III. BAJADA AL BOSQUE

A mí, cuando viajo en metro, siempre me da por pensar mucho, pero además con chasquidos de alto voltaje, relámpagos que generan preguntas sin respuesta y desembocan en la propia pérdida, en los tramos umbríos de ese viaje interior donde se acentúa la desconexión entre la lógica y los terrores. Desde niña lo supe y me dio miedo, pero también me gustaba; claro que entonces el desamparo de sentirme viva entre desconocidos quedaba paliado por la referencia incondicional a quien, además de servirme de eslabón con el mundo, sabía mucho de viajes subterráneos: mi madre.

Yo a esos viajes en metro los llamaba «bajar al bosque», aunque no supe hasta más tarde que aquella metáfora, como todas, tenía poder para conquistar otros territorios. No sabía lo que era una metáfora, pero inventaba muchas, como todos los niños un poco listos.

Más adelante, en mi etapa de jovencita desafiante, bajaba al metro como quien acepta una invitación arriesgada, a sabiendas de que los recorridos subterráneos nunca son inocentes y te acaban liando. Desde hace unos diez años evito este medio de locomoción urbana y prefiero andar por la superficie. Dicen que ahora el metro es muy peligroso en las ciudades grandes, pero no es por eso, también evito bajar al bosque en general, a todos los bosques que proliferaron insensible y progresivamente a partir de aquella primera metáfora infantil.

«El lío empieza en las piernas de la gente; son los árboles, pero más», me dije aquel primero de julio, poco después de sentirme arrastrada casi en volandas al interior del vagón y sufrir los empellones agudizados tras el cierre de las puertas. Me abrumaba notar lo distintas que son unas de otras —y también de las mías— las piernas de la gente, aunque aparentemente tan iguales y todas ellas soporte de un peso que no se ve, el del cerebro tratando de mantenerse alerta, el de los miembros cansados, el del estómago en trance de digestión del desayuno, el de los pulmones cargados que añoran un suspiro, unas desnudas y otras enfundadas en pantalones o medias de colores y tactos diferentes, rematadas por zapatos que tantean a ciegas buscando un hueco para implantar allí su gesto; los pies y las piernas tienen un gesto propio, no sólo al andar, también al apoyarse contra un travesaño o una puerta, y sobre todo al pasar del reposo al movimiento. Clasificar las piernas por su gesto y partir de ahí para indagar los pasadizos secretos del alma sería una tarea ingente, de equipo, por supuesto, y además haría falta como complemento indispensable de los datos objetivos, el testimonio que aportasen los allegados, o sea todos aquellos para quienes el movimiento de esas columnas vivas haya resultado inconfundible un día y lo sigan llevando impreso en la trastienda de los ojos, presto a revivir a la menor ocasión, aunque se trate de persona muerta o en paradero desconocido. Da igual que estemos en el piso veintitrés de un edificio en Atlanta; si miramos por la ventana y allá abajo, entre el hormigueo bullicioso de la avenida, cruza alguien que adelanta la pierna derecha con ese gesto peculiar, el corazón nos pega un brinco y tras el nombre que espontáneamente brota de nuestros labios, o bien podemos preguntarnos qué habrá venido a hacer a esa ciudad esa persona o bien batirnos en retirada con la flecha envenenada de la alucinación clavada en las espaldas; no puede ser verdad, aunque habrías jurado que lo era, y cerramos los ojos recordando cómo cantaban los pájaros el día de su entierro.

Los testimonios de los allegados se archivarían, naturalmente, en ficheros aparte, se podría dar trabajo a mucho sociólogo en paro, depende de la subvención, no parece que actualmente interesen mucho este tipo de investigaciones que relacionan los gestos con la conducta, supone hurgar en terreno pantanoso.

Y lo que más me extrañaba era que mis divagaciones no se asfixiaran entre tanto vaivén, pisotón y codazo, y ser capaz de fijarme con detalle en las diferencias y concomitancias que de cintura para abajo ofrecían mis vecinos de vagón, sin dejar de dar pábulo, al mismo tiempo, a otra cuestión bastante intrigante de por sí: ¿Por qué habré tomado yo el metro esta mañana y encima en hora punta?

