I. EL PLANETA DE CRISTAL

Hay veces en que lo normal pasa a extraordinario así por las buenas y lo notamos sin saber cómo. De entre la sucesión no contabilizada de gestos, movimientos y vislumbres que van engrosando la masa amorfa de lo cotidiano, se separa de los demás uno de ellos, aparentemente insignificante, y salta como la nota discorde de un pentagrama, se queda resonando por el aire con zumbido de moscardón, qué pasa, ha habido una avería o esto significa el comienzo de algo nuevo, nos miramos las manos, las rodillas, qué es lo que se ha transformado, hacia dónde enfocar la atención, no sé. Y sobreviene el miedo o la parálisis.

Este tipo de sobresalto fue el que me atacó por la espalda el treinta de junio de hace dos años, cuando acababa de aparcar el coche en un hueco providencial que descubrí bajo aquel techo deslucido de cañizo. Las siete de la tarde más o menos. La maniobra había sido impecable a pesar de que soy torpe para esas cosas y siempre me parece un milagro no chocar contra algo o que no aparezca un guardia, el viaje lo había hecho escuchando una cinta de Sade, anestesian bastante los lamentos desgarrados en inglés, liberan la mirada, nubes movedizas, brisa tibia, poco tráfico; y de repente estaba tensa y asustada, no era capaz de sacar la llave de contacto, me estoy mintiendo, todo marcha mal, atenta a lo que pase a partir de ahora.

Avancé pisando con cuidado la gravilla hacia la fachada que no conocía, y me tranquilizaba comprobar que no me estaba siguiendo nadie. Era un jardín más bien escuálido, con arriates de boj, bancos de madera un poco despintados y una fuente con rana mirando al cielo y lanzando su chorrito por la boca. Se había levantado bastante aire. A lo lejos se veían los perfiles azules de la sierra, y por la parte del Valle de los Caídos se espesaban unos nubarrones plomizos surcados por alfilerazos de luz.

Subí unos escalones y me paré antes de entrar. Algunas ventanas estaban abiertas, pero no se oía nada ni se veían bultos moverse en el interior. Sobre la puerta descubrí el letrero cuya lectura me convencía de no haberme equivocado, mayúsculas en azulejo verde y azul, y debajo, también en azulejos, resguardada por un tejadillo, una Virgen del Perpetuo Socorro de regular tamaño con su actitud hierática de icono y los ojos en punto muerto mientras sostiene sin ganas al niño de cabeza ladeada que parece un espárrago, mal nutridos los dos, ella con casquete; casi todas las vírgenes del mundo agarran los dedos de su niño como por cumplir y se les trasluce una sonrisa aprensiva, a saber lo que me espera después de que me pinten este retrato y descuelguen los ángeles de adorno, tendré que aguantar al mismo tiempo la maternidad y la leyenda.

Me estremecí al entrar. A la izquierda, detrás de un mostrador encristalado, había una mujer de media edad con el pelo tirante recogido en un moño y bata blanca. También era muy blanca la luz que entraba por las ventanas a través de visillos de gasa y el suelo y las paredes y las sillas y un olor también blanco y tenue como a alcohol de romero. La mujer estaba hablando por teléfono y al verme allí parada me hizo un gesto con la barbilla indicando que me apartara a esperar. Retrocedí unos pasos y me quedé mirando varias siluetas que se movían tras una puerta de cristales esmerilados que había al fondo, un poco entreabierta. Debía de ser un jardín lo que había al otro lado, porque aparecían dibujos oscilantes de hojas y ramas coronando la cabeza de aquellas figuras que se unían y se separaban caprichosamente, como movidas por el viento, a un ritmo desigual. Me llegaban también sus voces apagadas, y cuando cruzaban ante la ranura que dejaba la puerta las enfocaba mejor, aunque fugazmente, y pude apreciar que sus ropas eran oscuras. Una de ellas se paró y se asomó a mirarme con ojos risueños y saltones, me saludó con la mano y se retiró a pequeños brincos. Llevaba sotana de cura, pero era una mujer.

