La novela del siglo XVIII de Lawrence Sterne The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman inspiró a Bertrand Russell su «paradoja de Tristram Shandy». La paradoja se refiere al narrador del libro, Tristram Shandy, que, según recordaba Russell, empleó dos años en escribir la historia de los dos primeros días de su vida. Shandy se lamentaba de que, a ese paso, las últimas partes de su vida nunca serían registradas. Russell señaló, no obstante, que «si hubiera vivido por siempre jamás, y no se hubiera cansado de su tarea, entonces, aun en el caso de que su vida hubiera seguido tan llena de acontecimientos como al principio, ninguna parte de su biografía hubiera quedado por escribir».
La solución de la paradoja depende de las propiedades peculiares de los números infinitos (véase la entrada sobre Conjuntos infinitos). Al mismo paso, Tristram Shandy habría tardado un año en escribir su tercer día, y lo mismo para los días cuarto, quinto y sexto. Cada año habría escrito el relato perfecto de otro día de su vida, y así, aunque cada año se hubiera retrasado cada vez más, no habría ningún día que quedara por registrar en el supuesto de que viviera por siempre jamás.
Quizás encontremos difícil responder racionalmente a escalas temporales muy distintas, aunque sólo nos apartemos una distancia finita de nuestros entornos contemporáneos. El intento de reconciliar los intervalos de tiempo astronómico, geológico, biológico e histórico puede producirnos un sentimiento de frustración en nanosegundos, pero a pesar de todo es una empresa que vale la pena. Si tenemos en cuenta las escalas, aparecen con frecuencia estructuras similares, y el consiguiente sentido de la perspectiva puede influir significativamente en nuestros puntos de vista, si no en nuestras acciones y decisiones.
Con las comparaciones espaciales se tiene una perspectiva semejante. Observemos que el punto más alto de la Tierra, el Everest, solo tiene unos 9 kilómetros de altura, cifra comparable a la magnitud de la profundidad máxima de los océanos. Por tanto, las irregularidades superficiales máximas de la Tierra son menos de 1/1.000 de sus 13.000 kilómetros de diámetro y corresponderían a abolladuras de 5/1.000 de centímetro en la superficie de una bola de billar de 5 centímetros de diámetro (esto es, 1/1.000 × 5). Así pues, a pesar de las montañas, los océanos y las irregularidades del terreno, la Tierra es más lisa (aunque no necesariamente más redonda) que una bola de billar corriente.
Uno de mis cuentos favoritos, «¿Cuánta tierra necesita un hombre?» de Tolstoi, no está fuera de lugar en este contexto. Trata de un hombre al que se le da la oportunidad de poseer toda la tierra que pueda rodear en un día, y la parábola muestra cómo su codicia le lleva a la muerte y así llega a la respuesta que pide el título. Un hombre necesita aproximadamente 2 metros de largo por 1 metro de ancho por 1,5 metros de profundidad: lo justo para una tumba. Pero aun siendo mucho más generosos y asignando a cada ser humano un cubículo de 7,5 metros de lado, el volumen del Gran Cañón es suficiente para alojar la totalidad de los 5.000 millones de cubos que corresponderían a los habitantes del planeta (véase la entrada sobre Areas y volúmenes).
Naturalmente, lo que más nos interesa son nuestros entornos espaciotemporales familiares, pero esto no habría de impedirnos ser conscientes de su necesaria limitación. Recordemos cómo la introducción en el siglo XIX de las cámaras rápidas produjo unas películas en las que la gente y los animales parecían moverse de un modo muy raro e irreal. A veces damos demasiada importancia a las divergencias relativamente poco importantes en la concepción del tiempo y los proyectos por parte de los hombres de negocios norteamericanos o japoneses, o a las pequeñas diferencias en los horizontes temporales de los adolescentes y los ciudadanos adultos. Podríamos meditar de vez en cuando sobre cómo nos relacionaríamos con un extraterrestre o con un ser artificial que, aun siendo mucho más inteligente que nosotros, tardara 100.000 veces más en responder a los estímulos. A primera vista la comunicación con tales seres podría parecer casi imposible, sin embargo, algo vagamente parecido a la relación inversa se produce entre yo, que soy lento y listo, y mi rápido y estúpido ordenador. Y los ordenadores más rápidos son positivamente torpes comparados con los fenómenos subatómicos: un electrón da alrededor de 1015 vueltas al núcleo en un segundo.
A una escala mayor aún, tenemos la antigua fábula india de una piedra cúbica de una milla de lado y un millón de veces más dura que el diamante. Cada millón de años un hombre santo pasa y le hace la más suave de las caricias. Al cabo de un rato la piedra se ha gastado. La duración estimada de este rato son 1035 años. Para comparar, la edad del universo es de unos 1,5 × 1010 años.