Cuando salí de casa, tenía el coche aparcado justo a la puerta, una suerte increíble tal como se está poniendo el barrio, pero lo miré con indiferencia, pasé de largo y me metí por la primera bocacalle a la derecha mientras canturreaba un viejo tema mío, «Lo raro es vivir», me dejó absorta considerarlo viejo a pesar de que la letra, los acordes y la pena de amor que lo motivara sangrasen aún tan recientes por las paredes de una buhardilla empapelada de azul, aquel primer cobijo cuando me fui de casa de mi madre, qué lejos, qué cerca, qué raro, «lo raro es vivir, rock de oros y espadas, entrerrock de vivir con penas amputadas, rock de sobrevivir»; andaba sin prisa, aunque me daba cuenta de que llevaba retraso y la boca del metro no se puede decir que quede cerca, mejor dicho, no me daba cuenta de nada. Hasta que me vi en el andén y luego me dejé arrastrar por la avalancha de gente que me metía en uno de los últimos vagones, no me había hecho ninguna pregunta, ni siquiera si la línea elegida era la correcta o necesitaría hacer transbordo, era la primera vez que tomaba ese medio de locomoción para ir a mi trabajo.

«Pero en este caso, como en tantos, los medios y los fines pueden ser divergentes o estar unidos por un eslabón casual», seguí pensando mientras cambiaba de postura y trataba de acomodar mi cuerpo al de los demás, como quien encaja las piezas de un puzzle. «A mí simplemente hoy lo que me ha pasado es que he sentido sin saber por qué la tentación de bajar al bosque a divagar, a romper lazos con lo previsible».

Había empezado a abrirme camino hacia otra plataforma donde parecían verse más claros y me detuve en el pasillo, respiré hondo como un nadador cansado y me agarré al flotador de aquellas tres palabras: «bajar al bosque», quería recordar cuándo había vislumbrado su poder de metáfora, qué había ocurrido para que lo entendiera, «es algo que se propaga a otras cosas —dijo mi madre—, que las contagia; el bosque se te puede meter por dentro, o en una habitación, y ves árboles donde no los hay», ¿pero dónde estábamos cuando lo dijo?, ¿y por qué salió la conversación?, intentaba revivir mi cara infantil de sorpresa, era verano probablemente, y había alguien más, ¿tal vez mi padre todavía? Forzar a un recuerdo a que salga de su escondrijo requiere concentración y yo no la tenía, es como abrirse paso a través de la espesura derivada de los bosques mismos, se está echando la niebla encima, es de noche, pueden salir lobos, pero los misterios se encierran ahí, y el que no baja al bosque que se despida, hace falta cerrar los ojos. Y tal vez rezar.

Me empujaron y caí sentada en un asiento que alguien acababa de dejar libre. Noté que me tiraban de la correa del bolso y me volví hacia ese lado. Era un niño de corta edad en brazos de su madre, ella iba distraída y movía los labios mirando al vacío con gesto de agobio. El niño me interrogaba sonriente con sus ojos negrísimos incrustados en una cara de marfil, había entrado completamente en mi órbita. Yo, a mi vez, necesitaba pasarle mi pregunta, como en algunos juegos de adivinanza. Me incliné hacia su oído, le dije bajito «me-tá-fo-ra» y se puso a manotear muy contento, mientras se debatía aprisionado en aquel regazo consabido y hostil. La madre seguía sin darse cuenta de nada, incapaz de jugar, ausente en sus preocupaciones.

«¡Bapa!», dijo el niño. Y me tendió los brazos. Sonaba como a «guapa».

No pude resistir la sospecha de que se quisiera venir conmigo. Me levanté bruscamente sin volver a mirarlo y me abrí camino a codazos como un malhechor, huyendo del conato de llanto que oía a mis espaldas. Cuando llegué junto a la puerta acabábamos de arrancar de una estación y me dio tiempo a ver el letrero que ya casi se estaba esfumando. «Próxima parada, transbordo línea 5», decía al mismo tiempo el altavoz. Bueno, un poco de cabeza, aquella misma estación podía servirme, calculé que no quedaba demasiado lejos de mi destino. Aún conseguiría, apretando el paso, llegar casi a tiempo.

