlo, porque además no preguntabas por un dónde concreto, mirando a todos lados, eras tan cómica, parecía una investigación del mundo en general».

En el espejo oscurecido, iluminado tan sólo por las luces rojizas que llegaban a través de la puerta abierta de la terraza, mi imagen huérfana levantaba despacito las manos en alto, la veía zozobrar y arrodillarse, «haced esto en memoria de mí», cerraba los ojos como bajo los efectos de un bebedizo de cuento de hadas en espera de alguna transformación o revelación prodigiosa, ¿dónde? —decía entre dientes—. ¿Dónde está ahora quien me lo contó, de quién heredé el talento para imitar voces ajenas? Porque a algún sitio habrá ido a parar, eso seguro, aunque no nos volvamos a ver, aunque nos interroguen en celdas separadas como a Vidal y Villalba y su criado.

Abría los ojos al dormitorio revuelto, tedioso y enrarecido. Y tras aquella especie de ritual, rematado por la decepción, asomaba un término inquietante que ya me había golpeado desde niña y luego durante mis estudios de Historia del Arte, especialmente ante reproducciones de tumbas egipcias o asirias: el más allá.

Es imposible no figurarse ese reino de alguna manera, todas las religiones lo han hecho, no cabe zanjar la cuestión diciendo que son paparruchas. Yo, desde aquellas noches de principios de julio en que esperaba ser llamada a escena por el hombre alto, al guardián del más allá le atribuyo el rostro de Robert de Niro, por una película muy rara que vi en televisión de madrugada, ya medio dormida, no me acuerdo de cómo se llamaba ni de qué trataba, pero él se me quedó. Aparece peinado con fijador y raya, uñas largas, mirada pérfida y comiendo un huevo duro. Se incrustó como una lapa en mis conjeturas de esa noche, a modo de pájaro dibujado en un friso funerario, lo reconocí de inmediato y se salió de su película para meterse en la mía, sigue en ella, tenía cara de estar montando guardia en el límite. No quise saber más. Apagué la televisión.

Yo el más allá me lo figuro como una especie de inmenso almacén aglomerado y escabroso, por algunos tramos al aire libre, por otros bajo techado. A veces he entrado allí en sueños, sueños donde, naturalmente, estaba muerta yo también.

Y te encuentras con gente que te remite a otra o se transforma en otra, de quien te acuerdas vagamente o nada, gente que te saluda apenas con una inclinación de cabeza, con ojos fijos y serios; de su historia no se quieren acordar ni que se la saque a relucir nadie, han decidido vender en almoneda los restos del pasado y cualquier brizna de esperanza. En general llevan sombrero. Están quietos, de pie o sentados, con su grupo de pertenencias delante como en el Rastro, y por esos objetos se les reconoce, pero nadie les compra nada. Don Luis Vidal y Villalba ofrece su cofre cerrado con retrato de mujer dentro, ya no se acuerda de quién era ella, no es capaz de separar mentiras de verdades, se le ha quedado la piel amarilla de las últimas fiebres y delirios, pobre hombre, tuvo un final horrible en una celda del Peñón de Gibraltar, con la razón totalmente perdida, pero ya no se acuerda. Nadie les compra nada, no, ni saben por qué llevan aquellas pertenencias consigo, tarjetas postales atadas con cinta, retratos, llaves, una funda de gafas de carey, envoltorios diversos, pero han circulado agarrando esos residuos de una olvidada identidad por galerías, callejones y riscos del más allá, perdidos, tropezando, hasta encontrar su hueco de quietud.

Los de aquí permanecemos entregados tenazmente a una serie de diligencias equivocadas y barrocas que nada tienen que ver con su internamiento y extravío. Avanzan ellos a duras penas tratando de no chocar con los demás a través de esa geografía lunar por la que Robert de Niro los va guiando, tal vez les explica que tienen que coger el metro y les da un plano con las diferentes líneas, paradas y posibilidades de transbordo.

De vez en cuando se ven campos de concentración de los que sale una luz fluorescente, son los refugiados que llevan allí más de cinco siglos, aproximadamente de la Reconquista de Granada para atrás.

Al investigador de todas estas muertes, cuando intenta bajar a meter la nariz, también lo recibe Robert de Niro con sus uñas largas, su pelo engominado y vestido de luto riguroso.

—¿Investigación, excursión programada o simple formalidad? —pregunta con su rictus sardónico.

—Investigación.

Te alarga un boleto negro donde viene escrito en letras amarillas: «Abandona toda esperanza. A los muertos hay que dejarlos irse».