Al cabo de un rato la otra, la de la bata blanca, que ya había terminado su conversación telefónica, tocó un timbre apoyado en peana metálica, como los de las bicicletas, y comprendí que me estaba llamando. Me acerqué.

—Vengo a la habitación trescientos nueve —dije—. A visitar a don Basilio Luengo.

Parpadeó nerviosa.

—Tendrá que hablar antes con el director. Me ha dicho que le avisara cuando llegara usted. La ha estado esperando esta mañana.

—Me fue imposible venir.

Se levantó sin dejar de mirarme, salió de su garita encristalada y me precedió por un pasillo de baldosines rojos y blancos hasta una puerta vidriera con herrajes artísticos. La abrió, dio la luz pulsando un interruptor que había a la derecha y se apartó para dejarme pasar.

—Espere aquí en la sala. Ahora vendrá él. Si se aburre, tiene allí el Espasa.

Además del Espasa, cuidadosamente ordenado en una enorme librería de caoba que ocupaba media pared, el mobiliario de la habitación consistía en dos sillerías antiguas, un reloj de péndulo y una prolusión de mesitas de juego desperdigadas por doquier y tapizadas de fieltro verde. A la derecha, cubierta a medias por una cortina de damasco envejecido, había una tarima a la que se subía por tres peldaños de madera. Oí ruidos detrás de la cortina y me moví en aquella dirección. Un hombre con mono azul estaba en cuclillas poniendo un enchufe. Había trozos de cable y alicates por el suelo. Me quedé mirando cómo trabajaba. Al poco rato recogió sus bártulos, levantó un gran botijo blanco apoyado contra el rodapié y bebió largamente. Luego apagó la luz de allí dentro, bajó los escalones y atravesó la sala. Llevaba una gorra de tela con la visera para atrás.

—Si no mandan ustedes otra cosa —dijo, deteniéndose unos instantes al cruzarse conmigo.

—No. Yo nada —contesté, tras una imperceptible vacilación.

—Pues buenas tardes. El cable estaba completamente quemado. Podían haber tenido un cortocircuito.

Luego señaló al retrato de un anciano caballero con barba y condecoraciones en el pecho que presidía la sala, y al aplique de latón dorado que lo remataba a modo de cornisa.

—La luz del señor ese —dijo— la arreglaré otro día, porque hoy se me hace tarde.

Se dirigió, sin añadir nada más, a la puerta por donde yo había entrado y desapareció.

La espera se me hizo larga, sobre todo porque me oprimía que todas las contraventanas estuvieran cerradas herméticamente, sabiendo que fuera aún era de día. Olía un poco a humedad, aunque no vi goteras. La luz raquítica que se repartía por la estancia surgía de unos apliques de alabastro enfocados hacia el techo. Yo seguía de pie, traspasada por una mezcla de ansiedad y alarma. Encendí un pitillo, pero lo apagué enseguida porque me daba náusea.

En la librería del Espasa faltaba el tomo de «España». Lo estaba comprobando y dando alas a la sospecha de que pudiera encontrarse en la habitación 309, cuando sentí una presencia a mis espaldas y me volví con susto. Hubo un silencio breve pero intenso.

—Perdone que la haya hecho esperar —dijo el recién llegado, tendiéndome una mano alargada y joven, de apretón firme—. Bienvenida.

La voz era la misma que por teléfono, pero resultaba mucho más persuasiva porque se adaptaba como un guante al porte y el rostro de quien la emitía. Me sorprendí preguntándome vorazmente cómo me estaría viendo él, una curiosidad adolescente y olvidada que provocaban en mí a los quince años los hombres mayores que yo que me atraían a primera vista y ante los cuales me sentía insegura. De repente recordé cómo iba vestida y peinada, no le di el visto bueno a mi aspecto y añoré una ducha con desodorante. Él era alto, llevaba un traje de hilo color gris marengo y camisa blanca sin corbata. Ya no parecía tan joven, aunque sus manos y su voz lo fueran mucho, le calculé unos cincuenta años, era de los que sonríen sin sonreír, buen cuerpo, algunas canas. Nos estábamos mirando de plano y yo no decía nada.