Recordar hacia dónde me estaba dirigiendo sacudió a medias mi letargo. Toda aquella gente sabía adónde iba, yo había estado a punto de perder la noción, de acabar confundida y anulada por movimientos extraños al mío, a punto de suprimir el frágil nexo entre las peripecias del oleaje y el rumbo de los barcos, otra metáfora, y además demasiado trivial; tenía ganas de salir a la superficie donde las casas son casas y las calles son calles sin más; caminaría un rato por calles que conozco y eso me ayudaría a despejar la cabeza.

Suspiré, sin embargo, con cierta nostalgia. Obedecer a ese mandato equivalía a asesinar mis embriones de pensamiento imprevisto, era como prohibir el acceso a los espermatozoides que se precipitan a fecundar un óvulo o destruirlos cuando han conseguido entrar, yo había elegido siempre el primer sistema, abortar me aterraba. Basta, no quería darle alas a aquella nueva metáfora, porque además era de las que escuecen, me bajaría en la próxima, se acabó el bosque.

—Perdone, ¿va a salir? —le pregunté a una chaqueta interpuesta entre la mía y la puerta.

Tenía hundida la mejilla en sus hombreras. Era una chaqueta de dril algo gastada, impregnada de olor a tabaco. Su propietario se volvió de perfil con una media sonrisa, dijo que sí y pronunció mi nombre. Llevaba gafas negras y era flaco. Lo conocía, desde luego, pero no recordaba de qué.

Una vez en el andén, me saludó efusivamente con un beso y echamos a andar juntos hacia la salida. Sus pasos eran largos pero avanzaba sin prisa, desmadejadamente.

—¡Vaya despiste que llevas, colega! Igual ni te acuerdas de quién soy —dijo.

—Sí, hombre, lo que pasa es que como hace tanto tiempo que no nos vemos.

—La tira de tiempo, sí. Pero además es que tú sigues en Babia, oye, te venía mirando en el metro y me daba risa, como hablando sola ibas, me parece, ni me has visto, claro.

—¿Me mirabas tú? Perdona, no me he fijado. Bueno, a estas horas todos andamos un poco zombis, ¿no?, y luego con como se pone el metro, bastante tenemos con salir ilesos.

Mientras hablaba, le iba mirando un poquito de reojo y trataba de situarlo entre mis viejos conocidos. Inicié el repaso mental de ciertos locales que frecuentaba antes de irme a vivir con Tomás, por ver si revuelto con alguno de aquellos nombres exóticos saltaba el del chico de la chaqueta de dril, pero se trataba de un recorrido tan laberíntico que amenazaba con convertirse en otro bosque, he pateado demasiado Madrid a la luz de las farolas. De todas maneras era un rizofita, de eso no cabía duda. A los comparsas de mi alborotada juventud los hemos agrupado, para entendernos, bajo la denominación genérica de rizofitas, un género que admite subespecies, como en botánica. Fue una metáfora que inventó Tomás algo cargado de copas, porque cuando se emborracha es cuando más gracia tiene.

Al subir el último escalón que nos depositaba sanos y salvos en la calle, nos paramos a mirarnos; hacía una mañana hermosa. Él se había quitado las gafas negras, como para facilitarme el reconocimiento.

—Deslumbra la luz, tú. Yo empalmo desde anoche.

Tenía los ojos hundidos en profundas ojeras, más bien rubio, barba de dos días y le faltaba un diente. En el momento en que estaba volviendo a ponerse las gafas negras me acordé súbitamente de su nombre y acusé el hallazgo con una mezcla de dolor y triunfo. Tirando de aquel nombre salían enredados muchos más, algunos no tan inocuos.

—Pues sí, hombre, Félix, la tira de tiempo, lo menos ocho años.

—¿Tantos? No jodas. Pues tú estás igual. ¿Por qué no me invitas a un café?

—Bueno.

No me había preguntado si tenía prisa, así que la dejé de tener. De repente era un consuelo estar con alguien que no me trataba con guantes ni me miraba con cara de pésame como últimamente mis compañeros de trabajo, alguien a quien podía confesarle que estaba harta de madrugar para ir todos los días al mismo sitio, con quien podía elegir liarme a hablar de todo o no decir nada, da igual, los rizofitas tampoco se caracterizan por escuchar intensamente, y a veces eso alivia.