Aunque a veces me recuerde la tonta práctica masculina de pasar los primeros cinco o diez minutos de una reunión comentando el camino que se ha tomado para llegar, siempre he disfrutado estudiando las comparaciones espaciales y los símiles temporales que resumen y relacionan los distintos órdenes (astronómico, geológico, biológico, geográfico, histórico y microfísico). Aunque a veces sean simplistas, estas cartas son a pesar de todo muy útiles para orientamos en el cosmos. El cálculo de la circunferencia de la Tierra por Eratóstenes 200 años antes de Cristo es notable en este sentido. Dedujo el valor a partir del hecho de que el sol estaba 7° al sur del cénit en Alejandría en el mismo instante en que estaba exactamente sobre la vertical de Syene,[16] 800 kilómetros más al sur. Uno de los grandes pilares de nuestra actual concepción del mundo, la teoría de la evolución, apareció debido a la creciente insostenibilidad del marco temporal bíblico provocada por la investigación geológica. Según los estudiosos de la Biblia, que simplemente sumaban todos los «engendrados» de ésta, la edad de la Tierra era de unos 4000 años. Esta cifra tradicional se había vuelto increíble para los geólogos que estudiaban las piedras en vez de las escrituras. Después de estos descubrimientos, Darwin apareció a la vuelta de la esquina con un calendario mejor.
El sol está 7° al sur del cénit en Alejandría cuando está exactamente en el cénit en Syene, 800 kilómetros más al sur. Esto implica que el ángulo en el centro de la Tierra es también de 7°. Eratóstenes usó la proporción C/800 kilómetros = 360°/7° para determinar C, la circunferencia de la Tierra. C vale 40.000 kilómetros
Del conocimiento del lugar y el tiempo que uno ocupa en el mundo se deriva una cierta sensación de seguridad. Es una sensación que ha experimentado cualquier niño que escribiendo su dirección haya continuado con España, Europa, Tierra, Sistema Solar, Vía Láctea,… Despierta una sensación comparable el darse cuenta de que hemos vivido sólo 1/100.000.000 parte aproximadamente de los 4000 millones de años de la historia de la vida sobre la Tierra (suponiendo que tengamos 40 años más o menos) y que si dicha historia se comprimiera en un solo año, entonces nuestras tradiciones religiosas más «antiguas» se habrían forjado hace sólo unos 30 o 40 segundos y nosotros personalmente habríamos llegado unas 3/10 de segundo antes de la Nochevieja.
(Si podemos llegar colectivamente a las cero horas y 1 minuto del 1 de enero sin hacernos volar por los aires, me arriesgo a adelantar con audacia que estaremos tranquilos durante un buen rato).
El interés arquimediano por el número de granos de arena que cabrían en el universo, por mover la Tierra con una palanca muy larga, por unidades minúsculas de tiempo y de otras magnitudes cuya suma acumulada superaría necesariamente cualquier cantidad, nos hablan, todos ellos, del origen primitivo de la asociación entre la fascinación por los números y una inquietud por el tiempo y el espacio. Pascal se preguntaba por la fe, el cálculo y el lugar del hombre en la naturaleza, que está, como dijo él, a mitad de camino entre el infinito y la nada. Nietzsche especuló acerca de un universo cerrado e infinitamente recurrente. Henri Poincaré y otros, con un enfoque intuicionista y constructivista de la matemática, han comparado la sucesión de los números enteros con la concepción pre-teórica del tiempo como sucesión de instantes discretos. De Riemann y Gauss a Einstein y Gödel, los matemáticos han hecho conjeturas sobre el espacio y el tiempo. Estos temas han sido de hecho un elemento principal de la reflexión matemático-física durante milenios.
No extraigo ninguna conclusión de este discurso rudimentario, excepto quizá la de que en cierto modo esas deliberaciones nos «hacen bien»: son un tanto terapéuticas, nos hacen sentar la cabeza y tocar de pies en el suelo. Hablando de «sentar la cabeza», me molesta la gente que después de una discusión como ésta y unas cuantas copas, o bien se refugia en un dogma (no siempre religioso) o se pone sensiblero y murmura algo así como «¿Qué importancia tiene? ¿Qué importará dentro de 50.000 años?». Se podría reaccionar razonablemente con estoicismo y resignación a una pregunta fatalista como ésta. Pero piense en esto. Quizá nada de lo que hagamos ahora importe dentro de 50.000 años, pero si es así, entonces parecería natural que tampoco nada de lo que ocurra dentro de 50.000 años tenga importancia ahora. Y en particular no importa que dentro de 50.000 años no importe lo que hagamos ahora.