—¿Le parece bien que nos sentemos? —preguntó.

Lo hicimos uno frente a otro en una de aquellas sillerías antiguas, brazos de madera negra con almohadillado y tapicería en tonos amarillos. Yo seguía sin decir palabra, pero tampoco era ya capaz de mirarle a los ojos, los suyos seguía sintiéndolos fijos en mí y el corazón me latía muy fuerte.

—Estoy asombrado de cómo se parece usted a su madre —comentó—. Supongo que se lo habrán dicho infinidad de veces.

—Algunas me lo han dicho, sí. Aunque últimamente…, bueno, hace ya años…, mis amistades y las suyas no pertenecían al mismo círculo, o sea que…, en fin, no había mucha ocasión de comparar.

—¿Quiere decir que no trataba usted a su madre?

—Vamos a dejarlo en un trato distante.

—Pues, a pesar de todo —dijo con voz grave—, yo la acompaño a usted en el sentimiento, en el que haya podido producirle su muerte, mucho o poco. Era una mujer extraordinaria.

—Gracias. Ya lo sé.

—Y a usted la quería mucho.

—Eso ya no lo sé. Pero da igual —añadí levantando los ojos nuevamente hacia el hombre alto con una repentina reacción de dureza que intentaba abortar sus posibles argumentos en contra—. No he venido aquí para discutir eso, como comprenderá.

Enseguida me arrepentí del frunce de mis labios reflejado en su mirada dulce e irónica, tal vez incluso un poco compasiva, como en un espejo deformante. Es un gesto que me echa años encima.

—¡Vaya! ¿Ya sabe de antemano, entonces, lo que ha venido a discutir?

Sentí que perdía pie, pero me resistía a bajar la guardia.

—No, no tengo ni idea. Recuerde que es usted quien me convocó y manifestó deseos de hablar conmigo.

—¿Y le incomoda que estemos hablando?

—No, por favor. Perdone mi tono de antes. Es que ando un poco a la defensiva. Supongo que me viene bien hablar con alguien, sí. Y cuanto más desconocido, mejor.

—Pues entonces relájese, mujer, y déjese llevar a lo que salga. Su abuelo opina que los que escriben el índice de un libro antes del libro mismo, ésos no limpian fondos. Yo le pregunto a veces que si ha escrito algún libro él, pero dice que no, o al menos no se acuerda, que la memoria es tramposa, dice. Claro que a mí me parece que el tramposo es él.

Sonreía mirándome y yo también sonreí tímidamente. Sabía mucho el hombre alto. Me daba algo de miedo. Sonaron los tres cuartos para las ocho en el reloj de péndulo.

—Perdone —dije—, ¿le molestaría abrir las contraventanas? Me angustia un poco estar con luz eléctrica.

Se quedó dudando.

—Verá, existe un pequeño inconveniente. Todas las ventanas dan al jardín de atrás y ellos están ahora por ahí, es su hora de expansión antes de la cena. Esta habitación les fascina. Si notan que abrimos una brecha, por pequeña que sea, se arracimarán para fisgar desde fuera, y adiós intimidad. Me figuro que no le apetece.

—No, qué horror, no me apetece nada.

—Pues a mí menos. Hágase cargo de que los estoy pastoreando todo el día. No obstante —añadió levantándose—, podemos introducir una pequeña mejora. Esas luces de arriba son como para un velatorio.

Arrastró una lámpara de pie y la enchufó cerca de nosotros. Daba una luz potente y ligeramente azulada. Luego fue hacia la puerta y apagó las del centro.

—Mejor, ¿verdad? —preguntó, mientras volvía a sentarse y cruzaba las piernas—. Más íntimo.