Fuimos a un café que él conocía. Nos sentamos. Había poca gente. Me preguntó que si seguía haciendo canciones.

—No. Ahora soy archivera.

—¡Qué raro, tú! No te pega nada. ¿Algún enchufe?

—No, hice mi oposición correspondiente, currando dos años, no te vayas a creer. Quería ganarme la vida con un sueldo fijo, noté que me hacía falta.

—¿Y eso? Igual te lo dijo algún psiquiatra.

—Pues no, ya ves. Fue una decisión como otra cualquiera. Y luego ha resultado que tiene su morbo. Bueno, un morbo que no es el propio, unas veces andas en el siglo diecisiete y otras oyendo pasar los tanques de la segunda guerra mundial, pero engancha.

Félix me miraba con ojos acuosos, ese gesto que conozco tanto de quien pone cara de estarse enterando pero le cuesta esfuerzo.

—Un morbo que no es el tuyo —repitió—. Está bien eso. O sea que ni te va ni te viene.

—No, hombre, tampoco. Ahogas la propia indecisión en la de otros y con eso olvidas el cacao de tu vida. Igual les pasa a los bomberos, a los médicos, a los abogados, para sí mismos no sabrían como montárselo, y ya ves, en cambio, hacen un bien a la humanidad. Cualquier oficio que te obliga a meterte en lo que sea te saca de tu rollo, pero si lo haces bien compensa. Apagas un fuego, arreglas un alma o un cuerpo, ganas un pleito, recompones el pasado de un muerto a través de papeles, qué más da, son asuntos ajenos, me refiero. Te tranquilizan y encima sin implicarte. Se vuelven tu rollo.

—Vale. Si lo miras así…

Nos habían traído los cafés y Félix revolvía el azúcar del suyo con el mango de la cucharilla. Siempre hizo eso, lo copiaba de Roque. Roque no es propiamente un rizofita. Todos le imitábamos en algo o buscábamos su admiración. Le pregunté por él.

—Vive con Paula, luego he quedado con ellos. Andan metidos en cosas de diseño publicitario. Bueno, él inventa también otras cosas, para no hundirse en la mierda del todo. Y para seguir jugando a ser otro.

—¿Qué cosas?

Sonrió, y la sonrisa le avejentaba, como todos los gestos que muestran el deterioro de un fervor juvenil.

—Cualquiera sabe, su fantasía va por libre, yo siempre se lo digo a Paula, déjalo, tía, él se tiene que largar a la calle, pues un respeto, ¿no?, a estas alturas de la película me viene con monsergas de pareja, Roque es Roque y punto. En fin, más bien jodidos.

—¿Por algo especial?

—Por los niños de ella y eso, ya sabes. A mí me pasa con uno que tengo perdido por ahí. Es que es un palo, por mucho que digas «allá se las apañen», por lejos que estén, los enanos siguen vivos y pidiendo coca-colas, eso no tiene vuelta de hoja. Y te llega el guirigay, ¿cómo te lo diría yo?, se te agarran a los pies y a las tripas; ¿tú tienes hijos?

—No.

—Pues mejor, chica.

De Paula me acordaba y de su perfume caro, a rosas. Tenía la tez muy blanca y perfil griego, se casó muy joven con un aristócrata rubio y daban fiestas en una casa de campo de los padres de él, yo nunca fui, pero oí comentar que tenían una piscina con luces por dentro y que por la noche los amigos se bañaban desnudos.

De repente Félix, sin transición, se puso a contarme el argumento de un corto que estaba rodando con otros amigos, aunque la idea era suya, un tipo que envenena a su compañera de piso cuando se entera de que va a tener un niño. Insistía en la ambigüedad del mensaje, podía tomarse como terror a poner un nuevo ser en el mundo, como cobardía personal, o como celos porque no está seguro de haber sido él quien dejó embarazada a la chica, la primera imagen iba a ser el rostro de la muerta, una expresión un poco como de odio o de rebeldía, tenía que resultar muy feminista. El feminismo vende.

—No creas que ya vende tanto —dije yo—. Además, perdona, ¿feminista una historia donde un tío se carga a su compañera de piso porque está embarazada?

—Bueno, él también sufre.

—¿Y cómo vas a reflejar eso? Yo lo veo confuso, pero cantidad.