—Mucho mejor, sí. Gracias. Por cierto, ¿mi abuelo también está en el jardín?

—No, él apenas sale de su cuarto, a no ser ya muy de noche a hablar con las estrellas. En general, lleva una vida aparte. Porque es un caso aparte.

Hubo un silencio que me pareció demasiado largo. No sabía cómo romperlo. «Bueno, pues usted dirá» era una frase socorrida, pero tan tópica que la taché antes de verla escrita saliendo de mi boca en nubecita de cómic. Rectifiqué mi postura indolente. Mejor empezar yo misma por alguna parte.

—¿Sabe mi abuelo que he venido a visitarlo? —pregunté—. ¿O no se lo ha dicho usted todavía?

—No. De eso quería hablarle precisamente. Ni se lo he dicho ni voy a decírselo. Cree que es ella quien tiene que venir. Es a ella a quien está esperando.

La habitación empezó a girar hacia una órbita desconocida. O mejor dicho, se acercaba girando otro planeta que iba a chocar contra el nuestro. Y llegaba mamá sentada en aquel planeta que tenía paredes de cristal y por eso se podía ver lo que pasaba dentro. No es que pasara nada muy asombroso, se trataba más bien de una réplica a la escena que estábamos representando en aquel momento el hombre alto y yo, con la diferencia de que, amparado por aquellas paredes transparentes, con quien él estaba hablando no era conmigo sino con mamá. Se inclinaba hacia ella y le tendía un pañuelo blanco para que se secara los ojos, de los que brotaban lágrimas de cristal como las que bañan el rostro de las Dolorosas, el decorado era idéntico, hasta la luz azul que llegaba a rachas como el haz de un faro reflejaba la de nuestra lámpara de pie recién encendida para conseguir intimidad; a mamá le temblaban los hombros, ¿qué se estaban diciendo?, oírlos no los oía, solamente se podía percibir el zumbido estridente de aquel planeta oblongo que sobrevolaba nuestras cabezas a modo de zepelín dibujando espirales cada vez más vertiginosas, tan bajo, tan rasante que me sentí sacudida por el pánico. Nos íbamos a desintegrar en el espacio aquel desconocido y yo antes de que le diera tiempo a contarme la historia. No había salida. Todo daba vueltas.

Me tapé los oídos, cerré los ojos con fuerza y me agaché hacia adelante buscando el amparo de otro cuerpo que acompañase con las suyas las sacudidas del propio temblor.

—¿Qué le pasa? ¿Se encuentra mal?

—Muy mal, sí, muy mal…

Me había escurrido hasta la alfombra, sentí sus manos sobre mi pelo y me desvanecí.

Luego, casi enseguida debió de ser, estábamos sentados uno junto al otro en el sofá de la sillería amarilla y él me tomaba el pulso. La expresión de su rostro, aunque preocupada, no contagiaba alarma sino seguridad y dulzura. Lo más raro es que me acordaba de todo, que no necesitaba preguntar «¿dónde estoy?», «¿qué ha pasado?» o «¿quién es usted?», simplemente me abandonaba al placer de saberme amparada y comprobar que ya no se oían las trepidaciones de aquel planeta de cristal que había estado a punto de embestir al nuestro.

—¿Había bebido usted esta tarde o tomado alguna droga? —preguntó con los ojos fijos en su reloj de pulsera.

—No.

—Eche la cabeza hacia atrás, ¿quiere? Respire hondo, más despacio. Así, a ese ritmo.

Abandoné suavemente mi mano izquierda sobre la falda a rayas, no sé por qué me había puesto esa falda tan fea. Antes de apartar sus dedos, esbozó sobre los míos una caricia breve, tal vez demasiado profesional. ¿O no lo era tanto?

—Ha sido un mareo raro —dijo—. ¡Y tan repentino! No estará embarazada.

—¿Embarazada yo? —protesté—. De ninguna manera, ¡Dios me libre! No quiero tener hijos nunca, nunca. ¡Jamás en mi vida!

—Pues tome precauciones, porque es usted muy guapa. Y por favor, no se altere.

Me alargó un pañuelo blanco, y fue cuando supe que estaba llorando.

Le agradecí que no me preguntara nada. Llegué a sospechar, mientras me estaba limpiando los ojos, que si le contaba lo del planeta, en vez de ponerse a hurgar en mis posibles complejos de Edipo, me diría: «Si usted ha creído verlo es que ha pasado. No todos vemos las mismas cosas». Esa sospecha, o más bien fantasía, me dio fuerzas para levantarme y cruzar la habitación hacia la tarima donde vi trabajar al hombre del mono azul. Me había entrado mucha sed y me acordé de que allí tenía que seguir el botijo. Levantarlo con los brazos tensos, ligeramente arqueados, y dejar caer el chorro fresco hasta mi boca, aparte de surtir su efecto sedante, confirmó la elasticidad de mi cuerpo, que disparaba hacia la mente ideas claras y ganas de vivir. La existencia del botijo confirmaba también, por otra parte, que el electricista no había sido una visión fantasma. ¿Por qué, entonces, iba a serlo mi madre llorando lágrimas de cristal? Las dos cosas habían pasado en el mismo cuarto. Me escurrían unas gotas de agua escote abajo y me las sequé con el pañuelo, que había metido en el bolsillo de la chaqueta. Luego volví lentamente sobre mis pasos, deleitándome en su cadencia. El hombre alto me había llamado guapa. Y ahora se estaría fijando en mis andares.

—Estoy segura de que va a haber tormenta —dije, cuando llegué de nuevo a su lado—. Gracias por el pañuelo.

Lo miró brevemente al recogerlo. No me pinto los ojos ni me maquillo. No tenía manchas. Lo dobló.

—¿Quiere que sigamos hablando de su abuelo? —preguntó tras una breve pausa—. ¿O prefiere dejarlo?

—Prefiero seguir. ¿Por qué ha dicho antes que la está esperando a ella? ¿Es que no sabe que ha muerto? Han pasado ocho semanas.

Me miró serio.

—Precisamente. Y durante esas ocho semanas su familiar más próximo, que según tengo entendido es usted, ni ha telefoneado ni tal vez hubiera aparecido por aquí si a mí no se me ocurre llamarla. ¿O me equivoco?

—No, no se equivoca.

—¿Y qué quiere? ¿Que se lo hubiera contado yo? Me limité a poner fuera de su alcance los periódicos que durante dos días hablaron de ella. Aunque no sé, la verdad, si habrá servido de mucho.

—¿Quiere decir que puede haber visto alguno?

—Puede, aunque no le interesan los periódicos en general. Prefiere el Espasa. Dice que es lo más divertido del mundo.

Miré hacia el hueco que había dejado vacío el tomo de «España». Ahora ya estaba segura de que lo tenía él. Y se me metieron en remolino, atropellándose unas a otras, todas las mudanzas acontecidas en nuestro país desde la edición de esa enciclopedia. ¿Cómo habría vivido el abuelo esas mudanzas, concretamente las de los últimos años, entre las que se abría paso, ignorado, oscilante y torpe, mi crecimiento mismo?

—¿Ha dicho algo de mí? —pregunté.

—No. Ni de ella tampoco. Eso es lo raro. No pregunta por ella ni la nombra. Antes, a no ser que estuviera de viaje, y en ese caso le ponía postales, venía a visitarlo una o dos veces al mes, aunque nunca en día fijo, cosa que a él le hacía mucha ilusión. Esas visitas, que se alargaban hasta muy tarde, no tenían nada que ver con las que otros parientes hacen a sus mayores, se notaba que para ellos no se trató nunca de una penosa obligación, sino de algo placentero, que disfrutaban, vamos, yo esas cosas las leo en la cara incluso cuando no afloran, pero además es que su madre y su abuelo me lo ponían fácil. En él sobre todo resultaba evidente que vivía de la renta de esas visitas, amasando su espera y su recuerdo. «Hoy viene mi hija, seguro», me decía de pronto una mañana. Y solía acertar. No ha vuelto a decir nada. Y habla menos conmigo. Tampoco la ha llamado por teléfono para saber si le ha pasado algo, tengo advertido en recepción que me avisen si lo hace. Mantenían una especie de pacto, me contó ella un día, de no molestarse por teléfono, a no ser en casos de fuerza mayor.