Era un proceso psicológico bastante complicado, en eso estaba de acuerdo. Lo importante era despertar la incertidumbre en el espectador, dependía de los gestos más que de las palabras, el protagonista masculino iba a ser él. Estaba dudando si sacar o no a los que hacen la autopsia del cadáver. ¿A mí qué me parecía? Lo malo es que sólo podía durar diez minutos como mucho.

—Sí, un poco escaso el plazo —dije— para meter tantos matices y altibajos, más parece tema de novela.

Félix se encogió de hombros y se quedó con los ojos perdidos, como si se hubiera derrumbado de repente.

—Ya —dijo—, siempre pasa igual. Lo que queremos es escribir una novela para pillar un premio de muchos kilos y que nos retraten con la cara apoyada en la mano.

Estábamos sentados junto a una ventana y reconocí la calle. En la acera de enfrente había un Burger King con letrero amarillo. Le pregunté a Félix si no era allí mismo donde estuvo el Fuego Fatuo, uno de nuestros locales nocturnos habituales, lo cerraban muy tarde; algunas noches de insomnio envenenado me levantaba de la cama, cogía un taxi y me iba allí a ver si encontraba a Roque cuando empezó a dejar de hacerme caso y de aparecer a diario por la buhardilla de las paredes azules, llegaba haciéndome la indiferente —«hola, chicos»— y él muchas veces no aparecía o ya se había marchado o nadie sabía nada, fuego fatuo, tenía una barra larga con faros de coche incrustados.

—Sí, ahí estaba —dijo Félix—. En Madrid cambian mucho los locales. Dice Roque que se les caen las letras como si fueran dientes, y que es el primer síntoma de que empieza la piorrea.

Miré el reloj y le dije que iba a tener que irme. Sentía como un hueco que me perforaba las vísceras. Félix me preguntó que si podía utilizar como banda sonora para su corto aquella canción mía, «Lo raro es vivir», por cierto, ¿dónde se podía encontrar?, tenía mucho tirón, era un rock, ¿verdad?

—Una especie de rock, sí, pero bastante sui generis. Yo llamaba «entrerrock» a todo lo que hacía, no sé si te acuerdas.

Me di cuenta de que no se acordaba, pero no lo dijo. Tampoco adiviné hasta qué punto se había enterado de lo mucho que Roque me hizo perder pie por entonces, ni siquiera si ahora nos estaba uniendo en su memoria. Daba lo mismo, después de todo. Repitió que era una canción estupenda y que le encantaría tenerla.

—Déjame tus señas, anda —le dije—, y te mando la cinta casera, si la encuentro. No llegué a grabar el disco. Ni ése ni ninguno.

—¿Ah, no? No sabía. Bueno, te dejo dos teléfonos para que me localices, me estoy mudando.

Me alargó dos teléfonos apuntados en una servilleta de papel, pagué y nos despedimos.

—Por cierto, una cosa —dijo, ya en la calle—. ¿Me puedes dejar cinco mil pelas? En cuanto acabe el corto, te las devuelvo. Estoy bajo mínimos.

—Cinco mil parece mucho, oye. Te doy dos mil y gracias.

Las cogió, dijo que se arreglaba con eso y que había sido maravilloso volver a verme.

—Estás guapísima además, chica. Se ve que te sienta bien eso de los legajos. ¿O hay alguna otra cosa?

—Hay un tal Tomás.

—Ah, vamos, ya decía yo. Eso no falla. Vitamina extra.

Cuando llegué al archivo, iba pensando que Félix no había abjurado de sí mismo, mientras yo, en cambio, sí, y que de no haber atendido aquella mañana a la llamada del bosque, su nombre seguiría escondido entre la maleza de los rizofitas. También que en la época de «Lo raro es vivir» no existía el compact y en las casas lo que había eran tocadiscos; mi madre tenía uno, que sonaba muy bien, se sentaba en el suelo a escuchar ópera con los ojos cerrados.

Y ya sabía, además, que la marea de los papeles ajenos adonde acudo a diario a beber olvido se iba a alterar con el surco de espumarajos dejado por aquel barco fantasma.

Naturalmente, llegué tarde. Con más de una hora de retraso. Con dolor de estómago. Y sin gana ninguna de ponerme a trabajar.