—Muy de mamá esa actitud —dije como para mí—. Pero lo que me intriga ahora es por quién se habrá podido enterar el abuelo. ¿Usted conoce a Rosario Tena? ¿Le suena de algo?

Hizo un gesto ambiguo.

—Ha compartido el estudio de mi madre durante estos últimos años —aclaré, sin dejar de mirarle.

—Ya. Pero por aquí no ha venido.

—Puede haber escrito.

—Tampoco, se lo aseguro.

—Entonces no sé, déjeme pensar…

Se encogió de hombros.

—Mejor que no piense. Adivinar por qué vías se entera don Basilio de las cosas es tan difícil como saber de qué se entera y de qué no. Pero qué más da. Lo único que cuenta es la alquimia a que somete luego esos informes, caso de que le lleguen. Su contumacia en hacer de las quimeras una norma de vida es algo inquebrantable y redentor. Gracias a eso resiste. Y lo que le puedo asegurar —continuó en tono solemne, como si emitiera un veredicto— es que a ella seguirá esperándola hasta que aparezca.

Ahora me estaba mirando con la ceja izquierda levemente alzada. Era un gesto de complicidad, un ruego de aquiescencia. Supe que la estaba viendo a ella, dirigiéndose a ella como poco antes dentro del planeta de cristal. La daba por reaparecida. Aparté los ojos con un breve sobresalto.

—¿Me está proponiendo que la suplante? —pregunté.

—Me gustaría simplemente saber si está dispuesta o no a colaborar conmigo. Depende de su temple y de su capacidad para apuntarse a los juegos peligrosos. Es a usted a quien le toca mover ficha o levantarse de la mesa.

Me subió desde los pies como una ola de fuego que me desentumecía. Hojas secas y papeles de archivo se consumían en aquella hoguera.

—Llevo mucho tiempo sin jugar a nada. ¿Qué hay que hacer? —pregunté—. Tendrá que ponerme en antecedentes.

—Por supuesto. Y usted a mí. No nos conocemos apenas. Pero nos convendría, de entrada, fiarnos uno de otro al menos un poco.

Le alargué la mano.

—Puede darlo por hecho en lo que a mí respecta.

—No corra tanto. Llevará su tiempo —replicó sin soltar la mano que estrechaba dentro de la suya—. Y también sus condiciones, ¿no? Pero es un comienzo alentador. Por cierto, gana usted mucho cuando sonríe.

—Tomo nota. ¿Algo más?

—Sí, claro, mucho más.

Aquel treinta de junio no vi a mi abuelo. Cuando quisimos darnos cuenta, se nos había hecho demasiado larde, y el hombre alto dijo que ya estaban sentadas las bases del juego pero que era mejor darse una tregua para hacer las cosas con desahogo. Esperar la ocasión propicia. No concretó más. Entendí que ya estábamos jugando.

—Permítame que le bese la mano —dijo al despedirse de mí en el vestíbulo—. A su madre le gustaba.

Ya había anochecido y teníamos los nubarrones encima. Crucé la gravilla sin volver la cabeza y cuando arranqué él ya no estaba. Poco antes de llegar a Madrid, por la Cuesta de las Perdices, estalló la tormenta. Justo cuando Sade estaba cantando:

«There’s a quiet storm

and I never felt this hot before…».

Abrí las ventanillas del coche para que entrara el olor a tierra mojada.